Era un hecho: a Carlos lo
habían pateado por cuarta vez en menos de seis meses, todas por la misma infantil
y estúpida razón: no ser lo suficientemente educado ni buen pololo para con sus
novias. Claro: podía aceptar no ser el típico galán de teleserie dispuesto a
dar todo por ellas, pero que la última terminara con él por no ser lo bastantemente
dulce –así, tal cual–, lo había dejado destrozado, con más dudas e
inseguridades que cualquier otra cosa dentro de su cabeza.
Por eso cuando caminaba de vuelta a su casa sintiéndose
el tipo más miserable del mundo (sumándole a ello un enorme nudo en la
garganta), no dudó en patear con fuerza la primera piedra que se cruzó por su
camino lanzándola a su derecha, dirección contraria de la que deseaba; cuando
estuvo a punto de pensar que ni para eso era bueno, se percató que la piedra en
cuestión fue a dar contra algo metálico y pequeño entre un montón de basura
repartida en un rincón de la calle. Brillaba con un enigmático tono dorado
difuminado parecido al de un mal sueño, ahí entre toda la mugre.
Siendo presa de su curiosidad, se acercó al objeto
golpeado aguantando el olor de la basura desperdigada por los perros callejeros,
comprobando que al final de cuentas no se trataba más que de una porquería como
cualquier otra.
Carlos chistó y observó mejor la botella dorada y
desteñida que tenía al frente, pensando que tal vez a su madre le gustaría una
cosa como esa. Emitiendo un gruñido al agacharse, apenas Carlos tocó su
superficie, sintió que el tiempo, todo lo que acontecía en el mundo, se detenía
de sopetón para darle cabida a lo que sucedería a continuación. La botella
tembló como si tuviera vida propia, se alzó en el aire y despidió una gran
voluta de humo que terminó por transformarse en un ser con las características
físicas de un humano fornido y de avanzada edad.
–Soy Malvablanca –dijo éste, flotando sobre la botella
suspendida en el aire. Cruzó sus brazos contrariado–. ¡No puedo creer que me
hayan olvidado en este mierdal! ¡Me parece humillante!
Carlos advirtió que los gestos del ser eran bastante
amanerados. Luego, al mirar al lado, se percató, asombrado, que todo a su
alrededor se hallaba paralizado y diluido, como una de esas fotografías
antiguas que tenía su abuela colgadas en su pared.
–Mira, niño –dijo por fin el ser, soplando el mechón que
caía sobre su pelo–, por haberte fijado en mí (a pesar de haberme golpeado con
esa piedra), voy a cumplir un deseo tuyo. Cualquiera.
–¿Cualquiera?
–Cualquiera.
Por la cabeza de Carlos pasaron fugaces las imágenes de
una guitarra Fender, un montón de pedales Boss y un sinfín de discos y libros
que ni siquiera alcanzó a contar cuando dijo en voz alta:
–Quiero ser más dulce –sin darse cuenta muy bien de lo
que hacía.
El ser inclinó su cabeza con solemnidad.
–Pues así será, niño.
Y entonces hubo una especie de explosión de colores y
para cuando Carlos volvió a abrir los ojos todo había vuelto a ser como antes.
El lugar donde se encontraba hedía como la mierda, y Carlos recordó que se
había detenido entre un montón de basura a recoger una botella dorada que ya no
estaba. Se llevó las manos a la cabeza y se dijo:
–Qué mierda… –sin entender nada de lo acontecido. Miró
hacia la calle temiendo ser visto ahí y se percató que una mujer que caminaba
en su sentido lo observaba tras sus gafas oscuras. También se percató que tenía
unas piernas hermosas y facciones bastante estilizadas.
Se sacudió la ropa como esperando quitarse el olor de su
ropa y avanzó para volver a la calle, todo nervioso y avergonzado, sintiéndose
aún más miserable que en un comienzo.
Saludó a la mujer con una trémula –y casi culpable–
sonrisa antes de tropezar y golpearla torpemente con su antebrazo izquierdo.
