Cuento #10: El rito



Cuando Sandra abrió los ojos, no logró reconocer de inmediato a quien tenía al frente: sólo vio una figura de espaldas a ella, borrosa, difuminada entre la penumbra del enorme lugar en el que se hallaba; le parecía como si fuera un gigantesco galpón para guardar material pesado.
Un extraño gruñido salió de su garganta a modo de protesta: no podía mover sus manos ni pies; se dio cuenta que éstas se encontraban fuertemente amarradas con cuerdas a la incómoda silla en la que estaba sentada.
−¡Ah, veo que has despertado, puta zorra! −dijo la figura difuminada después de dar un respingo (al reparar que Sandra había vuelto en sí) y voltear en su dirección. Entonces comenzó a caminar hacia ella, a pasos lentos−. No me recuerdas, ¿cierto? −inquirió.
Sandra intentó hacer muchas cosas a la vez, mas no pudo: su concentración se encontraba clavada en la figura andante, en todos los planos posibles que le permitía su atribulada mente.
−No me recuerdas, ¿cierto? −fue de nuevo la pregunta; quien la formuló apareció de entre las sombras, como si se deslizara por el piso, y esbozó una fría sonrisa.
“Eres uno de los mechones…”, alcanzó a pensar la mujer, antes de recibir un fuerte derechazo de su parte, dejándola con la boca abierta y sin poder creer lo que estaba viviendo. Podría haber pensado: “esto es un sueño, ojalá despierte ahora”, como en las películas, pero nada de eso sucedió: lo que estaba viviendo era tan real como la cachetada que le acababan de asestar.
−¡No me recuerdas, ¿cierto?! −bramó el individuo a escasa distancia suya; porque la figura era un hombre, después de todo, un tipo que usaba gruesos lentes negros, vestía una raída sudadera blanca y unos malgastados y desteñidos pantalones oscuros, y que parecía no haberse afeitado en meses. De hecho, parecía estar fuera de sí−. ¡¿No me recuerdas, maldita pu…?!
−¡Sí, sí, eres Benjamín, Benjamín Salazar de Pedagogía en Música, sí, lo recuerdo! −chilló Sandra, cerrando los ojos y encogiendo el cuerpo.
−¡Ah, eso está muy bien! −El tipo se agachó hasta quedar cara a cara con ella−. ¡Es un buen primer paso, cómo no! ¿Por que cómo se podría llegar al segundo escalón sin haber subido el primero?
−¿Qué has…?
−¡RESPUESTA EQUIVOCADA! −gritó el hombre, con todas sus ganas; acto seguido, levantó su pie derecho y, con un impulso considerable, clavó el tacón de sus botas en la rodilla izquierda de Sandra, provocándole un dolor que incluso llegó a cegarla por un breve instante−. ¡Jamás respondas a una pregunta con otra pregunta! ¡Eso es una falta a las reglas de comunicación! ¡Puta!
Sandra sentía como si algo dentro de su rodilla se hubiera trisado en al menos tres partes. Pero lo peor de todo, era no tener la capacidad para poder moverla; el dolor era, en una simple palabra: insoportable.
−¡Por favor, no me hagas nada! ¡Te lo suplico! –De los ojos de la mujer salían gruesas lágrimas, mezcla de miedo y sufrimiento.
−Yo una vez te pedí exactamente lo mismo y no lo hiciste −dijo el tipo, siseando cada una de las palabras−. Muchos se los pidieron, de hecho, y nadie lo hizo. Todos fueron lo suficientemente estúpidos como para no recordarlo, pero no yo. Yo conseguí recordarlo.
Y dicho esto, el hombre rodeó la silla de la mujer y la tomó por su respaldo, moviéndola en dirección al lugar por el que había aparecido.
−¡No, por favor, qué me vas a hacer! ¡No me hagas nada malo, por…!
−¡Cállate, mierda! −le gritó el tipo, dándole un fuerte golpe en la cabeza con su palma extendida, logrando así su cometido−. ¡No sabes cuán molesta es tu voz resonando en este maldito lugar!
La mujer vio que más allá, bajo la suave luz de un foco barato y desnudo, se encontraba lo que parecía ser una larga mesa de metal llena de recipientes para la ensalada.
Pero cuando ya faltaba un escaso trecho para llegar a ella, el hombre detuvo la silla de sopetón y se inclinó sobre su desprotegida cara.
