El día parecía suceder tan lento afuera como adentro
de la casa. El haz de luz que entraba por la ventana del living había avanzado
hasta desaparecer, provocando que las motas de polvo danzarinas volvieran a su
discreta vida anónima frente a sus ojos. Afuera se escuchaban los cantos de los
pájaros y el viento acarreándolos desde un punto a otro, pero no existía ningún
atisbo de una persona capaz de ayudarle o sacarle de ahí. Alberto imaginaba a
un hombre transitando por entre las piedras, alejado del camino principal,
tarareando una canción, silbando, contento de estar vivo y en compañía de la
naturaleza. El joven sabía que hacerse ese tipo de ilusiones no le serviría de
nada al final de cuentas, sin embargo se permitió continuar aun cuando no
hiciera más que enturbiar (más de lo que estaba ya) el turbio contexto en el
que se hallaba: por lo mismo se imaginó al hombre con unos cuarenta años
encima, la piel curtida por el trabajo duro al aire libre, vistiendo una camisa
leñadora con los botones abiertos hasta la altura del pecho, dejando escapar
unos cuantos pelos ensortijados y sudados, botas de cuero, un pantalón
desgastado por el tiempo y un sombrero de paja encumbrando su cabeza, protegiéndole
de los fatídicos rayos del sol sobre su cara. Alberto lo supuso así, muy
parecido a su tío Federico, hermano de su madre, arduo trabajador de la tierra
allá en la lejana localidad donde había nacido.
Alberto,
con el torso desnudo y cada vez más frío por culpa del contacto directo con el
suelo, no pudo evitar sonreír ante la imagen mental de su tío caminando
justamente afuera de la casa donde se hallaba, con una azada en su mano y
cantando una de las canciones rancheras que tanto le gustaban. La razón por la
que andaba cerca de esa casa no existía, naturalmente, pero a él le hubiera
gustado que constara de una. ¿Cuál podría ser?, pensó el joven; no lo sabía.
“Por ahora dejémoslo así”, se dijo Alberto, relamiendo la idea de su tío
tocando el timbre de la reja afuera, Hernán acudiendo al llamado de éste y él
teniendo una oportunidad para salir de ahí y esconderse en otro lugar, donde
sus extremidades tuvieran una mejor capacidad de movimiento y los calambres
pudieran considerarse por fin cosa del pasado.
−Sabe
qué, señor –le diría su tío a Hernán, con su acento campestre siempre marcado−,
ando buscando a mi sobrino; se llama Alberto y me dijo que estaría por acá.
−Acá
no hay ningún Alberto –sería la respuesta de su interlocutor, con su cara de
perro de empresario aburrido de la vida−. Por favor, aléjese de mi propiedad, o
tendré que llamar a los Carabineros.
Pero
su tío ya se habría dado cuenta de todo lo que se escondía tras la mirada de
Hernán. Sabría entonces que sí, que su sobrino estaba ahí dentro, escondido, y
que Hernán jamás lo dejaría salir con vida de su casa.
Su tío no diría nada, obviamente, pero
con un rápido y certero movimiento le clavaría su azada en la cabeza al otro
tipo, aun cuando los separara una reja tan grande como la que había allá
afuera; como persona de campo, sus habilidades motoras y condición física eran
mucho más buenas que los reflejos de un hombre de ciudad acostumbrado a que se
lo hicieran todo, organizara sus cosas en una computadora y toda su actividad
diaria se basara en estar detrás de un escritorio clamando órdenes y siendo el
hijo de puta más hijo de puta de todos.
Primero se escucharía el crujido del
cráneo fracturarse, luego el del cuerpo caer exánime al pedregoso suelo de
tierra. Una vez hecho eso, su tío se escupiría ambas manos antes de frotarlas
una contra la otra y encaramarse en la reja para saltar al otro lado con un
movimiento casi felino. Alberto lo había visto hacerlo un montón de veces, y
sabía que en eso no residía ningún problema para él.
