Desperté sobresaltado, con el
pijama pegado a mi cuerpo. Tuve que esperar unos cuantos segundos para darme
cuenta que todo había sido una pesadilla y que por fin había acabado. Tanteé mi
mesita de noche y di con mi vaso con agua, el que fui apurando a medida que se
fueron aclarando las imágenes en mi cabeza.
Estaba rodeado de troncos,
vivaces árboles de clases que no conocía. Tropecé con raíces, volví a
levantarme para caer otra vez, rasmillado, herido. Me seguían a través de
riachuelos, estanques de plata líquida, telarañas de viejos robles y nidos de
altos álamos. No pude dar con su cara, pero
cuando me tenía a su merced, desperté protegido por mi propia cordura.
Traté de borrar todos los
vestigios del sueño, olvidando el suave y cálido aroma que desprendían los
árboles, el fresco y revitalizante aire que expulsaban las flores que trituraba
bajo mi peso y el tacto del agua que no dejaban de destrozar mis pies…
Demoré…, pero lo hice.
Me levanté de la cama sin que me
importase el no dormir lo suficiente para el trabajo al día siguiente, y me
acerqué lentamente a la ventana para abrirla y así encontrarme con el aire de
siempre, el que entraba y rompía con todo lo bueno, envolviendo la noche como
una fría capa llena de gritos salvajes y dolor, encontrarme con ese mal que no
deja de adoptar formas de sombras en las calles más desoladas, a veces humanas,
a veces de bestia, a veces de desolación, a veces de Dios…
Y ahí estaba yo, mirándolo todo
desde mi departamento, tranquilo, agradecido de haber vuelto a mi mundo.