−Antes de seguir con esto, me gustaría saber si recuerdas quien soy…
−¡Eres Benjamín Salazar, eres Benjamín Salazar! −se apresuró a decir Sandra, pronunciándolo todo de manera atropellada.
−Sí, sé que soy Benjamín Salazar. Pero tú y tus amiguitas me llamaban por otro nombre, ¿no? ¿Te acuerdas cómo era? Dímelo; juro no te haré daño −añadió, enseñando una cálida sonrisa.
La boca de Sandra se abrió dudosa, para luego volver a cerrarse; a decir verdad, tenía miedo de activar una especie de alarma aún más peligrosa en la mente de su captor. Sin embargo, él había prometido no hacerle daño a pesar de todo; lo había jurado.
−Te decían… Te decíamos… Pechugas Salazar.
−¡AFIRMATIVO! −exclamó el tipo. Y dicho esto, le plantó un puñetazo en su estómago, dejándola sin aire−. ¡Sí, así me decían: Pechugas Salazar, Pechugas Salazar, Pechugas Salazar, sin que nadie supiera que esas malditas tetas ni siquiera eran de grasa!
El hombre cerró los ojos, como si rememorara un viejo pero controlable dolor.
−¿Sabes cuánto le costó a mi madre sacarme esas malditas mierdas? −continuó, más para sí que para su cautiva−. La pobre tuvo que trabajar mucho, limpiando casas ajenas, cuidando niños de mierda que le faltaban el respeto, destrozándose las manos por un sueldo de miseria. ¿Pero ustedes sabían eso? ¡No! ¡No! ¡No! ¡Ustedes no sabían nada, malditas putas! ¡Ustedes nunca supieron nada! −Y dicho esto, volvió a propinarle una dura bofetada en el rostro, dejándole un tibio regusto a sangre dentro de su boca−. ¡Ustedes nunca supieron nada!
Y como si aquellas palabras fueran combustible para su propósito, el tipo tomó nuevamente la silla por su respaldo y condujo a Sandra hasta los recipientes de la mesa. Un fuerte y nauseabundo olor a descomposición impactó de lleno su cara.
−¡Por favor, no sigas, detente, por favor! −imploró la mujer, llorando desesperada, moviendo la cabeza de un lado a otro. 
−La gente debería saber −continuó el tipo, sin prestarle atención− que los mechoneos fueron creados como un rito para que los estudiantes pudieran traspasar esa barrera invisible entre la adolescencia y la verdadera madurez, casi como lo hacían los indígenas en su tiempo, colocando a sus jóvenes hasta hacerles vivir sus peores y más atroces pesadillas, dejándolos a su suerte en bosques inmensos y milenarios, incapaces de volver a casa hasta que estuvieran lo suficientemente preparados para la vida que les había tocado vivir. ¿Pero sabes tú, o tienes al menos una noción, de lo que te estoy hablando? ¿Sabes?
−…
−¿Sabes o no quieres saberlo?
−En realidad, no lo sé… −dijo Sandra, encogiéndose, temiendo otro golpe.
−¡Por supuesto que no lo sabes! Tampoco lo supiste cuando verdaderamente importaba. Se supone que el mechoneo debe ser un rito que prepare a los estudiantes para su vida futura, para demostrarles que desde ese preciso instante hay un antes y un después, un hito en su historia, en su vida; ¡pero ustedes, malditas zorras, putas todas, sólo se encargaron de burlarse y disfrutar haciéndole daño a los demás, cuando nadie podía defenderse ni hacerles frente! ¡Transformaron un rito en algo gracioso, en una herramienta para la humillación! ¡Por culpa de gente como ustedes es que este mundo de mierda está como está! −Y, una vez más, le propinó un golpe en la cara a su interlocutora, ésta vez arrancándole un hilillo de sangre.
−¡Por favor, detente! −pidió Sandra, sintiendo la sangre manar de entre sus labios−. ¡Eso pasó hace mucho tiempo!
−¡Así es! −afirmó el tipo, sonriendo−. ¡Así es! Pero yo no olvido. Ya deberías saberlo.
Cómo no iba a saberlo.
−Y como soy una de esas personas que no olvida −prosiguió el hombre−, me encargué de preparar algo que quizá te traiga gratos recuerdos de tu juventud.
