Cuento #99: Últimos otoños

Una vez Gaspar se hubo cambiado de ciudad, jamás creyó que volvería a transitar por las mismas calles que le habían visto crecer hacía más de cuarenta años. Una gran parte de él no quería hacerlo, pero su madre había enfermado en su casa y no había quién se ocupara de ella. Sus hermanos alegaron estar ocupados, cuando en realidad sólo se hallaban indispuestos. Gaspar tuvo que recurrir a las vacaciones que llevaba postergando desde hacía un par de años en la empresa y se preparó para un largo viaje de retorno a su ciudad natal. Separado y con su único hijo lejos, estudiando a kilómetros de distancia bajo el alero de su madre, él parecía el más indicado en perder unos cuantos días de su vida para llevar la tarea a cabo.
            Era viernes por la mañana, con el sol asomándose por momentos tras unas nubes de lluvia que no auguraban nada bueno. Gaspar tomó un desayuno a base de tostadas con mantequilla y mermelada y un par de tazas de café que lo dejaron apto para el montón de horas que le esperaban tras el volante; o al menos para las primeras, pensó. Como su hijo Omar se había llevado a su perro, la única mascota que había visto la casa en la que vivía desde que la habían comprado, ya no había nada ni nadie por quien velar durante su ausencia. Las plantas de interior se habían secado hacía tiempo, y las flores del antejardín parecían tratarse solas gracias a la enorme cantidad de lluvias que habían azotado la región durante el último año. “Eso es lo bueno de envejecer”, pensó Gaspar, asegurándose de dejar bien cerradas todas las puertas y ventanas. “Cada vez tienes menos cosas de las que preocuparte”.
Ya dispuesto a partir, y con el reloj marcando las ocho con unos cuantos minutos, Gaspar echó un último vistazo a su casa pensando en todo lo cambiada que estaba desde su primer encuentro con ella, cuando se la habían presentado los hombres de la empresa inmobiliaria. “No tenía antejardín”, pensó el hombre, con una imagen clara en su cabeza. “El pasto estaba recién creciendo. Y las paredes eran rojas, no aguamarina como quiso la Silvia”. El aguamarina había sido obra de su ex esposa en otra de sus locas ideas. “Le gustaba ese color porque así ninguno de nosotros podría llegar a perderse y equivocarse de casa”. El sólo hecho de evocar ese recuerdo, hizo que Gaspar esbozara una sonrisa que le supo amarga aún con toda la sensación de dulzura que permanecía en su boca desde el café del desayuno.
Gaspar no se lo esperaba, pero el salir de la ciudad fue un caos: a pesar de que la hora punta debía estar llegando a su fin, las calles continuaban atestadas de vehículos y buses repletos de personas que pugnaban por llegar a tiempo a sus trabajos, escolares que cruzaban delante de los autos más muertos de sueño que vivos, y universitarios que reunían sus últimas energías para finalizar la semana lo más gloriosa posible, apoyados en los letreros rotos de la mayoría de los paraderos que iba dejando atrás. De haberlo sabido, se dijo Gaspar, no se habría levantado tan temprano para partir de casa; más útil le habría sido dormir unas cuantas horas adicionales y hacer las cosas con más calma.
“Pero bueno, ya no puedo echar pie atrás”; de sólo imaginar devolverse, Gaspar sintió una rabia punzante, incipiente. No pudo evitar pensar que uno de sus hermanos también merecía estar pasando por lo mismo, avanzando lentos metros en un infierno de ruido e insultos rumbo a otro infierno de lamentos y malos momentos.
Para cuando el hombre llegó por fin a la carretera, ya había transcurrido una hora y media desde que había partido de casa, y la mayoría de las uñas de sus manos se hallaban mordisqueadas. Tenía el pulso acelerado, y lo único que deseaba era poder bajarse de su auto y darle un buen puñetazo al tipo que venía conduciendo detrás de él, haciendo sonar una y otra vez su bocina de mierda como si con ella fuera a activar un poder mágico que barriera todos los vehículos que tenía al frente. Pero una vez los carriles quedaron despejados, Gaspar lo perdió de vista casi de inmediato, y su corazón volvió un poco a la normalidad. Aún quedaba un largo viaje por delante.
