Una
vez Gaspar se hubo cambiado de ciudad, jamás creyó que volvería a transitar por
las mismas calles que le habían visto crecer hacía más de cuarenta años. Una
gran parte de él no quería hacerlo, pero su madre había enfermado en su casa y
no había quién se ocupara de ella. Sus hermanos alegaron estar ocupados, cuando
en realidad sólo se hallaban indispuestos. Gaspar tuvo que recurrir a las
vacaciones que llevaba postergando desde hacía un par de años en la empresa y
se preparó para un largo viaje de retorno a su ciudad natal. Separado y con su
único hijo lejos, estudiando a kilómetros de distancia bajo el alero de su
madre, él parecía el más indicado en perder unos cuantos días de su vida para
llevar la tarea a cabo.
Era viernes por la mañana, con el
sol asomándose por momentos tras unas nubes de lluvia que no auguraban nada
bueno. Gaspar tomó un desayuno a base de tostadas con mantequilla y mermelada y
un par de tazas de café que lo dejaron apto para el montón de horas que le
esperaban tras el volante; o al menos para las primeras, pensó. Como su hijo
Omar se había llevado a su perro, la única mascota que había visto la casa en
la que vivía desde que la habían comprado, ya no había nada ni nadie por quien
velar durante su ausencia. Las plantas de interior se habían secado hacía
tiempo, y las flores del antejardín parecían tratarse solas gracias a la enorme
cantidad de lluvias que habían azotado la región durante el último año. “Eso es
lo bueno de envejecer”, pensó Gaspar, asegurándose de dejar bien cerradas todas
las puertas y ventanas. “Cada vez tienes menos cosas de las que preocuparte”.
Ya dispuesto a partir, y con el reloj marcando las
ocho con unos cuantos minutos, Gaspar echó un último vistazo a su casa pensando
en todo lo cambiada que estaba desde su primer encuentro con ella, cuando se la
habían presentado los hombres de la empresa inmobiliaria. “No tenía
antejardín”, pensó el hombre, con una imagen clara en su cabeza. “El pasto
estaba recién creciendo. Y las paredes eran rojas, no aguamarina como quiso la
Silvia”. El aguamarina había sido obra de su ex esposa en otra de sus locas ideas.
“Le gustaba ese color porque así ninguno de nosotros podría llegar a perderse y
equivocarse de casa”. El sólo hecho de evocar ese recuerdo, hizo que Gaspar
esbozara una sonrisa que le supo amarga aún con toda la sensación de dulzura
que permanecía en su boca desde el café del desayuno.
Gaspar no se lo esperaba, pero el salir de la ciudad
fue un caos: a pesar de que la hora punta debía estar llegando a su fin, las
calles continuaban atestadas de vehículos y buses repletos de personas que
pugnaban por llegar a tiempo a sus trabajos, escolares que cruzaban delante de
los autos más muertos de sueño que vivos, y universitarios que reunían sus
últimas energías para finalizar la semana lo más gloriosa posible, apoyados en
los letreros rotos de la mayoría de los paraderos que iba dejando atrás. De
haberlo sabido, se dijo Gaspar, no se habría levantado tan temprano para partir
de casa; más útil le habría sido dormir unas cuantas horas adicionales y hacer
las cosas con más calma.
“Pero bueno, ya no puedo echar pie atrás”; de sólo
imaginar devolverse, Gaspar sintió una rabia punzante, incipiente. No pudo
evitar pensar que uno de sus hermanos también merecía estar pasando por lo mismo,
avanzando lentos metros en un infierno de ruido e insultos rumbo a otro
infierno de lamentos y malos momentos.
Para cuando el hombre llegó por fin a la carretera, ya
había transcurrido una hora y media desde que había partido de casa, y la
mayoría de las uñas de sus manos se hallaban mordisqueadas. Tenía el
pulso acelerado, y lo único que deseaba era poder bajarse de su auto y darle un
buen puñetazo al tipo que venía conduciendo detrás de él, haciendo sonar una y
otra vez su bocina de mierda como si con ella fuera a activar un poder mágico
que barriera todos los vehículos que tenía al frente. Pero una vez los carriles
quedaron despejados, Gaspar lo perdió de vista casi de inmediato, y su corazón
volvió un poco a la normalidad. Aún quedaba un largo viaje por delante.