La mirada de Sandra se posó en los recipientes metálicos que tenía a escasos metros suyo y se percató que sobre ellos se concentraban grandes cantidades de moscas; a contraluz, parecían pequeñas nubes negras que no paraban de moverse.
−Por lo que más quieras, por favor, no me hagas nada −volvió a pedir Sandra, esta vez más calmada, tratando de que sus palabras fluyeran compasadamente, haciendo más compresible el mensaje que deseaba expresar−. Te lo juro, Benjamín, no fue nuestra intención hacer tanto daño. Éramos jóvenes, adolescentes, casi…
−¡CÁLLATE! −gritó el tipo, tomando a Sandra por el pelo, arrastrándola con violencia hasta el primer recipiente de la mesa, hundiendo su cabeza en ella−. ¡¿TE GUSTA ESTO, HIJA DE PERRA?! ¡¿TE GUSTA?!
Sandra no podía gritar ni respirar: la sustancia en la que se encontraba estancada lo llenaba todo, con su consistencia grumosa y pestilente; la mujer no pudo no sentir cierto regocijo al notar que, por tener la boca abierta en ese preciso momento, un gran trozo de aquello en lo que se encontraba sumergida entró por ese conducto sin mayores problemas.
La mujer no supo cuánto tiempo transcurrió realmente: sólo deseaba que todo acabara de una vez por todas, fuese cual fuese la resolución de las cosas. Entonces el hombre la levantó, jalando de su cabello con una energía bestial. Sandra, sin embargo, no conseguía ver nada: la cosa que llenaba todo el recipiente estaba impregnada en cada una de las facciones de su rostro. El olor era horrible, como en uno de esos baños que utiliza la gente del campo, repleto de moscas e infecciones.
−¡Güau, qué linda te ves llena de mierda! −dijo el hombre, sin que Sandra pudiera saber con exactitud dónde se encontraba.
“¿Llena de mierda?”, pensó la mujer, alterada, recordando que gran parte de eso había entrado por su boca. “¡¿Mierda?!”.
Entonces la mujer vomitó sin mayores preámbulos, manchando su regazo y sus piernas con esa tibia sustancia, mezcla de todo.
−¡Vaya, vaya, creo que a alguien le ha entrado el asco! −rió el tipo, arrancando sonoros ecos del lugar−. Yo también sentí asco y nauseas cuando me lanzaron toda esa harina, huevos y mostaza encima. Si supieras cuánto asco me da la mostaza… −agregó en tono lúgubre, como si hiciera un esfuerzo sobrenatural para contener toda su rabia.
Sandra seguía teniendo accesos de arcadas, sin dejar de pensar en que su cabeza acababa de ser introducida en un recipiente lleno de excrementos.
−¡Pero ahora soy un hombre nuevo, ¿sabes?! −continuó el tipo; Sandra sólo lo sentía moverse; todavía no conseguía verlo: tenía los ojos llenos de mierda−. ¡Ahora soy un hombre lleno de felicidad, cambiado, íntegro! ¿Te diste cuenta que ahora soy distinto?
La mujer no replicó.
−Ah, claro, no ves nada con todo eso encima… −Se oyó el ruido de un papel romperse y, al par de segundos después, Sandra sintió que algo duro y rasposo era deslizado por sobre sus ojos, dañando y limpiando a la vez−. ¿Ves mejor ahora?
Sandra intentó abrir los ojos con cierto temor, pero sentía que todavía habían unos cuantos trozos de fecas alrededor de ellos.
−Creo que eso es todo lo que puedo hacer por ti −resopló el hombre−. Lo siento, no puedo ayudarte más.
La silla volvió a moverse, avanzando al lado de la mesa.
−¡NO, DETENTE, POR FAVOR! ¡NO SIGAS!
−Sólo me detendré cuando todo esto acabe, cielo, lo siento. Los jóvenes indígenas jamás pedían que acabaran con sus ritos, menos lo hacían por clemencia. Deberías saberlo, como la profesora experimentada que dices ser en tu Currículum.
>>Ahora lo que sigue, querida Sandra Bugueño, es el “Adivina Qué Estás Comiendo”. ¿Sabes de qué se trata?
La mujer sentía cómo los trozos de excrementos restantes de su rostro se deslizaban cuesta abajo, agolpándose en el mentón para luego caer libremente sobre su regazo lleno de vómitos.