Acto seguido ingresaría a la casa,
llamando el nombre de su sobrino en cuestión, lo encontraría agazapado en su
nuevo escondite, y lo animaría a salir de ahí. “Te he liberado, hijo”, le diría
con su voz jovial de siempre, como si jamás hubiera matado a un hombre a sangre
fría para llegar hasta ahí. Alberto sonreiría, le abrazaría, y se iría de ahí con
él como si tuviera petardos en el culo.
Alberto pudo verlo ahí, en el living, de
pie, con su camisa leñadora, sus pantalones desgastados, sus botas de cuero y
su sombrero; lo podía ver ahí como un espejismo, una imagen irreal pero en la
realidad misma, dispuesto a prestarle auxilio. Incluso lo vio sonreír de la
misma manera que lo hacía cuando compartían en almuerzos familiares, se
achispaba y le decía lo mucho que los quería a él y a su hermano Gabriel.
“Mi reino por ver a mi tío acá,
conmigo”, pensó Alberto, resoplando con lágrimas escociéndole los ojos. “Lo
daría todo porque viniera y me sacara de acá y matara a ese hijo de puta del
esposo de Tatiana con lo que fuera”. Su tío lo salvaría si tuviera la
oportunidad, de eso no cabía duda; mas se hallaba a cientos de kilómetros de
distancia, de seguro trabajando sus tierras o haciendo algo parecido,
disfrutando las bondades de la naturaleza, canturreando como había imaginado,
en primera instancia, al hombre transitando afuera de la casa donde estaba
encerrado.
El silencio
dentro del hogar era abrumador, pegajoso, angustiante. Acostumbrado al ruido
constante de la ciudad y su rutina, Alberto se sentía un tanto incómodo cada
vez que se veía envuelto en la realidad en sordina de las localidades externas
a ella: le hacía cuestionarse cosas que antes no se cuestionaba, le hacía
extrañar cosas que no extrañaba en presencia de los estímulos frenéticos de la
vida apretujada y viciosa de las calles de concreto, le hacía padecer de una
sensación de soledad que antes jamás hubiera imaginado; le entraban ganas de
estar con alguien, con quien fuera, con tal de no sentirse solo. Alberto no
podría decir con exactitud cuándo comenzó aquella mierda en su interior, sentirse
tan frágil por momentos, sin embargo tenía una noción de ello: la muerte de su
hermano Gabriel, sin duda alguna, había fragmentado una parte suya en su
interior; eso, y el haber dejado de asistir tan seguido a su casa donde había
nacido, donde lo común era el silencio y la reflexión y no el constante
chillido de bocinas, choques automovilísticos y gritos de personas pidiendo
ayuda por las calles en plena madrugada.
La gente
cambiaba, pero él se sentía mal con ello. “La culpa la tiene la ciudad”, se
dijo con amargura. “La culpa la tiene la ciudad y sus centros de
entretenimiento como ese puto Tomorrow’s
de mierda”.
Alberto imaginó
el local como un real templo de la discordia, la infidelidad y el malvivir
bohemio, como si fuese el escenario de un enemigo poderoso en un juego de
peleas virtuales.
Tomorrow’s, Tomorrow’s, Tomorrow’s.
¿Por qué siempre los dueños de los locales chilenos tenían la mala costumbre de
ponerle un apóstrofe a los nombres de sus tiendas, restoranes, centros de
entretención, bazares, etcétera, etcétera? De seguro los gringos se cagan de la
risa al ver que aplicamos sus reglas gramaticales como el pico, pensó Alberto,
recordando que más de una vez habló de aquello con Mario mientras estaban hasta
el culo por la marihuana.
“Los chilenos
somos unos estúpidos de mierda”, comentó su amigo en esa oportunidad, sonriendo
como lo haría un oriental divertido por el tema de conversación en cuestión.
“Lo copiamos todo, y como la mierda”.