El cielo se fue limpiando a medida que se alejaba de la ciudad; daba la impresión que una nube gigantesca se estaba cerniendo sobre ella, dispuesta a arrojarle un montón de agua encima. Al menos era un buen comienzo, pensó el hombre. Gaspar odiaba cuando llovía.
La radio dejó de funcionar cuando llevaba cerca de una hora en la carretera. Al principio se escuchaba entrecortado, como si alguien estuviera subiendo y bajándole el volumen con el dial, pero llegó un momento en que no salió de ella más que estática. Gaspar rebuscó en su guantera algún disco, cualquier porquería, mas cuando encontró uno con el rótulo de GRANDES ÉXITOS, estaba tan rayado que ni siquiera alcanzó a reproducir su primera pista. Muy mala cosa: Gaspar tuvo que ir el resto del viaje en un silencio que le hizo sentir aún más solo y alejado de sus seres queridos. Gaspar pensó que si al menos uno de sus hermanos se hubiera ofrecido a ir con él por al menos unos cuantos días, todo hubiera sido muy distinto. Pero ahí estaba él, solo contra la carretera, siempre estoica.
Su mamá siempre había sido la clase de madre que cualquier hijo podría clasificar como “mala” o simplemente “hija de perra”. Dolía escucharlo y más aún decirlo, pero así eran las cosas. Gaspar tenía dos hermanos, y él era el menor de los tres, cosa que podía agradecer cuando veía a su madre darles patadas, insultándolos y quemándolos con sus cigarros para imponer el ejemplo. “Esto es para que sepas lo que le pasa a los imbéciles que tratan de verme la cara”, había dicho su mamá mirándolo a los ojos; Gaspar lo recordaba bien porque esa vez Ernesto, su hermano del medio, se fue a negro después de que su mamá le diera con el talón de su bota en la cabeza. Esa vez Gaspar y Andrés, el mayor de los tres, vieron por primera vez el terror reflejado en los ojos perdidos de su madre. La segunda vez fue más de treinta años más tarde, cuando su insufrible pérdida de memoria a corto plazo se transformó en un océano infinito y al parecer poco placentero de vacío mental. Su madre estaba ahora postrada en cama y ya nadie la quería consigo; sus hermanas se habían aburrido de ella, de ser insultadas y pellizcadas cada vez que estaban a su alcance. “Es irónico”, dijo una vez una de ellas, “que aún en el estado en blanco en el que está, no deja de dañar y buscar el dolor en otras personas”. Su madre se encontraba indefensa, sola y enferma, y así estaban las cosas.
Gaspar sentía una leve corriente de pena que no tardaba en convertirse en caudal cada vez que recordaba la última vez que la había visto, con sus ojos llenos de una especie de rabia atemorizada, como la de un niño que arde en deseos de venganza pero que teme enormemente a su enemigo. Estaba en su cama pálida, arrugada, frágil, moribunda, y Gaspar no podía creer que esa fuera la mujer que otrora había dejado llorando a sus hermanos por el solo capricho de darle una lección a él, la que les daba con la correa en la espalda como a esclavos mal portados, la misma que apagaba las colillas de sus cigarros en sus piernas. Antes era enérgica, tan llena de odio, que ahora daba lástima verla así, totalmente anulada. Ernesto una vez balbuceó, borracho de vino tras una de sus últimas navidades familiares juntos (hacía ya millones de años), que eso era lo que se merecía la muy hija de puta. Uno de sus sobrinos se rió, secundado por el hermano de su esposa y otro sobrino más pequeño, pero Gaspar no lo encontró tan gracioso; hasta Andrés y su esposa habían esbozado una sonrisa, como si estuvieran a punto de no poder aguantar más las ganas de demostrar lo feliz que les hacía el mal de otra persona.
