Y ahí venía el
hombre, cargando la cruz con su cara triste y llena de escupitajos. El bullicio
era ensordecedor, el aire estaba plagado de palabrotas y, a pesar de haber
dispuesto de vallas papales y un cuerpo de seguridad mejor preparado que las
ocasiones anteriores (a diferencia de las primeras veces), la gente podía
arrojar cosas con la misma facilidad que como si no las hubiera; parecían estar
empeñados en hacerlo hasta gastar el último de sus alientos.
El camino quebró a la derecha y luego hacia la
izquierda, atravesando las calles más importantes y concurridas de la ciudad.
–¡Hijo de puta! –le gritaba repetidas veces una
mujer furiosa, apuntándolo con el dedo acusador.
–¡Ladrón re culiao'! –aulló una anciana cuando lo
tuvo al frente, arrojándole una piedra que fue a dar a sus pies, reventándole
la uña de uno de sus dedos meñiques; los guardias tuvieron que tomarlo justo a
tiempo para evitar que la cruz lo aplastara y así pudiera seguir con su camino,
aprovechando el momento para meterle, sin que muchos se dieran cuenta de ello,
el mango de sus porras por su ano medio cubierto por un ligero taparrabos.
–Toma, conchetumare –le susurró uno de ellos al
oído, mientras el hombre se encogía de dolor, y las voces de las personas
parecían un iracundo zumbido de avispas, y nada parecía querer detenerse, y
todo seguía dando vueltas.
Pero así lo tuvieron caminando por el sendero
previamente estipulado, forzándolo a seguir más allá de lo que sus músculos y
energías le permitían. Cayó tres veces más antes de poder llegar hasta la recta
última y contemplar el lugar donde se levantaría la cruz que llevaba tras su
espalda, lo que le provocó un alivio que le supo como la miel más dulce de
todas. “Al fin”, se dijo, y siguió adelante, acercándose al estrado donde lo
esperaban las máximas autoridades de la nación, todos bien vestidos, todos bien
bañados.
Para cuando subió las escaleras, el hombre sintió
un regocijo enorme al notificar cuán grande era la multitud que lo insultaba y
trataba de hacerle daño de todas las formas posibles, arrojándole lo que
tuvieran a mano. Pensó en lo pobres y estúpidos que se veían, actuando peor que
animales, sin que se dieran cuenta que ellos mismos serían, dentro de poco, los
próximos candidatos a vivir las mismas miserias que su persona.
Las autoridades se levantaron, hicieron los saludos
formales, le cantaron el Himno Nacional a la bandera y dieron un discurso que
aburrió a todo el mundo; la gente se impacientaba lentamente: querían ver
sangre, muerte.
Tuvieron que transcurrir más de treinta minutos
para que la ceremonia diera paso, por fin, a su acto más importante; un juez,
entonces, leyó la sentencia tomada y golpeó su tribuna con su martillo de
madera, exhortando que el hombre de la cruz se acercara con ella a
cuestas.
–Levántate, Gustavo Contador –dijo al instante
después, con su voz grave y ronca, mientras volvía a utilizar su mazo. Esta vez
se incorporó una de las autoridades presentes, desabrochándose la corbata al
mismo momento que dos verdugos lo tomaban por los brazos con violencia y le
comenzaban a sacar toda la ropa; la gente aulló y celebró, tratando de sacar
afuera toda la rabia que tenían dentro, en el fondo de sus corazones. Acto
seguido, los verdugos lo llevaron hasta la cruz y, acostándolo sobre ella, empezaron
a clavarle sus manos y pies en la dura madera; el tipo no paraba de chillar de
dolor; la gente no dejaba de reír e insultar; todo daba vueltas y vueltas; no
paraba; no paraba.
–Por favor, siéntate ya –le dijeron los guardias al
hombre que llevaba la cruz, señalándole una silla apartada de todas las demás.
Al lado de ésta, había una pequeña mesa con un vaso de agua encima.
El hombre, sin pensarlo dos veces, respondió en
silencio y se dirigió allá, acomodándose lo que más pudo en su asiento,
bebiendo el vaso de agua que le correspondía por derecho propio, observando
cómo, después de todo, se hacía al fin justicia con los pequeños bribonzuelos
poderosos que querían seguir pasándose de listos.