−Por favor, basta… −susurró, lastimera.
−Vamos, no seas así. ¿Cómo puedes arruinarme algo que he preparado desde hace mucho tiempo? Sé considerada. ¿Sabes de qué se trata?
−No lo sé, Benjamín…
−Rayos, entonces tendré que explicártelo todo, demonios −El hombre se paseó frente a su cautiva, deteniéndose frente a otros tres recipientes agrupados; de ellos salían aún más moscas que del primero, cosa que, por fortuna, Sandra no vio en un principio−. El “Adivina Qué Estás Comiendo” trata sobre degustar cada una de las cosas dentro de estos tres bowls y saber qué es. Sencillo, ¿no? Hasta una de tus pequeñas alumnas podría entenderlo.
−…
−¡Es sencillo, ¿no?! −volvió a preguntar el hombre, esta vez con más fuerza.
−¡Sí, sí, ya entiendo, ya entiendo!
−Bien, bien, así me gusta −El tipo hizo una diminuta pausa−. ¿Puedes ver mejor ahora?
−…
−Te pregunté si veías mejor ahora…
−¡Sí, sí, veo mucho mejor! −gritó la mujer, perdiendo los estribos.
−¡NO ME GRITES, SUCIA ZORRA! −bramó el hombre en respuesta, volviendo a hundir el talón de su pie en la rodilla herida de Sandra−. ¡Además estás mintiendo! ¡Lo sé porque tienes los ojos cerrados y no ves absolutamente nada! ¡Odio que me mientan!
Sandra, con la cabeza girando por culpa del dolor indescriptible que sentía, esperó, inconscientemente, otro golpe por parte de su captor, pero en vez de eso, sintió que volvían a pasar un papel por sobre sus ojos, ésta vez con más detenimiento y esmero, logrando así sacar los últimos trozos de mierda que los cubrían.
Por una razón que la mujer no llegó a saber, estuvo a punto de darle las gracias a Benjamín por lo que acababa de hacer; mas cuando abría la boca para pronunciar las palabras mágicas, sintió que el mismo papel que acababa de limpiarla irrumpía violentamente por ella, atragantándola.
−¡Come mierda, puta zorra!
Fue un nuevo acceso de vómito lo que salvó a Sandra de seguir sufriendo aquel calvario: el hombre notó que algo intentaba salir por el tapón que había generado con el papel, por lo que alcanzó a retirarlo justo a tiempo para ver que un nuevo río de alimentos procesados y bilis manaba desde su interior, manchándolo todo otra vez.
−Eres una perra sucia…
Sintiendo su garganta arder, Sandra le pidió mentalmente a Dios que por favor la matara en ese instante, como fuera: quería dejar de sufrir más que cualquier otra cosa en el mundo. Quería dejar de sufrir en ese mismo instante por lo que más fuera.
−Por favor, detente… −lagrimeó, con el regusto del vómito y la mierda mezclada en su boca−. Por favor…
−Sí, ya me detendré −dijo el tipo−, pero antes tienes que jugar conmigo al “Adivina Qué Estás Comiendo” −Y acercándose más a su rostro, añadió−: Juro que me detendré apenas terminemos de jugar. ¿Quieres hacerlo?
La mujer no creyó absolutamente nada de lo que el tipo decía, pero prefirió hacerlo frente a cualquier otra cosa.
Asintió con la cabeza, sin dejar de llorar.
−¿Interpreto eso como un sí?
Sandra gimoteó a modo de respuesta.
−No logro entenderte, en serio. Debes responderme sí o no, eso es todo. No creo que seas tan estúpida como para no entenderlo. Si pudiste egresar de la universidad, eso tendría que significar que…
−¡Sí, sí, sí entendí, mierda!
−No me grites así, cariño, no quiero enojarme contigo…
>>Pues bien, te haré probar de los tres recipientes de ahí y me dirás qué es, ¿entendido?
−Sí…
−¡Muy bien! −El hombre llevó a Sandra hasta los tres recipientes agrupados y se acercó a uno, mezclando su contenido con una cuchara sopera; a juzgar por cómo la movía, de izquierda a derecha, a una velocidad un poco reducida, la mujer concluyó que su consistencia era más o menos pastosa
(que no sea mierda, que no sea mierda, que no sea mierda).