“Pero yo no era el golpeado”, dijo Gaspar, tamborileando el manubrio con sus dedos largos como patas de araña. “A mí me tocaba verlo y sentir el odio de mis hermanos”. Quizá aquello siempre fue la idea principal de su madre. A Gaspar no le costó imaginarla maquinando qué hacer cuando naciera el tercero de sus hijos, con la barriga grande y redonda, recientemente abandonada por su padre que nunca se dignó a volver por ellos. A todas luces era una idea retorcida hacer que dos hijos odiaran a un tercero, pero también era una idea retorcida el apagar cigarros en la piel de la sangre de tu sangre y dejarla llena de ampollas. Gaspar se sentía enormemente mal por haber sido el espectador y no el abusado; si hubiera sido distinto, tal vez podría ser como ellos, hablar con ellos, contarles que su esposa lo había dejado y que se había llevado a su hijo y al único perro que había cuidado en su vida. Pero ellos se sentían mal al tenerlo cerca. Lo notaba en sus rostros, en sus expresiones y en la forma en la que se dirigían a él. Cualquier persona podría haber dicho que eran hermanastros, no obstante sus rasgos hacía que sus lazos sanguíneos fueran totalmente incuestionables.
Quizá así fuera la forma en que su madre había decidido su destino: siempre observando de su lado como otros recibían un castigo por lo que él mismo había hecho; cuando pequeño fue con sus hermanos y cómo los hacían mierda; de grande, con su matrimonio y cómo su esposa e hijo se fueron alejando lenta pero definitivamente de su lado. En ninguna de ambas ocasiones hizo algo al respecto, y eso era parte del castigo de su madre. Nunca podía hacer otra cosa más que ser el espectador de la situación que vivía. Jamás intentaba hacer otra cosa más que mirar.
El sol se hallaba en su cénit cuando Gaspar sintió que el hambre le apuñalaba por dentro el estómago. Se dijo que pararía en la siguiente estación de servicio que apareciera en el camino, pero en vista de avanzar por más de media hora con el hambre a cuestas y no encontrar ninguno, se detuvo en el primer restorán que tuvo a su alcance.
Aunque llamarle restorán era mucho: con unas mesas manchadas y pegajosas, las paredes sucias y las ventanas grasientas, aquello tenía más pinta de fuente de soda de barrio bajo que un lugar apto para que cualquier familia comiera en él. Gaspar pensó en marcharse, pero el hambre era superior a todas las demás cosas; además, existía la posibilidad que no hubiera otro restorán hasta dentro de muchos kilómetros más; si es que tenía suerte.
Sin embargo, el caldo de gallina y el arroz con carne al jugo lo dejaron sorprendido de lo delicioso que estaban. Le dio las gracias a la mujer mayor que atendía y dirigía la caja luego de pagarle, y fue al baño a echar por el desagüe lo que no había liberado desde hacía horas. En menos de veinte minutos, se hallaba de nuevo sobre su auto y la carretera.
El día fue volviéndose cada vez más caluroso y bochornoso a medida que transcurría el tiempo; entre más avanzaba hacia el norte, más subían los grados dentro del vehículo. Gaspar se dio cuenta muy tarde que podría haber aprovechado la parada para haberse hecho con una bebida, helada y fresca, y haberse quitado esa sed que ahora le atacaba irrevocablemente por dentro. Sólo pudo esperar a que en esta ocasión sí apareciera una estación de servicio por la carretera, no como cuando todavía moría de hambre y no hubo ni señas de uno.
No obstante, cuando Gaspar se estacionó afuera de éste (luego de haber manejado otros cuarenta minutos), sus deseos de un refresco helado se habían trocado por las ganas de un café tibio y cargado capaz de quitarle el sopor producido por un almuerzo tan contundente como el que había devorado un rato atrás. Se halló un par de veces pestañeando peligrosamente sobre el volante, estando a punto de salirse del carril por el que manejaba. “Si hubiera dormido hasta más tarde…”, pensó Gaspar, remordiéndose mientras esperaba el turno para su café. Pero cómo iba a saber que los atochamientos iban a durar tanto ese día viernes; podía imaginarlo, claro, pero no era ningún adivino.
El café le supo como un golpe de energía revitalizante, y al cabo de terminar el primero pidió un segundo junto con una botella agua sin gasificar para lo que restaba del viaje. El segundo café lo terminó mientras caminaba por las inmediaciones de la estación de servicio, estirando las piernas y sintiendo el fuerte viento que soplaba golpear su rostro; no había nada como esa sensación de tener el exterior del cuerpo frío, y el interior de éste templado, tibio. Utilizó otra vez el baño para echar una meada rápida y volvió a su auto mucho más repuesto y preparado para seguir avanzando.