Inmediatamente pidió un estúpido perdón y trató de disculparse movimiento sus
manos y cabeza. Temió lo peor: una pataleta en plena calle, insultos a gritos,
él siendo ingresado al retén móvil de los Carabineros. Trató de hacer lo
posible para que la mujer entendiera que todo había sido casualidad, una cosa
sin ninguna importancia en el transcurso de sus vidas, pero no fue necesario.
La mujer lo miraba como si se encontrara paralizada; al principio pensó que se
trataba de ella fraguando una buena palabrería en su contra, sin embargó notó
que se movía lánguida como uno de esos personajes de videojuegos que no tienen
ninguna acción que realizar. Se sintió extrañado.
–¿Estás bien?
La mujer se le acercó de improvisto y Carlos se echó a un
lado pensado que le iba a pegar una cachetada o un puñetazo, pero se detuvo al
percatarse que sólo quería oler su cuello. Sentía como si un millón de hormigas
circularan por esa zona.
–Eh…, hola –dijo tartamudeando estúpidamente.
Mas la mujer acercó su lengua con la misma espontaneidad
de antes y la deslizó contra su piel, toda húmeda y delicada.
Carlos no pudo evitar soltar un resuello que le recorrió
entero el espinazo y cerrar los ojos dejándose llevar por la iniciativa de la
mujer que tenía al frente. Podía oler su penetrante perfume cuando un chillido
brotó de puro dolor de su boca: la mujer había hincado sus dientes en el lóbulo
de su oreja izquierda hasta el punto de arrancárselo de cuajo. Carlos se echó
atrás llevándose una mano a su herida, sintiéndola mojada y pegajosa.
–¡¿Qué te pasa, mujer?! –le gritó con rabia. Se miró la
palma de la mano para encontrarla toda manchada y roja–. ¡Mira lo que has
hecho!
Pero la mujer de lentes parecía no escucharlo: en vez de
eso, con los labios llenos de sangre, sonrió enigmáticamente. Entonces volvió a
dar un paso hacia él; y otro; y otro. Carlos adivinó sus intenciones antes que
fuera demasiado tarde, por lo que giró sobre sus talones y corrió en dirección
opuesta sosteniendo la herida de su oreja.
Por un instante, todo agitado y adolorido, Carlos pensó
que se hallaba a salvo, que la mujer jamás se esforzaría en intentar seguirlo
siquiera, pero al mirar por sobre su hombro sin parar, vio que ésta estaba a
punto de atraparlo; su corazón dio un vuelco terrible. Carlos intentó
esforzarse aún más para sacarle algo de ventaja hasta poder encontrar en una de
las siguientes calles algún Carabinero o alguien que se la quitara de encima y
le ayudara, cuando su cuerpo volvió a impactar con otra persona, esta vez de
manera más abrupta que la primera. Los dos salieron despedidos sobre el
pavimento.
Carlos trató de incorporarse de inmediato, recordando que
la mujer de lentes estaba a punto de alcanzarlo; se levantó con la ayuda de su
mano desocupada, vio en la dirección en la que estaba avanzando y comprobó que
la persona que había impactado era una mujer de unos cincuenta años; un grupo
de personas lo observaba desde unos cuantos metros, con aire de reproche. “¡A
la mierda!”, pensó Carlos antes de continuar con su huida. Entonces la mujer
del suelo, sin previo aviso, tomó una de sus pantorrillas e hincó sus dientes
en ella con una fuerza inusitada; Carlos sintió cómo su carne se desgarraba en
un relámpago de dolor albo antes de volver a tener los dientes de la mujer de
lentes sobre su hombro, hundiéndose con la agresividad de un animal hambriento.
Los espectadores ahogaron un grito, algunos incluso se
taparon los ojos, otros intentaron socorrer al pobre joven atacado corriendo
hacia ellos, pero cuando lo tuvieron cerca, al sentir un olor dulzón tan
exquisito y cautivador emanando de la sangre que salía a borbotones de sus
heridas, supieron que muchas oportunidades son únicas en la vida, que más vale
no perderlas por nada en el mundo, y que ciertos sabores, como el más dulce de
todos, valía la pena alojarlo en la boca aunque fuera por un pequeño periodo de
tiempo.