−¡Muy bien! −repitió el individuo, sacando la cuchara del recipiente, cargada de lo que parecía ser paté; crispadas moscas zumbaban a su alrededor−. Debes adivinar qué es esto. Y por favor, no lo vayas a botar, ¿eh?
Sandra sintió que se iba a poner a vomitar en ese mismo instante, sabedora de lo que se aproximaba de manera inminente. Vio cómo el tipo blandía la cuchara cerca de ella, con esa cosa que parecía paté, pero que sabía no era paté.
−Si no comes, no hay juego, ¿sabes? Y si no hay juego, me pondré bastante furioso. Deberías saberlo.
La mujer rompió a llorar nuevamente, tragó saliva y abrió la boca, preparada para lo que fuera.
Lo primero que sintió fue un sabor amargo y descompuesto, como si comiera una carne en mal estado y mal preparada, pero con una consistencia más suave y pastosa. Lo vomitó todo, de nuevo.
−¡Hey, no te preparé esto para que lo desperdicies, estúpida! −exclamó el tipo, golpeándole la sien con la cuchara antes de volver a cargarla con más de eso que parecía ser paté−. ¡Si lo vuelves a botar, juro que te haré daño de verdad!
Sandra asintió y volvió a abrir su boca, con los hilillos de saliva y bilis cayendo por ella.
Entonces volvió a sentir lo mismo…, salvo que esta vez lo tragó todo, imaginando que podía ser pescado ahumado con mantequilla, o de ese paté exportado que vendían en los supermercados que tanto le gustaba. Su estómago gruñó terriblemente.
−¿Ves que no era nada del otro mundo? −dijo el tipo, sonriendo con suficiencia tras sus gafas−. ¡Pero tranquilízate −añadió al ver que Sandra abría su boca para indagar la procedencia de lo que acababa de comer−, aún debes saborear las otras dos exquisiteces que te he preparado!
El hombre se volvió hacia los recipientes y tomó un segundo, repitiendo la misma operación anterior con otra cuchara. Al cabo de un rato, le ofrecía de nuevo una cosa parecida a paté, pero más negra, como si llevara más tiempo que el primero.
−Anda, come.
La mujer no rechistó y volvió a tragar, sin dejar de llorar en ningún momento. Sintió una arcada y una convulsión, no obstante aguantó lo suficiente como para que no se devolviera nada de lo ingerido.
−Eres una chica muy, muy, muy buena −la felicitó el tipo−. Espero no me falles con este último bocado.
Y dicho esto, el hombre le extendió el contenido del recipiente restante, el más apestoso y lleno de moscas.
“Dios, Dios, Dios, Dios, Dios, Dios, Dios, Dios…”, rezó en su interior, y tragó, tratando de no saborear nada, mas no le fue posible: tuvo que levantar su cabeza lo más que pudo para evitar vomitarse encima de nuevo; debía aceptar que temía enormemente que su captor le siguiera haciendo más daño físico, uno que no pudiera aguantar…, mayor del que estaba viviendo en ese momento.
−¡Bravo, bravo! −exclamó el tipo, aplaudiendo−. ¡Has pasado la primera prueba! Ahora debes responder lo siguiente: ¿cuál de los contenidos de estos tres recipientes crees que fue en vida Claudia Martínez, tu ex compañera de carrera?
Sandra se quedó de una pieza. Creyó no haber escuchado bien.
−Dime: ¿cuál de los contenidos de estos tres recipientes crees que fue en vida Claudia Martínez, tu ex compañera de carrera?
Claudia Martínez, su rubia amiga de tez blanca con que había compartido gran parte de su vida universitaria, era ahora uno de esos malolientes y descompuestos patés que acababa de comer; Claudia Martínez, la que decía que dar besos era como zambullirse en un piscina de agua helada; Claudia Martínez, la que solía dormir en su casa, en su cama, junto a ella. Claudia Martínez, Claudia Martínez, ahora echa paté por un enfermo de mierda…
−Responde, cariño…
−No te creo −dijo Sandra de repente, armándose de valor−. No te creo. Es imposible…
−Sabía que algo así podía suceder, querida –le cortó el tipo, subiendo el volumen de su voz−. Fue por eso que me tomé el tiempo de hacer esto.