La cafeína y el exceso de azúcar siempre le dejaban una sensación en la boca a Gaspar que le hacía desear nunca se fuera ésta de ahí, aun cuando con los minutos y las horas se tornara apestoso y molesto para los demás. Naturalmente a su esposa le incomodaba, pero estaba solo en ese vehículo y no había quien le lo regañara. Gaspar no pudo evitar sonreír y menear su cabeza pensando en lo sucio que se había vuelto. La soledad, señoras y señores, se dijo el hombre. No es otra cosa más que la soledad.
Lo que restó del viaje fue más o menos aburrido: el clima volvió a ser como cuando había partido de su ciudad, la temperatura había bajado drásticamente en el interior del auto, y alrededor de la carretera no habían nada más que cerros, piedras, y más cerros y más piedras. Las montañas a su izquierda habían ocultado el mar que llevaba por horas admirando cada vez que podía y el mundo parecía haberse vuelto de un simple gris y marrón. La radio continuaba sin poder captar la señal de alguna emisora cercana y Gaspar tenía la muda desesperación de hablar con alguien, cualquier cosa.
−Vieja cretina –dijo el hombre por decir algo, lo primero que se le vino a la mente−. Vieja conchetumadre –volvió a decir, y ésta vez no pudo evitar reír de su propia ocurrencia tonta e infantil.
Quizá ahora pudiera dirigirse a su mamá de esa forma: “oye, vieja cretina, por qué me miras así”; “oye, vieja maraca, deja de cagarte en los pañales”; “vieja conchetumadre, esto que vives se llama karma”. Gaspar se imaginó llamándola de muchas maneras a la cara y ella sin poder hacer nada, incapacitada de darle con el tacón de su bota en la cabeza o apagarle un cigarro en el abdomen. “Vamos a ver quién ríe ahora, vieja de mierda”, dijo Gaspar, sin poder contener la risa.
Eran cerca de las ocho de la noche cuando el hombre vio las luces de su ciudad frente a él. Tenía claro que durante el tiempo que había permanecido fuera, su ciudad natal había aumentado geográfica y poblacionalmente como cualquier otra lo hace cuando transcurren muchos años, pero lo que tenía ante sus ojos era otra cosa muy distinta: Gaspar no recordaba que los cerros que se abrían para dar paso a ésta estuvieran ahora poblados por esnobs y excéntricos; ahora la avenida que bordeaba la playa estaba atiborrada de edificios enormes e idénticos, mientras que la playa en sí, se encontraba mucho más reducida de lo que recordaba. Ahora habían pasarelas ahí donde antiguamente la gente podía cruzar tranquila de un extremo a otro de la carretera, los supermercados se habían vuelto tan frecuentes como las plazas de barrio y los vehículos parecían abarcarlo todo.
Gaspar sintió como si se hubiera abierto un gran vacío en su interior, como si hubiera perdido toda una parte de su vida; una parte aborrecible y llena de miedo y rabia, pero una parte de su vida e historia al fin y al cabo. Toda su niñez, por muy mala que fuera, seguía siendo un reducto de su existencia, y lo que había provocado era que él fuera de la manera que era, y no de otra.
Una voz interna le dijo a Gaspar que las cosas ya no eran y nunca volverían a ser como antes, así de simple; la ciudad alrededor suyo lo confirmaba rotundamente.
Llegar al centro de la ciudad fue lo más fácil, dentro de lo difícil que le resultó todo. Algunas calles habían cambiado de sentido, en otras habían cambiado las preferencias de los conductores, y otras simplemente no existían. De seguro demolieron casas en pro del avance público, pensó Gaspar, tamborileando los dedos ansiosamente mientras esperaba frente a un semáforo en rojo. Pero el viaje hasta su antigua casa fue mucho peor.
