El otro día, mientras caminaba de
noche en dirección al Centro de la ciudad para tranquilizar un poco las llamas
que tenían encendido mi pobre e inocente hígado, pasaron a mi lado un par de
jóvenes chicas en moto, riendo, chillando (ellas no gritaban) y
saludando a todo quien se le cruzara por el camino. Me miraron, y pasando a la
misma velocidad de una tortuga, la conductora me gritó (chilló): “¡al fin sé manejar!”,
lo que de verdad me puso bastante contento: ya sabía yo cómo era eso de
aprender a hacer algo hasta poder llevarlo por fin a la práctica y lucirlo
orgulloso ante todo el mundo. Le sonreí y le hice un sincero gesto con la mano.
Entonces las chicas siguieron su curso y yo con el mío, sin dejar de pensar en
que todos los días existen pequeños detalles que pueden hacerte feliz de una
manera inmensa y celestial. Y fue raro, porque no podía creer que un par de
desconocidas me hicieran sentir tan bien sin la necesidad de haber tocado
ningún centímetro de mi pene ni haberme convidado nada de alcohol para la gran
llamarada interna que me consumía a veces/siempre. Metí las manos a los
bolsillos de mi chaqueta y saqué mi celular para dejar de escuchar Slowdive y
así dar paso a Mika y a otros artistas mucho más alegres dentro de mi
biblioteca musical.
Juro que de verdad me sentía
inmensamente feliz en ese instante.
Sin embargo, unos cuantos minutos
después y unas cuantas cuadras más abajo, tuve que detener mis pasos y sacarme
los audífonos de los oídos para poder contemplar una escena como sacada de una
película trágica; estoy seguro separé mi boca en ese momento sin siquiera estar
consciente de ello: frente a mis ojos estaban las chicas que me habían saludado
anteriormente, hechas una con la moto que las había llevado hasta ahí; juro por
Dios que eran un amasijo grotesco de carne y jirones de ropa. Escudriñé la
escena para saber qué era lo que había provocado el accidente y pude fijarme en
que unos cuantos metros más allá, a mi derecha y semi escondido bajo un palo
poste malo, había un lujoso Mercedes Benz con todo su parachoques despedazado
por el impacto. Tuve que forzar un poco más la vista para percatarme que a su
lado se encontraba, de pie, su conductor, un tipo enorme y gordo, hablando por
celular sin dejar de tambalearse como si estuviera borracho. ¿Podía ser cierto
que a quién veía era el famoso diputado que salía hablando en la tele? Miré un
poco mejor y me di cuenta que así era, efectivamente; el muy hijo de perra
estaba borracho, totalmente ido, al parecer hablando cosas importantes con lo
que parecía ser su abogado desde el otro extremo de la línea del celular.
Entonces supe cómo iba a terminar
todo; porque es una historia que se repite a menudo, más de lo que uno piensa:
frente a cualquier resolución legal, la culpa siempre recaería sobre las chicas
por ir conduciendo sin licencia a altas horas de la noche, no en el tipo
borracho y asqueroso que las había atropellado; y bueno, después de todo, ¿qué
cosa no podía ser solucionada por medio del dinero? Todo esto sería cubierto
por la prensa, quien no dejaría de entregar información manipulada para que
todos creyeran que la culpa siempre fue de las chicas, no del pulcro hombre que
se exhibía por las pantallas de la caja tonta en sus casas.
Le pedí un cigarro a un tipo que
no dejaba de mirar los cuerpos destrozados de las chicas, y tras encenderlo, me
fui de ahí antes que llegara al fin toda la muchedumbre con su estupidez a
cuestas, pensando en que el mejor aprendizaje que me pudieron haber dejado las
chicas, fue que la felicidad en realidad no es más que una pequeña pausa en
nuestras vidas, una sonrisa, un saludo que te mejora el ánimo, un ¡al fin sé manejar!,
un suave alto en medio de un gigantesco accidente que lo único que quiere es
darse un gran festín con nosotros.
Y devorarnos.