El cielo se fue limpiando a medida que se
alejaba de la ciudad; daba la impresión que una nube gigantesca se estaba
cerniendo sobre ella, dispuesta a arrojarle un montón de agua encima. Al menos
era un buen comienzo, pensó el hombre. Gaspar odiaba cuando llovía.
La radio dejó de funcionar cuando llevaba cerca de una
hora en la carretera. Al principio se escuchaba entrecortado, como si alguien
estuviera subiendo y bajándole el volumen con el dial, pero llegó un momento en
que no salió de ella más que estática. Gaspar rebuscó en su guantera algún
disco, cualquier porquería, mas cuando encontró uno con el rótulo de GRANDES
ÉXITOS, estaba tan rayado que ni siquiera alcanzó a reproducir su primera pista.
Muy mala cosa: Gaspar tuvo que ir el resto del viaje en un silencio que le hizo
sentir aún más solo y alejado de sus seres queridos. Gaspar pensó que si al
menos uno de sus hermanos se hubiera ofrecido a ir con él por al menos unos
cuantos días, todo hubiera sido muy distinto. Pero ahí estaba él, solo contra
la carretera, siempre estoica.
Su mamá siempre había sido la clase de madre que
cualquier hijo podría clasificar como “mala” o simplemente “hija de perra”.
Dolía escucharlo y más aún decirlo, pero así eran las cosas. Gaspar tenía dos
hermanos, y él era el menor de los tres, cosa que podía agradecer cuando veía a
su madre darles patadas, insultándolos y quemándolos con sus cigarros para
imponer el ejemplo. “Esto es para que sepas lo que le pasa a los imbéciles que
tratan de verme la cara”, había dicho su mamá mirándolo a los ojos; Gaspar lo
recordaba bien porque esa vez Ernesto, su hermano del medio, se fue a negro
después de que su mamá le diera con el talón de su bota en la cabeza. Esa vez
Gaspar y Andrés, el mayor de los tres, vieron por primera vez el terror
reflejado en los ojos perdidos de su madre. La segunda vez fue más de treinta
años más tarde, cuando su insufrible pérdida de memoria a corto plazo se
transformó en un océano infinito y al parecer poco placentero de vacío mental. Su
madre estaba ahora postrada en cama y ya nadie la quería consigo; sus hermanas
se habían aburrido de ella, de ser insultadas y pellizcadas cada vez que
estaban a su alcance. “Es irónico”, dijo una vez una de ellas, “que aún en el
estado en blanco en el que está, no deja de dañar y buscar el dolor en otras
personas”. Su madre se encontraba indefensa, sola y enferma, y así estaban las
cosas.
Gaspar sentía una leve corriente de pena que no
tardaba en convertirse en caudal cada vez que recordaba la última vez que la
había visto, con sus ojos llenos de una especie de rabia atemorizada, como la
de un niño que arde en deseos de venganza pero que teme enormemente a su
enemigo. Estaba en su cama pálida, arrugada, frágil, moribunda, y Gaspar no podía
creer que esa fuera la mujer que otrora había dejado llorando a sus hermanos
por el solo capricho de darle una lección a él, la que les daba con la correa
en la espalda como a esclavos mal portados, la misma que apagaba las colillas
de sus cigarros en sus piernas. Antes era enérgica, tan llena de odio, que
ahora daba lástima verla así, totalmente anulada. Ernesto una vez balbuceó,
borracho de vino tras una de sus últimas navidades familiares juntos (hacía ya
millones de años), que eso era lo que se merecía la muy hija de puta. Uno de
sus sobrinos se rió, secundado por el hermano de su esposa y otro sobrino más
pequeño, pero Gaspar no lo encontró tan gracioso; hasta Andrés y su esposa
habían esbozado una sonrisa, como si estuvieran a punto de no poder aguantar
más las ganas de demostrar lo feliz que les hacía el mal de otra persona.