De partida, la calle principal que llevaba hasta su antiguo barrio había cambiado de nombre. Ya no se llamaba CAPITÁN DE FRAGATA ARTURO PRATT, sino simple y llanamente GABRIELA MISTRAL; Gaspar pensó que la calle podría haberse llamado POETIZA GABRIELA MISTRAL, o algo así, con un título como el que gozaba el otrora capitán de la Esmeralda; pero bueno, así sucedía con los casos de muchas mujeres importantes del país… Luego, estaba el hecho de que el barrio que antecedía al suyo había prácticamente desaparecido para darle vida a una sección industrial llena de oficinas y puntos de ventas de distintas mierdas. Gaspar no sabía nada sobre esos cambios; sus hermanos esquivos ni las noticias centralizadas no le habían comentado nunca algo de esa índole. Ahora todo parecía otro mundo; de hecho, fue tanto así, que Gaspar pensó fugazmente que tal vez se había equivocado de destino y ahora se encontraba en otra ciudad. Tal vez fuera que su ciudad natal nunca hubiera cambiado tan drásticamente.
Sin embargo el letrero que anunciaba la aproximación de la villa Jardines corroboró que no estaba del todo equivocado: su barrio se encontraba ahí, frente a él, pero totalmente irreconocible. El cementerio ubicado en su entrada era ahora un supermercado, la estación de bomberos lo habían transformado en un estacionamiento pagado y el parque principal donde solía andar en bicicleta junto a sus compañeros de colegio después de clases, ahora era una estación de Carabineros. Gaspar se vio atacado por una sensación de vacío mucho más grande que la anterior, todo sazonado por la luz anaranjada y mortecina de los postes que tanto le recordaban a las pesadillas que tenía cuando era niño. No pudo evitar pensar en cierta semejanza entre ese color y el brillo de la punta de un cigarro encendido, los mismos con los que su mamá castigaba a sus hermanos mayores.
Las calles estaban cambiadas ahí también, enviando siempre hacia la dirección contraria de la que recordaba. Quizá fueran ideas suyas, una mezcla de nombres de calles de su barrio nuevo con este viejo ya olvidado; ningún humano era capaz de recordar las cosas con lujos y detalles como él quería, pero habían ciertas referencias a su niñez que no le pudieron pasar desapercibidas. Estaba, por ejemplo, el pino del que se había caído a los seis años tras escalar unas cuantas de sus ramas, razón suficiente para que su madre le diera una buena tunda a sus hermanos por no haberlo impedido. También estaba ese local en el que vivía la Mindi, la niña pecosa que le gustaba cuando chico y que cuyos padres terminaron muriendo decapitados en un horrible accidente de auto, y ese erial donde habían encontrado a una pequeña muerta a disparos enterrada entre todos los lotes de basura que la gente acostumbraba arrojar en él. Pero todo lo demás estaba, por así decirlo, trastocado: los nombres, las casas, los pequeños locales, todo estaba distinto; sin embargo, aún conservaban su esencia: Gaspar podía sentirlo. Era como si algo permaneciera ahí, de esos tiempos en que su mamá aún tenía poder y en las calles se respiraba la represión en un ambiente tenso y lleno de temor.
Gaspar retrocedió unas cuantas veces para volver a encontrarse en una esquina y así tomar el camino correcto a su antigua casa. Era una suerte que no transitaran otros vehículos por ahí y no se viera mucha gente por las aceras capaz de increparlo por no respetar la dirección de sus calles.
Dobló a la derecha, a la derecha nuevamente, a la izquierda, retrocedió, y volvió a girar a la derecha; al cabo de treinta minutos, Gaspar se hallaba totalmente desorientado.
El hombre consultó la hora de su celular: eran las nueve con treinta y dos minutos.
−Mierda –balbuceó Gaspar, sobresaltado. Llevaba más de doce cansinas horas en su vehículo, y el tiempo límite para llegar a la casa de su madre, antes que la encargada de cuidarla ese día se marchara para siempre de su lado, estaba llegando a su fin. La encargada, una mujer joven a juzgar por su voz, le había dicho que sólo podía esperarlo hasta las diez de la noche. “Luego tengo cosas que hacer”, le había dicho como toda explicación. Gaspar había pensado que el viaje desde una ciudad a otra no llegaría a extenderse por tanto tiempo, pero ahí estaba: perdido en el barrio que lo había visto crecer y sufrir.
Si hubiera aprendido cómo utilizar estos artilugios, pensó el hombre con el celular en su mano, todo sería distinto. Tal vez ahora podría tener a su disposición un mapa virtual que abarcara todas las calles que habían cambiado durante su larga ausencia, indicándole el camino directo a casa. Pero él era un cabeza dura que no gustaba mucho de los nuevos asuntos modernos; asimismo, había generado una silenciosa repulsión hacia todas esas cosas al ver cómo le consumía el cerebro a su hijo, aislándolo de ellos, separándolo a pasos agigantados de él.
