Luego de tomar un sorbo de su
vaso, Diego sintió que las piscolas por fin le estaban haciendo efecto tanto
física como mentalmente. Entonces miró a Margot y se dio cuenta que lo mismo
parecía estarle ocurriendo a ella; se lamió los labios y carraspeó un poco. Era momento de llevar la conversación por otros senderos.
−¿Oye, Margot?
−¿Sí, dime?
−¿Tú…, tú te masturbai’?
Ella pareció avergonzarse un
poco; rió tímidamente, tapando su boca, mientras el viento nocturno arreciaba
sobre la ciudad iluminada allá abajo.
−Ay, las cosas que preguntai’.
−Pero qué onda; ¿lo hací?
Margot se mantuvo en silencio,
sonriendo tras el puño de su abrigada chaqueta. Parecía un poco más divertida
que antes.
−Pucha…; es que igual me da
vergüenza…
−Pero qué onda, dale. No es na’
del otro mundo –Diego bebió otro sorbo de su piscola.
−Ucha…, ya –Margot respiró hondo,
cerrando los ojos por más tiempo que el necesario, y dijo−: Sí, sí lo he hecho.
Diego sonrió, condescendiente, y
le palmeó el hombro suavemente; sentía que acababa de dar un paso considerable
para cumplir con el objetivo de su misión. Pero cuando iba a hacer un
comentario al respecto capaz de encender los ánimos de Margot, ésta siguió adelante,
como si le hubieran quitado el tapón que guardaba sus más profundos secretos.
−Cuando tenía catorce años, iba a
la cocina y sacaba los choclos o los pepinos del congelador y me los metía por ahí;
al principio dolía y la volá, pero después me fui acostumbrando. Ahora puedo
llegar a meterme hasta dos a la vez.
Diego tragó saliva sin saber cómo
reaccionar mientras Margot bebía más de su vaso. El primero iba a decir algo,
cualquier cosa que sirviera como distracción ante su sorpresa, pero su
acompañante fue mucho más rápida.
−Y cuando tenía dieciséis, me
echaba de esa comida pa’ perro’ con trozos de carne y esperaba que mi perro me
lengüeteara –Margot tomó otro sorbo, tambaleando un poco su cuerpo; Diego, por
su lado, comenzaba a verse un tanto incómodo−. Lo bueno fue que cuando tenía
diecisiete, descubrí que si le tocaba la tula antes que me lamiera, se
calentaba caleta y se ponía como loco, la güeá se le paraba y no se
calmaba con nada. Hasta que un día se la pesqué y me la metí dentro y…
−Rió otro poco−. Ya cachai’ po’.
−Sí, sí, ya cacho… −Diego no
sabía qué comentar al respecto.
−Igual eso pasó hace rato ya;
ahora el Steve está muerto y me divierto con otras cosas mejores aún…
Diego se sobresaltó y se apresuró
a decir:
−¿En serio?; ¡oh, güena onda! –Y
para salir totalmente del paso, agregó−: Oye, ¿y qué pensai’ hacer el otro
semestre?