El pub bien
podría haberse llamado Mañana, o algo
por el estilo, especuló Alberto; pero claro, no era un nombre tan ganchero como
el de Tomorrow’s –apóstrofe y todo incluido– para el público al cual estaba
destinado: gente arribista, de un estrato social mucho más alto que el suyo, que
gozaba de ciertas garantías para el diario vivir que la mayoría de sus amigos
de la infancia ahora carecían por puro mérito de oportunidades y el haber
nacido en un lugar abandonado de ellas. Esa clase de locales estaban hechos
para gente como Tatiana: con mucha plata, un montón de tiempo libre y ganas de
vivir lo que no habían podido vivir durante sus preciosos años mozos por culpa
de un temprano matrimonio con una persona de mierda; en otras palabras, esos
locales estaban hechos para gente peligrosa: porque estaba claro que la
combinación de todas esas cualidades derivaban en situaciones como la que
estaba viviendo: peligrosas, vitales, de vida y muerte.
Alberto hubiera dado cualquier cosa por
haber hecho caso de su instinto y decirle a su amigo Mario que si el pub donde
estaban bebiendo estaba a punto de cerrar sus puertas debido a la finalización
de la jornada, era mejor considerar la advertencia y volver a la tranquilidad
de sus hogares que continuar por ahí, en las calles, buscando un lugar donde
seguir destruyéndose por dentro. De haberlo hecho, jamás hubiera conocido a
Tatiana. De haberlo hecho, jamás la hubieran asesinado. De haberlo hecho, jamás
se hubiera encontrado escondido debajo de una cama con el torso desnudo,
aterrado como un animal apresado, y con unas crecientes y tortuosas ganas de
orinar.
“Lo hecho, hecho está”, le dijo su
hermano Gabriel junto al oído; o eso creyó Alberto: quizá fuera él mismo
aconsejándose con palabras de aliento para darse valor y buscar una manera de
salir de ahí, sin dejarse abandonar por los malos augurios y la horrible
perspectiva de los hechos futuros. ¡Ya no lo sabía realmente!: el silencio y la
soledad quizá estaban obrando en su mente, provocando que se imaginara en
compañía de personas muertas con tal de no dejarle solo ahí, debajo de esa
cama.
¿Y si llega a aparecer Tatiana muerta,
con la cabeza reventada por el disparo desde la cocina?, pensó Alberto de
pronto, sintiendo un súbito escalofrío que no supo si fue por culpa del frío
que se le impregnaba desde el suelo de madera, o por culpa de la inmediata
imagen mental que concurrió a su mente: Tatiana destrozada, la belleza
arrancada de su ser, acercándose a él parsimoniosamente para llevarlo al
infierno junto a ella. Porque Alberto se lo merecía, ¿no?; porque él había sido
el principal culpable de su muerte, ¿verdad?
De repente Alberto se sintió acompañado,
y tuvo un sorpresivo temor a que alguien tomara sus piernas y comenzara a
susurrarle cosas al oído, cosas relacionadas con la muerte, cosas relacionadas
con la venganza y la infernal vida después del último aliento.
“Más allá de la muerte hay sólo fuego y
más fuego”, dijo Tatiana, con la voz corrupta y gutural. “No habrá más que
fuego y más fuego para nosotros, los pecadores”.
Alberto cerró los ojos con fuerza,
muerto de miedo, pero la oscuridad no hizo más que acentuar los elementos y las
sensaciones experimentadas hasta ese entonces: él bajándose del taxi afuera de
la casa, Tatiana recibiéndole, sus hormonas revolucionadas al primer contacto
con ella, el ruido de la reja eléctrica abriéndose afuera, él escondiéndose
debajo de la cama del cuarto para invitados, las excusas de Tatiana y los
argumentos de su esposo, luego el disparo, el disparo, el disparo. Y cómo no,
el ruido del cuerpo de Tatiana caer exánime contra el suelo
(como un saco de papas, recordó Alberto).
¿Cuánto
llevaba de haber comenzado aquél día?; Alberto ni siquiera sabía qué hora era.