            Gaspar volvió a pasar por la plaza donde estaba el pino del cual había caído cuando niño; ahí se dio cuenta de lo imposible que era que un árbol como ése siguiera en pie, cuando otros habían sido arrasados incluso con las plazas enteras en las que se hallaban. El hombre viró a la derecha, siguiendo el camino contrario que había tomado anteriormente, y avanzó por una calle por la cual no había transitado. Así se encontró con una vivienda con un viejo letrero de la extinta bebida Free coronando lo que era una olvidada entrada en su costado; Gaspar recordaba que ahí compraba el pan todas las tardes. Su casa, por consiguiente, debía estar…
            Todo lo que conformaba el pasaje en el que se hallaba parecía igual que antes, muy distinto de las otras calles en que se patentaba un cambio drástico en sus elementos. La casa del frente seguía rayada con el mismo POPEYE que alguien había escrito con pintura negra hacía muchísimos años; Gaspar jamás supo quién había sido el autor de dicha obra minimalista; la casa del vecino continuaba pintada de color amarillo y la casa de su madre estaba igual de derruida y descuidada que siempre. Gaspar no pudo evitar sentir un fuerte estremecimiento al volver a verla; había pasado tanto, tanto tiempo…
            Con la idea de estar retrasado llenando su mente, Gaspar se apeó del vehículo –sintiendo un calambre horrible en su pierna derecha− sin darle mucha importancia a sus nuevas impresiones: la joven que cuidaba a su madre era todo lo que le importaba en ese instante.
            Gaspar golpeó la puerta sintiendo un aire frío recorrer la calle. Ahí parecía no haber nadie: las demás casas parecían desocupadas, abandonadas, y la luz de los faroles no dejaban de parecerle cada vez más similares a los de sus pesadillas de niño.
            Gaspar llegó a pensar que la joven había abandonado a su madre a su suerte, cansada de esperar a alguien quien probablemente jamás llegaría; a veces sucedía que los hijos juraban proteger a sus progenitores, y todo quedaba en nada más que eso: en un juramento. El hombre estaba a punto de llamar a uno de sus hermanos para contarle la situación en la que se encontraba cuando la puerta que tenía al frente se abrió todo lo que le permitió la cadena de seguridad del extremo opuesto al que se encontraba; se asomó un ojo por aquel orificio.
            −¿Qué desea?
            −Soy Gaspar Morales, el hijo de Estefanía Andrade –le respondió Gaspar. La mujer del otro lado cambió de actitud de inmediato y cerró la puerta para poder quitarle el seguro y abrirla por completo−. Gracias. Disculpa la demora, pero…
            −No importa, de verdad no importa.
            Gaspar se sintió un tanto decepcionado al descubrir que quien cuidaba de su madre no era una mujer joven, sino una totalmente avejentada y amargada. Se notaba el cansancio en cada uno de sus movimientos y en cada una de sus palabras, como si le costara un montón actuar o decir cualquier cosa. Gaspar pensó que debía estar muy cansada.
            −Si no le molesta, me debo ir –dijo la señora al tiempo que dejaba entrar a su interlocutor con un dejo urgente, quitándose el delantal que llevaba puesto.
Adentro del vestíbulo todo estaba en penumbras, iluminado apenas por una bombilla de luz bastante sucia. Las cosas ahí dentro no parecían haber cambiado mucho a primera vista: los cuadros, las fotos, los escasos adornos…
–¿Cuánto te debo? –le preguntó Gaspar a la mujer, haciendo el ademán de sacar su billetera.
–No, no se preocupe –dijo la mujer, guardando su delantal en su cartera antes de colgársela de uno de sus brazos–. Sus hermanos ya me pagaron –La mujer se despidió de su interlocutor con un suave apretón de manos–. Si me disculpa, me tengo que ir.
–No hay problema.
La mujer abrió la puerta y se marchó, cerrándola con sumo cuidado.