“Pero yo no era el golpeado”, dijo Gaspar,
tamborileando el manubrio con sus dedos largos como patas de araña. “A mí me
tocaba verlo y sentir el odio de mis hermanos”. Quizá aquello siempre fue la
idea principal de su madre. A Gaspar no le costó imaginarla maquinando qué
hacer cuando naciera el tercero de sus hijos, con la barriga grande y redonda, recientemente
abandonada por su padre que nunca se dignó a volver por ellos. A todas luces era
una idea retorcida hacer que dos hijos odiaran a un tercero, pero también era
una idea retorcida el apagar cigarros en la piel de la sangre de tu sangre y
dejarla llena de ampollas. Gaspar se sentía enormemente mal por haber sido el
espectador y no el abusado; si hubiera sido distinto, tal vez podría ser como
ellos, hablar con ellos, contarles que su esposa lo había dejado y que se había
llevado a su hijo y al único perro que había cuidado en su vida. Pero ellos se
sentían mal al tenerlo cerca. Lo notaba en sus rostros, en sus expresiones y en
la forma en la que se dirigían a él. Cualquier persona podría haber dicho que
eran hermanastros, no obstante sus rasgos hacía que sus lazos sanguíneos fueran
totalmente incuestionables.
Quizá así fuera la forma en que su madre había
decidido su destino: siempre observando de su lado como otros recibían un
castigo por lo que él mismo había hecho; cuando pequeño fue con sus hermanos y
cómo los hacían mierda; de grande, con su matrimonio y cómo su esposa e hijo se
fueron alejando lenta pero definitivamente de su lado. En ninguna de ambas
ocasiones hizo algo al respecto, y eso era parte del castigo de su madre. Nunca
podía hacer otra cosa más que ser el espectador de la situación que vivía. Jamás intentaba hacer otra cosa más que
mirar.
El sol se hallaba en su cénit cuando Gaspar sintió que
el hambre le apuñalaba por dentro el estómago. Se dijo que pararía en la
siguiente estación de servicio que apareciera en el camino, pero en vista de
avanzar por más de media hora con el hambre a cuestas y no encontrar ninguno,
se detuvo en el primer restorán que tuvo a su alcance.
Aunque llamarle restorán era mucho: con unas mesas
manchadas y pegajosas, las paredes sucias y las ventanas grasientas, aquello
tenía más pinta de fuente de soda de barrio bajo que un lugar apto para que
cualquier familia comiera en él. Gaspar pensó en marcharse, pero el hambre era
superior a todas las demás cosas; además, existía la posibilidad que no hubiera
otro restorán hasta dentro de muchos kilómetros más; si es que tenía suerte.
Sin embargo, el caldo de gallina y el arroz con carne
al jugo lo dejaron sorprendido de lo delicioso que estaban. Le dio las gracias
a la mujer mayor que atendía y dirigía la caja luego de pagarle, y fue al baño
a echar por el desagüe lo que no había liberado desde hacía horas. En menos de
veinte minutos, se hallaba de nuevo sobre su auto y la carretera.
El día fue volviéndose cada vez más caluroso y
bochornoso a medida que transcurría el tiempo; entre más avanzaba hacia el
norte, más subían los grados dentro del vehículo. Gaspar se dio cuenta muy
tarde que podría haber aprovechado la parada para haberse hecho con una bebida,
helada y fresca, y haberse quitado esa sed que ahora le atacaba
irrevocablemente por dentro. Sólo pudo esperar a que en esta ocasión sí
apareciera una estación de servicio por la carretera, no como cuando todavía
moría de hambre y no hubo ni señas de uno.
No obstante, cuando Gaspar se estacionó afuera de éste
(luego de haber manejado otros cuarenta minutos), sus deseos de un refresco helado
se habían trocado por las ganas de un café tibio y cargado capaz de quitarle el
sopor producido por un almuerzo tan contundente como el que había devorado un
rato atrás. Se halló un par de veces pestañeando peligrosamente sobre el
volante, estando a punto de salirse del carril por el que manejaba. “Si hubiera
dormido hasta más tarde…”, pensó Gaspar, remordiéndose mientras esperaba el
turno para su café. Pero cómo iba a saber que los atochamientos iban a durar
tanto ese día viernes; podía imaginarlo, claro, pero no era ningún adivino.
El café le supo como un golpe de energía
revitalizante, y al cabo de terminar el primero pidió un segundo junto con una
botella agua sin gasificar para lo que restaba del viaje. El segundo café lo
terminó mientras caminaba por las inmediaciones de la estación de servicio,
estirando las piernas y sintiendo el fuerte viento que soplaba golpear su
rostro; no había nada como esa sensación de tener el exterior del cuerpo frío,
y el interior de éste templado, tibio. Utilizó otra vez el baño para echar una meada
rápida y volvió a su auto mucho más repuesto y preparado para seguir avanzando.