Los minutos, los segundos, las horas avanzaban mucho más rápido hoy en día que
durante la época de su niñez, cuando las tardes le parecían una eternidad y las
noches cosa de un abrir y cerrar de ojos. Era un asunto científico, según había
leído por ahí, en Internet: la gran cantidad de guerras libradas entre los
países, los terremotos y la original naturaleza de la erosión y esas cosas,
habían desencadenado un progresivo cambio de eje y movimiento de la Tierra,
acortando los días en unas cuantas horas significativas; de ahí que las
jornadas se hicieran más largas y la constante falta de horas libres se hiciera
cada vez más notorio y fatigante. De cierta manera entonces, señoras y señores,
se levantaba en un lado del cuadrilátero la −primitiva y casi inequívoca−
percepción de los hechos, mientras que por el otro extremo lo hacía lo
–irrevocable y endiablado− establecido por el sistema: el tiempo: los minutos,
las horas, los segundos: el tiempo.
Alberto
no sentía
(ni escuchaba)
otra cosa más que los latidos de su
propio corazón contra el suelo. Le recordaba la sensación que tenía cuando
probaban el bombo de la batería antes que comenzara un concierto de los grandes,
al aire libre. Lo sentía en el pecho, en el piso, en el fondo suyo.
Entonces volvió a oír los piquetes del reloj, que en realidad eran
los segundos desgranándose en algún lugar de la estancia. No veía el reloj desde
donde estaba, así como tampoco podía asegurar su ubicación a partir del ruido
(los piquetes,
los segundos)
que llegaban hasta sus oídos. Pero lo
agradeció. El volver a ser a consciente del sonido del aparato en cuestión lo
trajo de vuelta a la realidad, a lo importante, a lo trascendental.
Ahí claramente no estaba Tatiana ni su hermano.
Los dos estaban muertos, uno con una ventaja brutal por sobre el otro,
obviamente, pero ambos en el mismo estado funesto al fin y al cabo.
Alberto aventuró que eran eso de las dos
y media de la tarde, las tres como mucho.
Había pasado mucho tiempo desde que se
apeara del vehículo de ese maldito hijo de perra que le había cobrado un ojo de
la cara −¡y su preciada chaqueta de mezclilla olvidada en el asiento trasero!−
por llevarlo hasta la casa de retiro donde se encontraba, había hecho ingreso
en ella, le había recibido Tatiana, y bla, bla, blá. De hecho, se le antojaba
una cosa de años, asunto de una vida pasada. Es más, esa misma mañana se había
bañado largamente luego de haberse echado una paja recordando uno de los
mejores polvos que tuvo con su última polola, en el living de su casa, ella
arriba y él abajo, y ahora se encontraba debajo de una cama, esperando alguna
señal (cualquiera) del esposo asesino de una mujer que conoció en un pub muchos
siglos atrás.
Alberto tocó su camisa de manera casi instintiva,
a su derecha, la misma que pudo haberlo delatado apenas Hernán entró en su casa;
si sólo pudiese ponérsela y sentir su agradable tacto contra su piel, quizá las
cosas fueran distintas. Tal vez su mente terminara por despejarse un tanto,
después de todo.
Alberto resopló, con el cuerpo
entumecido, el cuello doliéndole como si sufriera de una torticolis horrenda.
La posición en la que se encontraba lo estaba matando. Sus brazos, sus piernas,
sus pies, su pecho, todo, parecían tan muertos como Gabriel y Tatiana. ¿Y si
por no conseguir moverlos por mucho tiempo, estas extremidades de verdad dejaran
de tener vida o necesitaran de una terapia mayor para poder volver a ser útiles
como antes? Alberto tenía un amigo que por dormir borracho sobre su brazo
derecho, prácticamente inconsciente, éste se paralizó y necesitó de al menos
tres meses de terapia para poder volver a ejecutar una acción con él de manera
decente.
¿Y si le llegaba a suceder eso?, temió
Alberto.
De seguro jamás lograría salir de ahí;
al menos no con vida, eso estaba claro.
El joven intentó mover sus manos y
brazos, lográndolo a duras penas. El reducido espacio entre las tablas del
catre encima suyo y el suelo, le impedía un movimiento más amplio para liberar
sus articulaciones (aunque fuera un ápice) sin contar que debía tener sumo
cuidado con no golpear ninguna parte de su cuerpo contra las maderas y el
suelo, provocando así un ruido capaz de delatar su presencia en la estancia.