El hombre se alejó un poco, caminando en dirección a un pequeño velo negro colgante ubicado a unos cuantos metros más allá, en un sector apenas iluminado del galpón.
−¡Tal vez ahora me creas! –dijo al mismo tiempo que arrancaba el velo que tenía al frente, dejando al descubierto un estante metálico en el cual reposaban tres cabezas de mujeres. Una de ellas, presentando el aspecto de haber sido brutalmente destrozada a golpes, era enormemente idéntica a la chica con la que había compartido la mejor época de su vida, salvo que ahora parecía más vieja y, cómo no, muerta.
−No… puede ser… −balbuceó Sandra, sin poder creerlo; pensó que quizá podía tratarse de una broma, de una de esas cabezas hechas de látex que los niños usaban para La Noche de Brujas. Pero sabía que no era así.
−¿Te gustó mi sorpresa? −preguntó el hombre, con aire divertido−. Pensaba juntarlas en vida, para que se vieran una última vez, pero la muy tonta dio muchos problemas, por lo que tuve que deshacerme de ella casi de inmediato −El tipo se acercó más a la cabeza de Claudia Martínez y comenzó a acariciarla. Entonces agregó con tono melancólico−: Cuando era joven, era sumamente bonita: rubia, elegante, con su piel lechosa, sus ojos de zafiro y sus dientes tan bien cuidados y parejos. Era todo un encanto… Una lástima que haya envejecido tanto en tan poco tiempo, ¿no? Debería haber sabido que tanto descontrol en su vida, el haber follado con tantos hombres desconocidos, la iba a llevar a este estado, llena de arrugas y problemas de salud a tan corta edad. Pero bueno, ¡he acabado con sus problemas, ¿no?! −El tipo empezó a reír fuertemente, resonando en todo el lugar como una alarma anti-incendios.
Acto seguido, tomó la cabeza de Claudia por su desvaído cabello rubio y la lanzó hacia Sandra, quien inmóvil, sin poder hacer absolutamente nada amarrada a su silla, vio cómo ésta caía estrepitosamente frente a sus pies, salpicando el piso con un poco de sangre, piel y trozos muertos de pelo.
−Dios mío… −farfulló la mujer, notando que la cabeza no tenía absolutamente nada de falsa: apestaba, tenía un corte irregular en su cuello, la piel estaba llena de magullones y quemaduras profundas y podridas, le faltaba un ojo y tenía una carita feliz abierta (al parecer hecha por un filoso cuchillo) en el entrecejo. Estaba totalmente irreconocible…, salvo por el lunar ubicado sobre la comisura izquierda de su labio; el mismo lunar que utilizaba para coquetear con chicos en la universidad, el mismo que le había valido revolcones casuales después de cada fiesta a la que iba−. No puede ser…
−Deberías saber que de verdad me sentí mal aquella vez −dijo el tipo, desde el estante−. Me sentí humillado, muerto de miedo, sin saber qué hacer. Lo único que quería era estudiar Música, profundizar mis conocimientos sobre ella y tratar de enseñarla a los más pequeños…; y bueno, cómo no, también planeaba hacer amigos y encontrar una novia. Pero ahí estaban ustedes, desquitándose con los que no sabíamos defendernos, con los que no sabíamos plantar cara a las adversidades… ¡Si supieran todo lo que me molestaban en el colegio por ese inmundo par de tetas que tenía…! ¡Y ustedes, haciéndome pasar por ese mal momento de mierda, sacándome la polera frente a todos mis compañeros…! ¡¿Puedes tener conciencia de todo lo que las odié?! ¡¿TIENES PUTA CONCIENCIA DE TODO LO QUE LAS ODIÉ?!
Sandra no podía creer que estuviera pasando por todo esto. Cuando con sus amigas le habían sacado la polera a Pechugas Salazar frente a todos sus compañeros de carrera, sin dejar de reírse en ningún momento, para luego echarle encima harina, huevos y mostaza, jamás pensó que aquello iba a llegar tan lejos.
−¡SÍ, SÍ, LO SIENTO, MALDICIÓN, LO SIENTO POR LO QUE MÁS QUIERAS! −chilló Sandra, tan fuerte que llegó a dañar su garganta−. ¡LO SIENTO, LO SIENTO, LO SIENTO…!
−Debes saber que ya es muy tarde, querida –anunció el hombre–. Ya no hay vuelta atrás.