La cafeína y el exceso de azúcar siempre le dejaban
una sensación en la boca a Gaspar que le hacía desear nunca se fuera ésta de
ahí, aun cuando con los minutos y las horas se tornara apestoso y molesto para
los demás. Naturalmente a su esposa le incomodaba, pero estaba solo en ese
vehículo y no había quien le lo regañara. Gaspar no pudo evitar sonreír y
menear su cabeza pensando en lo sucio que se había vuelto. La soledad, señoras
y señores, se dijo el hombre. No es otra cosa más que la soledad.
Lo que restó del viaje fue más o menos aburrido: el
clima volvió a ser como cuando había partido de su ciudad, la temperatura había
bajado drásticamente en el interior del auto, y alrededor de la carretera no
habían nada más que cerros, piedras, y más cerros y más piedras. Las montañas a
su izquierda habían ocultado el mar que llevaba por horas admirando cada vez
que podía y el mundo parecía haberse vuelto de un simple gris y marrón. La
radio continuaba sin poder captar la señal de alguna emisora cercana y Gaspar
tenía la muda desesperación de hablar con alguien, cualquier cosa.
−Vieja cretina –dijo el hombre por decir algo, lo
primero que se le vino a la mente−. Vieja conchetumadre –volvió a decir, y ésta
vez no pudo evitar reír de su propia ocurrencia tonta e infantil.
Quizá ahora pudiera dirigirse a su mamá de esa forma:
“oye, vieja cretina, por qué me miras así”; “oye, vieja maraca, deja de cagarte
en los pañales”; “vieja conchetumadre, esto que vives se llama karma”. Gaspar
se imaginó llamándola de muchas maneras a la cara y ella sin poder hacer nada,
incapacitada de darle con el tacón de su bota en la cabeza o apagarle un
cigarro en el abdomen. “Vamos a ver quién ríe ahora, vieja de mierda”, dijo
Gaspar, sin poder contener la risa.
Eran cerca de las ocho de la noche cuando el hombre
vio las luces de su ciudad frente a él. Tenía claro que durante el tiempo que
había permanecido fuera, su ciudad natal había aumentado geográfica y poblacionalmente
como cualquier otra lo hace cuando transcurren muchos años, pero lo que tenía
ante sus ojos era otra cosa muy distinta: Gaspar no recordaba que los cerros
que se abrían para dar paso a ésta estuvieran ahora poblados por esnobs y
excéntricos; ahora la avenida que bordeaba la playa estaba atiborrada de
edificios enormes e idénticos, mientras que la playa en sí, se encontraba mucho
más reducida de lo que recordaba. Ahora habían pasarelas ahí donde antiguamente
la gente podía cruzar tranquila de un extremo a otro de la carretera, los
supermercados se habían vuelto tan frecuentes como las plazas de barrio y los
vehículos parecían abarcarlo todo.
Gaspar sintió como si se hubiera abierto un gran vacío
en su interior, como si hubiera perdido toda una parte de su vida; una parte
aborrecible y llena de miedo y rabia, pero una parte de su vida e historia al
fin y al cabo. Toda su niñez, por muy mala que fuera, seguía siendo un reducto
de su existencia, y lo que había provocado era que él fuera de la manera que
era, y no de otra.
Una voz interna le dijo a Gaspar que las cosas ya no
eran y nunca volverían a ser como antes, así de simple; la ciudad alrededor
suyo lo confirmaba rotundamente.
Llegar al centro de la ciudad fue lo más fácil, dentro
de lo difícil que le resultó todo. Algunas calles habían cambiado de sentido,
en otras habían cambiado las preferencias de los conductores, y otras
simplemente no existían. De seguro demolieron casas en pro del avance público,
pensó Gaspar, tamborileando los dedos ansiosamente mientras esperaba frente a
un semáforo en rojo. Pero el viaje hasta su antigua casa fue mucho peor.