Su situación era una completa mierda,
sumándole a eso unas crecientes y contradictorias ganas de orinar y beber agua
para hidratar su boca totalmente reseca. Alberto sentía su bajo vientre
hinchado, lleno de meados. Fue consciente entonces que no había ingerido ni
expelido líquido alguno desde que había salido de su casa esa mañana.
¿Tatiana le había ofrecido algo para
beber cuando ingresó a su hogar de retiro?; Alberto no lo recordaba con
exactitud, pero a pesar de sentir los reclamos de su organismo por haber hecho
caso omiso de su probable ofrecimiento muchas horas antes, supo que después de
todo aquello, eso había sido lo mejor: porque ¿qué explicación podían tener dos
vasos recién usados en el living de la casa cuando ahí sólo debía haber sola
persona, cuyo nombre era Tatiana? Como las cosas habían sucedido tan deprisa, eso
hubiera puesto a Hernán en alerta y Alberto en jaque mate, sin lugar dudas; hubiera sido como dejar puesto un
cartel anunciando su presencia, con letras mayúsculas y subrayadas.
Pero orinar era definitivamente otra
cosa: cuando llegó a esa casa no sentía ni pizca de necesitar una visita al
baño, y eso era lógico: uno no podía echar una meada sin la necesidad natural de
hacerlo; era como sentarse en el baño para echar una cagada sin tener una pizca
de ganas de excretar. Naturalmente jamás saldría mierda por tu culo si no
tenías mierda adentro que echar por él. Y bueno, eso era lo mismo que sucedía
en este caso, salvo que ahora tenía unas ganas enormes de mear y evidentemente no
se encontraba habilitado para hacerlo.
Alberto sabía que podía aguantar un
tiempo más así, claro, pero también tenía la certeza de que hacerlo por un
periodo prolongado no haría más que empeorar su situación. Su papá siempre le
decía cuando niño que resistir las ganas de mear podía provocar que sus riñones
terminaran estallando y que toda la orina llenaría su cuerpo por dentro,
infectando sus demás órganos, envenenándolo hasta llevarlo a una muerte lenta y
dolorosa. Existía la probabilidad de que su padre estuviera equivocado, obvio,
sin embargo Alberto sabía que algo de ese calibre podía suceder si no se andaba
con cuidado y echaba una meada como Dios mandaba. La vejiga estaba diseñada
para aguantar cierta cantidad de desechos, no más: ningún órgano del cuerpo,
por lo que él sabía, podía resistir más de lo que estaba destinada a hacerlo.
“Debo dejar de pensar en eso, debo dejar
de pensar en eso”.
El joven no pudo evitar recordar esas
noches cuando tenía seis años y sentía esas ganas horribles
(como si estuvieran desgarrándote por
dentro, ahí, por el abdomen)
justo antes de quedarse dormido.
Qué cosa más abominable estar a punto de
conciliar el sueño y sentir esa punzada de mierda en el bajo vientre que te
despierta, devuelve a la vida gran parte de tus sentidos, y te gruñe: “oye,
debes ir al baño si no quieres mear la cama de nuevo, idiota”. Porque ya lo has
hecho otras veces, por lo que ya sabes que mear la cama es horrible; porque sabes
que mearse encima y despertar mojado, fétido y lleno de vergüenza, es una
mierda. Tan mierda como ese temor inculcado a la oscuridad, a lo desconocido y
todo lo que tus ojos no consiguen ver, el mismo que fue forjado por tu padre
durante toda tu infancia hasta tus primeros años de adolescencia. Con toda
seguridad tu papá lo decía para que no te metieras en problemas ni en
situaciones peligrosas que pusieran en riesgo tu vida y esa clase de cosas
estúpidas que hacen los padres pensando en que están haciendo lo correcto; no
obstante, siempre ves patente en sus ojos cierta rabia mezclada con burla y
diversión que te hacen pensar que éste parece disfrutar con el miedo que
expresa tu mirada al enterarse de lo que podría suceder si no le haces caso.