Gaspar se quedó pensando que tal vez tuviera mucho frío: el contacto de su mano era helado y no llevaba consigo ropa abrigada como para hacer caso omiso de los efectos de las bajas temperaturas en la calle afuera. El hombre pensó que llamarle un taxi sería una buena forma de recompensar las horas que se había retrasado, mas cuando abrió la puerta y salió para llamarla, la calle estaba totalmente vacía.
Gaspar no pudo evitar sentir un fuerte escalofrío recorrer su espinazo. Ahí afuera, los elementos parecían estáticos, como un recuerdo, y no había más vida que el suave y frío soplar del viento.
Entonces la escuchó llamar su nombre.
Gaspar cerró la puerta y se quedó parado unos cuantos segundos en la entrada del vestíbulo. Las sombras parecían haber cobrado vida, en los rincones se podía escuchar como las arañas contemplaban y maquinaban contra el recién llegado y detrás de las paredes se podía oír el inconfundible traqueteo de una familia de ratones buscando comida desesperadamente.
Volvieron a llamar su nombre, y al aludido le pareció que el tono de la voz de quien lo pronunciaba no coincidía con el que tenía en mente.
El hombre dio un paso, otro, y otro, hasta que se sintió lo suficientemente seguro para avanzar por el estrecho y oscuro pasillo que tenía al frente. A sus costados aparecieron las puertas abiertas de sus antiguos cuartos: el que tenía para él solo y el que compartían sus otros dos hermanos. Sus interiores se hallaban tan negros como si Gaspar tuviera sus ojos cerrados en ese momento, pero abrigó la sensación que algo ahí dentro se movía como si pugnara por levantarse  y escapar de su interior. Salvo que la idea era estúpida: su madre estaba sola, y en esos cuartos, de seguro, no había más que un montón de arañas y tal vez unos cuantos ratones hambrientos.
“Mañana haré aseo en esta pocilga”, pensaba Gaspar cuando se encontró de nuevo en la habitación de su madre, la del fondo del pasillo, amplia y oscura, sin ventanas. En uno de sus rincones se hallaba la camilla de hospital en la cual su mamá pasaba su vacía existencia postrada, justo al lado de la lámpara que iluminaba toda la estancia con una luz escasa y mortecina.
No obstante su madre no se hallaba acostada.
En un principio le costó reconocerla, ahí de pie, de espaldas a él. Gaspar pensó en lo imposible que era que se hallara en ese estado, y casi inmediatamente supuso que tal vez la mujer que la cuidaba no hubiera hecho bien su trabajo después de todo.
–Gaspar –lo llamó por tercera vez; su hijo cayó en la cuenta de que esa era la razón por la cual no reconocía su voz: ésta, ahora, sonaba mucho más enérgica que las últimas ocasiones en la que le había escuchado hablar–. Has venido, Gaspar.
Al mirarlo de frente, su hijo se dio cuenta de que en ella no había ni rastro de arrugas, canas y bolsas bajo sus ojos; atrás habían quedado la expresión atemorizada y el aspecto frágil de sus últimas visitas. Gaspar esperó un momento, expectante, mientras ella comenzaba su marcha hacia él, sonriéndole; aún tenía la esperanza que todo se debiese a un efecto de la luz vaga que emitía la lámpara a su costado y todo eso no fuera más que una mala apreciación de las cosas.
A su espalda se escuchaba el susurro de algo arrastrarse por el suelo cubierto de polvo y telarañas. No podían ser ratones, pensó Gaspar, sintiendo de repente un vuelco en el estómago. No podían ser ratones porque lo que se movía en la oscuridad estaba muerto. Y lo que estaba muerto no podía moverse.
Pero el sonido de alguna manera avanzaba al mismo ritmo que su madre, cada vez más diferente de lo que esperaba.
Gaspar no pudo evitar pensar en que sus ojos, después de todo, fueron la única cosa que nunca cambió de ella.
–A todos nos toca, Gaspar –dijo la mujer, con la voz joven y llena de odio y rabia. Sus hijos habían sido su espina clavada, el impedimento para la vida que siempre había añorado disfrutar. Por eso debían pagar. Por eso habían pagado sus hermanos.
Por eso debía pagar él.

Gaspar cerró sus ojos con fuerza al tiempo que dos manos de distintos dueños se clavaban en sus hombros. El dolor le pareció como cuando alguien apaga una colilla de cigarro contra tu piel.