De partida, la calle principal que llevaba hasta su
antiguo barrio había cambiado de nombre. Ya no se llamaba CAPITÁN DE FRAGATA
ARTURO PRATT, sino simple y llanamente GABRIELA MISTRAL; Gaspar pensó que la
calle podría haberse llamado POETIZA GABRIELA MISTRAL, o algo así, con un
título como el que gozaba el otrora capitán de la Esmeralda; pero bueno, así sucedía con los casos de muchas mujeres
importantes del país… Luego, estaba el hecho de que el barrio que antecedía al
suyo había prácticamente desaparecido para darle vida a una sección industrial
llena de oficinas y puntos de ventas de distintas mierdas. Gaspar no sabía nada
sobre esos cambios; sus hermanos esquivos ni las noticias centralizadas no le
habían comentado nunca algo de esa índole. Ahora todo parecía otro mundo; de
hecho, fue tanto así, que Gaspar pensó fugazmente que tal vez se había
equivocado de destino y ahora se encontraba en otra ciudad. Tal vez fuera que
su ciudad natal nunca hubiera cambiado tan drásticamente.
Sin embargo el letrero que anunciaba la aproximación
de la villa Jardines corroboró que no estaba del todo equivocado: su barrio se
encontraba ahí, frente a él, pero totalmente irreconocible. El cementerio
ubicado en su entrada era ahora un supermercado, la estación de bomberos lo
habían transformado en un estacionamiento pagado y el parque principal donde
solía andar en bicicleta junto a sus compañeros de colegio después de clases,
ahora era una estación de Carabineros. Gaspar se vio atacado por una sensación
de vacío mucho más grande que la anterior, todo sazonado por la luz anaranjada y
mortecina de los postes que tanto le recordaban a las pesadillas que tenía
cuando era niño. No pudo evitar pensar en cierta semejanza entre ese color y el
brillo de la punta de un cigarro encendido, los mismos con los que su mamá
castigaba a sus hermanos mayores.
Las calles estaban cambiadas ahí también, enviando
siempre hacia la dirección contraria de la que recordaba. Quizá fueran ideas
suyas, una mezcla de nombres de calles de su barrio nuevo con este viejo ya
olvidado; ningún humano era capaz de recordar las cosas con lujos y detalles
como él quería, pero habían ciertas referencias a su niñez que no le pudieron
pasar desapercibidas. Estaba, por ejemplo, el pino del que se había caído a los
seis años tras escalar unas cuantas de sus ramas, razón suficiente para que su
madre le diera una buena tunda a sus hermanos por no haberlo impedido. También
estaba ese local en el que vivía la Mindi, la niña pecosa que le gustaba cuando
chico y que cuyos padres terminaron muriendo decapitados en un horrible
accidente de auto, y ese erial donde habían encontrado a una pequeña muerta a
disparos enterrada entre todos los lotes de basura que la gente acostumbraba
arrojar en él. Pero todo lo demás estaba, por así decirlo, trastocado: los nombres, las casas, los pequeños locales, todo
estaba distinto; sin embargo, aún conservaban su esencia: Gaspar podía
sentirlo. Era como si algo permaneciera ahí, de esos tiempos en que su mamá aún
tenía poder y en las calles se respiraba la represión en un ambiente tenso y
lleno de temor.
Gaspar retrocedió unas cuantas veces para volver a
encontrarse en una esquina y así tomar el camino correcto a su antigua casa.
Era una suerte que no transitaran otros vehículos por ahí y no se viera mucha
gente por las aceras capaz de increparlo por no respetar la dirección de sus
calles.
Dobló a la derecha, a la derecha nuevamente, a la
izquierda, retrocedió, y volvió a girar a la derecha; al cabo de treinta
minutos, Gaspar se hallaba totalmente desorientado.
El hombre consultó la hora de su celular: eran las
nueve con treinta y dos minutos.
−Mierda –balbuceó Gaspar, sobresaltado. Llevaba más de
doce cansinas horas en su vehículo, y el tiempo límite para llegar a la casa de
su madre, antes que la encargada de cuidarla ese día se marchara para siempre
de su lado, estaba llegando a su fin. La encargada, una mujer joven a juzgar
por su voz, le había dicho que sólo podía esperarlo hasta las diez de la noche.
“Luego tengo cosas que hacer”, le había dicho como toda explicación. Gaspar
había pensado que el viaje desde una ciudad a otra no llegaría a extenderse por
tanto tiempo, pero ahí estaba: perdido en el barrio que lo había visto crecer y
sufrir.
Si hubiera aprendido cómo utilizar estos artilugios,
pensó el hombre con el celular en su mano, todo sería distinto. Tal vez ahora
podría tener a su disposición un mapa virtual que abarcara todas las calles que
habían cambiado durante su larga ausencia, indicándole el camino directo a
casa. Pero él era un cabeza dura que no gustaba mucho de los nuevos asuntos
modernos; asimismo, había generado una silenciosa repulsión hacia todas esas
cosas al ver cómo le consumía el cerebro a su hijo, aislándolo de ellos,
separándolo a pasos agigantados de él.