Cosa rara, por supuesto, piensa Alberto, porque Alberto nunca le hizo nada malo,
que él supiese.
“Salvo arruinarle su vida”, le dijo su
hermano, con ese tono que empleaba cada vez que le intentaba explicar algo que
para él era muy fácil. “Imagínate”, prosiguió, y Alberto se imaginó a Gabriel
−niño− enumerando los hechos descontando sus dedos levantados: “le arruinaste
su sueño de seguir en la universidad; le quitaste la oportunidad de seguir
saliendo con otras compañeras que no fuera tu mamá; y lo peor de todo, le
mandaste a la mierda sus deseos de quedarse en la ciudad y no vivir en la
maldita casa de campo”. Su papá siempre decía (cuando estaba borracho y solo
con sus amigos) que todos ellos podrían haber estado viviendo en la ciudad si no
hubiera sido por la mala fortuna que le había tocado. Alberto, que escuchó esto
a hurtadillas un par de veces, supo que se refería a él. Porque fue por su
culpa que él tuvo que abandonar sus estudios y hacerse cargo del negocio
familiar de su mamá, increpado prácticamente a muerte por su futuro suegro como
garantía tras haber arruinado los planes para con su única hija.
Alberto siempre tuvo la certeza de que
el favorito de su padre era Gabriel, y no por una cosa de gustos, sino porque
simple y llanamente vino después, cuando las cosas ya estaban arruinadas y la
suerte totalmente echada.
Por eso su papá le hinchaba las bolas
cada santa vez que se emborrachaba con eso de que cuándo iba a terminar con su
carrera, de que cuándo iba a por fin irse por su cuenta o ayudar en las
finanzas de la casa.
Por eso su papá nunca dejó de echarle
una porción de culpa por todo lo ocurrido en relación a la muerte de su
hermano: porque de haber vivido en la ciudad, y no en ese antro lleno de
pasteros y drogadictos, con toda seguridad otra realidad se habría
desencadenado…
Alberto apretó sus puños, furioso y
triste, apretando los dientes. ¡Qué ganas de sacarle la mierda a ese viejo
conchesumadre! ¡Qué ganas de que su hermano estuviera vivo, y su papá muerto!
Si una especie de dios (o Dios mismo si es que existía, lo que fuera) le diese
la oportunidad de salvar a uno de ellos –muriendo el otro de forma inmediata−,
elegiría a su hermano sin dudarlo un solo instante; no le importaba el asunto
de que gracias a su padre su concepción había sido posible y toda esa
palabrería impregnada de egolatría y porquería pura, para nada: la vida de su
hermano valía para él mucho más que la de su papá, y eso a Alberto no le daba
ni una pizca de remordimiento.
“Ay, Gabriel”, pensó Alberto, removiéndose
incómodo por la sensación de que se iba a mear de forma inminente.
“Mejor deja de pensar en esa basura y
relájate”. Aquello sonaba como el Gabriel de la Media, el que ya tomaba cerveza
y vino con sus amigos del colegio y fumaba cigarros y porros de vez en cuando,
con ese dejo indiferente pero sabiondo que tenía al hablar por esos años. “Deja de pensar en mí y
concéntrate en no mearte encima. Hazlo como cuando no podías ir al baño por la
noche”.
Gabriel fue grande antes de poder llegar
a serlo, se dijo Alberto. Nunca dejaba de dar consejos como ésos.
Alberto bajo la cama, con el cuerpo
entumecido y doliente, recordó que cuando al Alberto niño le entraban ganas de
mear en medio de la noche no habiendo nadie más despierto en la casa que él −tanto
los ronquidos de su papá como los de su mamá lo dejaban bien en claro−, cerraba
los ojos y comenzaba a contar lentamente en orden creciente hasta donde pudiera
su consciencia, sólo rigiéndose bajo el concepto de avanzar un segundo tras
cada exhalación lenta y profunda que realizara; años después sabría que eso que
hizo tantas veces por instinto –y por supervivencia, por decir de alguna
manera−, estaba considerado uno de los baluartes de la relajación y la
meditación. Sonaba un poco contemporáneo lo que hacía para olvidarse de las
ganas desesperantes de mear en plena noche durante esos años, pero para el
Alberto niño y el Alberto bajo la cama se les antojaba absolutamente sombrío y
torturante.
