Tenía sobre la bandeja metálica:
ocho botellas de Sprite de 3 litros, un montón de tarros de conservas de
duraznos, tres paquetes de dulces Sunny, cuatro galletas Tritón clásicas y un
par de cepillos de dientes con sus respectivos dentífricos. Como mandaba la
costumbre, abrí la bolsa plástica más grande que tenía a mi disposición al
mismo tiempo que saludaba a la clienta, deseándole buenas tardes y todo eso;
pero la señora dueña de todas estas cosas, en vez de devolverme el gesto, me
dijo:
−Quiero las botellas de Sprite
separadas de dos en dos, envueltas con triple bolsa…; las Sunny las quiero
solas en doble bolsa chica; las Tritón separadas en dos, porque son la colación
de mis dos hijos, igual con doble bolsa…, de esas, de las chicas… Los tarros de
durazno todos juntos, en triple bolsa igual que las Sprite, y los cepillos de
dientes en un bolsa, y las pasta de dientes en otra… ¿Okey?
Un poco confundido, asentí y
seguí las instrucciones que me había dado, tratando de apurarme lo suficiente
para que el cajero no comenzara a pasar los productos del siguiente cliente en
la fila estando yo todavía ahí.
Tuve que esforzar enormemente mis
brazos y manos para que la clienta tuviera todo tal como quería antes que el
cajero le diera la boleta. Me dio las gracias y me extendió su mano; había
llegado el mejor momento de todos: recibir la preciada propina. Puse la mía por
debajo de la de ella y recibí, con gran sorpresa, una sola moneda. La miré y
corroboré con gran pesar que era una de $50.
−Gracias, señora…
(¡VIEJA Y LA
RECONCHETUMADREEEEEEEEE!).