Gaspar volvió a pasar por la plaza
donde estaba el pino del cual había caído cuando niño; ahí se dio cuenta de lo
imposible que era que un árbol como ése siguiera en pie, cuando otros habían
sido arrasados incluso con las plazas enteras en las que se hallaban. El hombre
viró a la derecha, siguiendo el camino contrario que había tomado
anteriormente, y avanzó por una calle por la cual no había transitado. Así se
encontró con una vivienda con un viejo letrero de la extinta bebida Free
coronando lo que era una olvidada entrada en su costado; Gaspar recordaba que
ahí compraba el pan todas las tardes. Su casa, por consiguiente, debía estar…
Todo lo que conformaba el pasaje en
el que se hallaba parecía igual que antes, muy distinto de las otras calles en
que se patentaba un cambio drástico en sus elementos. La casa del frente seguía
rayada con el mismo POPEYE que alguien había escrito con pintura negra hacía
muchísimos años; Gaspar jamás supo quién había sido el autor de dicha obra
minimalista; la casa del vecino continuaba pintada de color amarillo y la casa
de su madre estaba igual de derruida y descuidada que siempre. Gaspar no pudo
evitar sentir un fuerte estremecimiento al volver a verla; había pasado tanto,
tanto tiempo…
Con la idea de estar retrasado
llenando su mente, Gaspar se apeó del vehículo –sintiendo un calambre horrible
en su pierna derecha− sin darle mucha importancia a sus nuevas impresiones: la
joven que cuidaba a su madre era todo lo que le importaba en ese instante.
Gaspar golpeó la puerta sintiendo un
aire frío recorrer la calle. Ahí parecía no haber nadie: las demás casas
parecían desocupadas, abandonadas, y la luz de los faroles no dejaban de
parecerle cada vez más similares a los de sus pesadillas de niño.
Gaspar llegó a pensar que la joven
había abandonado a su madre a su suerte, cansada de esperar a alguien quien
probablemente jamás llegaría; a veces sucedía que los hijos juraban proteger a
sus progenitores, y todo quedaba en nada más que eso: en un juramento. El
hombre estaba a punto de llamar a uno de sus hermanos para contarle la
situación en la que se encontraba cuando la puerta que tenía al frente se abrió
todo lo que le permitió la cadena de seguridad del extremo opuesto al que se
encontraba; se asomó un ojo por aquel orificio.
−¿Qué desea?
−Soy Gaspar Morales, el hijo de
Estefanía Andrade –le respondió Gaspar. La mujer del otro lado cambió de
actitud de inmediato y cerró la puerta para poder quitarle el seguro y abrirla
por completo−. Gracias. Disculpa la demora, pero…
−No importa, de verdad no importa.
Gaspar se sintió un tanto
decepcionado al descubrir que quien cuidaba de su madre no era una mujer joven,
sino una totalmente avejentada y amargada. Se notaba el cansancio en cada uno
de sus movimientos y en cada una de sus palabras, como si le costara un montón
actuar o decir cualquier cosa. Gaspar pensó que debía estar muy cansada.
−Si no le molesta, me debo ir –dijo
la señora al tiempo que dejaba entrar a su interlocutor con un dejo urgente,
quitándose el delantal que llevaba puesto.
Adentro del vestíbulo todo estaba en penumbras,
iluminado apenas por una bombilla de luz bastante sucia. Las cosas ahí dentro
no parecían haber cambiado mucho a primera vista: los cuadros, las fotos, los
escasos adornos…
–¿Cuánto te debo? –le preguntó Gaspar a la mujer,
haciendo el ademán de sacar su billetera.
–No, no se preocupe –dijo la mujer, guardando su
delantal en su cartera antes de colgársela de uno de sus brazos–. Sus hermanos
ya me pagaron –La mujer se despidió de su interlocutor con un suave apretón de
manos–. Si me disculpa, me tengo que ir.
–No hay problema.
La mujer abrió la puerta y se marchó, cerrándola con
sumo cuidado.