“Hay alguien esperándote en la
oscuridad”.
Las
manos lo iban a tomar cuando tuviera que pasar por el largo pasillo
hasta el baño, la luz apagada y el interruptor del otro extremo, cuando ya no
valía de nada iluminar y barrer las sombras. Alberto siempre imaginaba ahí a la
llorona, la que se decía estaba más cerca de ti cuando más lejos se escuchaba,
y viceversa. La imaginaba alargada, pálida, con los ojos cocidos con grueso
hilo negro y la boca torcida en un rictus que no podía ser otro que el de un
muerto. Varias veces fue capturado por ella cuando se dirigía al baño en
sueños, imbuido por la gran necesidad postergada en la vigilia: ella lo tomaba
por los hombros, aparecida de la nada, y lloraba quedamente en su oído, como si
lo hiciera muchas habitaciones más lejos y él tuviera apretada su almohada
contra su cabeza, dejando todo el mundo sumido en sordina. Alberto no sabía por
qué, pero eso era lo que más terror le provocaba: el hecho de que oír llantos
suaves, casi silenciosos en cualquier lugar, significara que la llorona estaba
cerca.
Pero
eso era el pasado y Alberto debía vivir el presente y salir de debajo de esa
cama, de esa casa, de ese zona de mierda desértica alejada de la mano de Dios,
¡y vivir y hacer todas esas cosas que no había hecho hasta ese entonces y que
deseaba y que quedaban pendientes! Por lo mismo debía relajarse, no ponerse
ansioso: debía respirar, mantener la calma y esperar algún movimiento por parte
de Hernán, que de seguro debía estar agazapado en el cuarto contiguo, esperando
algún error suyo que lo delatara y le hiciera saber que toda esa locura sí
tenía un sentido. Alberto no creía que Hernán se hubiera suicidado
(aunque
existía la posibilidad),
así
como tampoco pensaba que se hubiera largado por la ventana de su habitación
(Alberto
tenía la idea mental de que el cuarto de al lado contaba con una ventana por la
que podía caber una persona)
para
rodear la casa y esperarlo en la salida dado el caso de que él se envalentonara
y pensara que Hernán había escapado del escenario del crimen.
“También
puede que esté cavando un hoyo para el cadáver de Tatiana”, caviló el joven vagamente.
Mas no había oído ruido de excavación en todo ese rato desde que Hernán había
desaparecido de su restringidísimo campo de visión; tampoco había escuchado el
funcionamiento de la reja eléctrica que le había salvado por los pelos esa
mañana, anunciando la llegada del esposo de Tatiana.
El
número de posibilidades se cercaba en gran medida gracias a esos pequeños pero
útiles datos, mientras que la conclusión más racional por parte de Alberto
parecía ser esperar y ser el jugador paciente del juego.
Si
él tenía que mear, Hernán, como cualquier otro ser humano, también tendría que
hacerlo en algún momento. Y para eso debía caminar, dar pisadas, hacer sonar
sus tacones contra el suelo, echar el chorro de meado contra la taza, meter un
montón de ruido, accionar la cisterna y meter mucho más ruido aún, y luego, si
sus costumbres lo dictaban –Alberto podía apostar sus pies que aquello
sucedería–, lavar sus manos con el agua del grifo de la pileta, declarando
abiertamente que su presencia dentro de la casa era más real que cualquier otra
cosa.
Por
eso debía esperar ahí, sin meter ruido, fingiendo no existir y nunca haber
existido. Aunque el cuerpo le doliera una brutalidad y empezara a sentir mucho
frío.
Aunque pareciera que con eso no
lograría nada.