“¡Por favor, no!”, pensó en gritar Sandra, mas no salió nada de su boca salvo un espantoso e inteligible graznido.
−He venido acá para hacerte pagar por tus pecados, por todo lo que me hiciste, mientras reías y reías con tus malditas amigas.
El hombre rodeó el estante como si se deslizara por el suelo. Extendió su mano por entre las sombras, sacando de atrás de las cabezas una cosa que Sandra no pudo ver bien en un principio. Sin embargo, cuando el tipo comenzó a acercarse a ella blandiéndolo, se pudo dar cuenta que se trataba de un revolver, de esos que ocupan los Carabineros en servicio.
−¡POR FAVOR, NO, MALDITO HIJO DE PUTA! −gritó la mujer, removiéndose frenéticamente en su silla, logrando mover apenas las ruedas de su silla−. ¡NO LO HAGAS, POR FAVOR, NO!
−¡CÁLLATE! −exclamó el hombre, cada vez más cerca; cuando estuvo a unos cuantos metros suyo, le apuntó a una de sus piernas y disparó, provocando un ensordecedor eco por todo el galpón y un infernal dolor en el miembro herido de la mujer, quien no paró de chillar en ningún momento−. ¡El mechoneo siempre debió ser un rito, como el de los indígenas, no un circo, como el de los romanos, donde muchos sufrían para arrancar risas a unos pocos. 
El tipo volvió a apuntarle y disparó, dándole de lleno en la otra pierna a Sandra; la mujer sintió como si un rayo le hubiera partido en dos la extremidad en cuestión, llevándola al borde del desmayo.
−El ser humano siempre tiene la decadente tendencia de transformar en costumbres las acciones más ruines de todas las que puede llevar a cabo −dijo el hombre, con un brillo extraño en los ojos−. ¿Qué le hace falta a éste, entonces, para que deje de seguir con su sendero de mierda a lo largo de la historia? Dime: ¿qué hace falta?
La mujer no paraba de sangrar y sentir un dolor salvaje e iracundo fluir por sus entrañas. “Me estoy muriendo”, pensó, con verdadero pánico.
−¡NO LO SÉ, NO LO SÉ!
−He visto en las noticias −prosiguió el tipo, haciendo caso omiso de sus palabras− que hay estudiantes universitarios que por divertirse un poco en el mechoneo, han llegado hasta dejar en coma a otro de sus compañeros a golpes, le han arrojado ácido encima de la cabeza a quienes no se dejaron manipular (y humillar) tan fácilmente, e incluso le han hecho perder bebés a chicas embarazadas por el sólo capricho de verlas sometidas a sus tonterías… ¿Puedes decirme entonces que todo aquello no es una maldita estupidez que se debe cortar de raíz, eh? ¿Puedes decirme que aquello no deja de demostrar toda la imbecilidad humana que éste puede llegar a lograr? ¿En qué se está transformando esta sociedad: en un sueño utópico que se está llevando a cabo gracias a todas nuestras evoluciones, o en un simple mierdal que se basa en toda nuestra muestra de devolución?
La mujer no podía decir nada: sólo sentía que no pararía de sangrar nunca.
−Sólo quiero, maldita Sandra Bugueño −dijo el hombre, emocionado−, que hayas aprendido algo de todo esto. Sólo espero que seas lo suficientemente fuerte como para sobrevivir y pregonar todo lo que te he enseñado este día. Si no, ¿de qué serviría todo este sacrificio? −Y dicho esto, llevó su pistola hasta su boca y disparó; Sandra pudo ver, sorprendida y horrorizada, cómo la parte trasera de Benjamín Salazar estallaba grotescamente, lanzando trozos de piel y sesos por todos lados. El cuerpo inerte del hombre cayó escandalosamente contra el suelo, provocando un extraño ruido de salpicadura. La mujer pudo ver que una de las piernas del tipo seguía moviéndose, sacudida por algún nervio que se negaba a morir del todo.
“Dios mío”, se dijo a sí misma Sandra, desangrándose, pensando en que el rito no había acabado del todo; aún le quedaba la última parte, la más difícil: sobrevivir, salir al mundo, y pregonar todo lo que había aprendido de su captor.
Debía evitar que la humanidad siguiera devolucionando…, aunque fuera lo último que hiciera.