Gaspar se quedó pensando que tal vez tuviera mucho
frío: el contacto de su mano era helado y no llevaba consigo ropa abrigada como
para hacer caso omiso de los efectos de las bajas temperaturas en la calle
afuera. El hombre pensó que llamarle un taxi sería una buena forma de
recompensar las horas que se había retrasado, mas cuando abrió la puerta y
salió para llamarla, la calle estaba totalmente vacía.
Gaspar no pudo evitar sentir un fuerte escalofrío
recorrer su espinazo. Ahí afuera, los elementos parecían estáticos, como un
recuerdo, y no había más vida que el suave y frío soplar del viento.
Entonces la escuchó llamar su nombre.
Gaspar cerró la puerta y se quedó parado unos cuantos
segundos en la entrada del vestíbulo. Las sombras parecían haber cobrado vida,
en los rincones se podía escuchar como las arañas contemplaban y maquinaban
contra el recién llegado y detrás de las paredes se podía oír el inconfundible
traqueteo de una familia de ratones buscando comida desesperadamente.
Volvieron a llamar su nombre, y al aludido le pareció
que el tono de la voz de quien lo pronunciaba no coincidía con el que tenía en
mente.
El hombre dio un paso, otro, y otro, hasta que se
sintió lo suficientemente seguro para avanzar por el estrecho y oscuro pasillo
que tenía al frente. A sus costados aparecieron las puertas abiertas de sus
antiguos cuartos: el que tenía para él solo y el que compartían sus otros dos
hermanos. Sus interiores se hallaban tan negros como si Gaspar tuviera sus ojos
cerrados en ese momento, pero abrigó la sensación que algo ahí dentro se movía
como si pugnara por levantarse y escapar
de su interior. Salvo que la idea era estúpida: su madre estaba sola, y en esos
cuartos, de seguro, no había más que un montón de arañas y tal vez unos cuantos
ratones hambrientos.
“Mañana haré aseo en esta pocilga”, pensaba Gaspar
cuando se encontró de nuevo en la habitación de su madre, la del fondo del
pasillo, amplia y oscura, sin ventanas. En uno de sus rincones se hallaba la
camilla de hospital en la cual su mamá pasaba su vacía existencia postrada,
justo al lado de la lámpara que iluminaba toda la estancia con una luz escasa y
mortecina.
No obstante su madre no se hallaba acostada.
En un principio le costó reconocerla, ahí de pie, de
espaldas a él. Gaspar pensó en lo imposible que era que se hallara en ese
estado, y casi inmediatamente supuso que tal vez la mujer que la cuidaba no
hubiera hecho bien su trabajo después de todo.
–Gaspar –lo llamó por tercera vez; su hijo cayó en la
cuenta de que esa era la razón por la cual no reconocía su voz: ésta, ahora,
sonaba mucho más enérgica que las últimas ocasiones en la que le había escuchado
hablar–. Has venido, Gaspar.
Al mirarlo de frente, su hijo se dio cuenta de que en
ella no había ni rastro de arrugas, canas y bolsas bajo sus ojos; atrás habían
quedado la expresión atemorizada y el aspecto frágil de sus últimas visitas.
Gaspar esperó un momento, expectante, mientras ella comenzaba su marcha hacia
él, sonriéndole; aún tenía la esperanza que todo se debiese a un efecto de la
luz vaga que emitía la lámpara a su costado y todo eso no fuera más que una mala
apreciación de las cosas.
A su espalda se escuchaba el susurro de algo
arrastrarse por el suelo cubierto de polvo y telarañas. No podían ser ratones,
pensó Gaspar, sintiendo de repente un vuelco en el estómago. No podían ser
ratones porque lo que se movía en la oscuridad estaba muerto. Y lo que estaba
muerto no podía moverse.
Pero el sonido de alguna manera avanzaba al mismo
ritmo que su madre, cada vez más diferente de lo que esperaba.
Gaspar no pudo evitar pensar en que sus ojos, después
de todo, fueron la única cosa que nunca cambió de ella.
–A todos nos toca, Gaspar –dijo la mujer, con la voz
joven y llena de odio y rabia. Sus hijos habían sido su espina clavada, el
impedimento para la vida que siempre había añorado disfrutar. Por eso debían
pagar. Por eso habían pagado sus hermanos.
Por eso debía pagar él.
Gaspar cerró sus ojos con fuerza al tiempo que dos
manos de distintos dueños se clavaban en sus hombros. El dolor le pareció como
cuando alguien apaga una colilla de cigarro contra tu piel.