Cuando vacacioné con mis
papás en Iquique el verano pasado, sufrí lo que cualquier adicto sufre cuando
se le acaban sus medicinas. Y como no había nadie disponible para saltar en mi
ayuda, mis amigos de la localidad todos ocupados en sus propios asuntos
veraniegos, tuve que recurrir al viejo modo de conseguirlas: preguntándole a
las personas más indicadas.
Fue así que no tardó en llegarme el rumor que en una de
las universidades –que en ese momento recuperaban el semestre en que transcurrió
el paro– había un sitio llamado La Palomera donde era muy posible obtenerlas.
Así, con toda la perso, y con más pinta de turista que de estudiante, entré en
el campus maravillosamente ubicado cerca de la playa tratando de encontrar el
lugar en cuestión.
Al principio vi
escasos grupos de estudiantes echados sobre el pasto, conversando y disfrutando
del implacable sol estival, esperando, quizá, la hora para rendir las pruebas
pendientes del semestre pausado; pero ninguno de ellos parecía estar bajo los
efectos de lo que necesitaba.
Seguí caminando por entre sus salas, buscando indicios de
La Palomera en los ojos y expresiones de los pocos estudiantes que pasaban por
mi lado. Llegué al casino, fui a la cancha (ocupada en ese momento, obvio), me
paseé por la entrada nuevamente, y nada. Hasta que me atreví a preguntarle a
una de las personas por ahí cerca que adónde quedaba la famosa Palomera.
Me miró con una expresión que no entendí al principio,
pero que luego interpreté como recelosa. Claro, pensé, se dio cuenta que no soy
de acá y debe creer que soy un paco infiltrado.
“Mira”, me dijo, como saliendo de un pequeño trance,
“tenís que seguir hasta el fondo de esas salas, hasta unos containers. Ésa es
La Palomera”.
Le di las gracias (tratando de no ser demasiado efusivo)
y enfilé hasta donde me habían indicado.
La Palomera era, en efecto, un lugar muy parecido a una palomera:
los containers, oxidados por la salinidad del ambiente y de aspecto muy mal
cuidado, todos juntos y apretados, le daban un aire decadente que, dicho sea de
paso, me gustó bastante.
Resultó que
aquellos containers, como supe un rato después, eran los Centros de Alumnos de
las distintas carreras que se impartían en el campus, adecuados nimiamente para
su uso. Por esta misma razón no demoré mucho en encontrar a una joven en el
interior de uno de ellos, enfrascada en una guía fotocopiada que sostenía con
sus dos manos. Golpeé la puerta con cierta timidez para llamar su atención y la
saludé. Le pregunté si tenía pititos a la venta. “Me dijeron que por acá
vendían”, le expliqué.
La joven me
quedó observando de la misma manera suspicaz que la persona a la que le había
preguntado antes, como si se debatiera entre decirme la verdad o mentirme.
“No, no cacho
quién tiene”, me respondió ella, sin quitarme la mirada de encima.
“Pero acá
venden, ¿cierto?”, insistí.
“Sí, pero ahora
no hay nadie que tenga”.
Hice un gesto
amargo y me despedí de ella sintiéndome fatal. Di un par de vueltas por los
containers restantes, encontrándolos cerrados o vacíos, y me senté muy cerca de
donde se hallaba la joven con la que había hablado, decidido a esperar a
cualquiera que pudiera venderme alguna porquería para la cabeza.
Como había
apagado mi reproductor de música, tratando de idear algún plan que me sacara de
apuros, pude escuchar cómo la joven conversaba con lo que era, al parecer, uno
de sus compañeros de carrera. Agucé mis oídos y me percaté que hablaban, cómo
no, sobre mi persona.
“Me preguntó si
tenía pititos”, escuché que decía la joven, con tono preocupado. “Qué onda,
quién chucha pregunta por pititos”.
“No sé, debe
haber sido un rati”, le respondió la otra persona; era un hombre. “Porque esos
güeones nomás ocupan palabras tan rancias como ésas. Pititos”, repitió,
riéndose de lo estúpida que les parecía la palabra en cuestión.
Me incorporé de
un salto, consciente que debía actuar en ese mismo instante, y los volví a
saludar, pillándolos por sorpresa.
“Escuché su
conversación a la pasada”, les dije antes que me replicaran cualquier cosa.
“No, no soy ni rati ni paco infiltrado, para que lo sepan”.
Entonces les
expliqué que venía de La Serena, que estaba ahí por vacaciones y que moría por
un poco de…, bueno, digamos, medicina mágica. La pareja me quedó mirando,
comprendiendo el malentendido, y esbozaron una sonrisa.
“Es que dijiste
pititos”, dijo la muchacha, soltando una carcajada. “Acá le decimos porros, o
marihuana a secas”.
“Pititos o
pitos es muy del sur”, explicó el joven, dando a entender que para ellos La
Serena ya era considerada como parte del sur del país, no del norte como nos
consideraban (uf, qué complicado) los sureños de verdad. “Por eso pensamos que
erai rati o algo así”.
Les dije que me
daba lo mismo, que para la otra mejor usaría terminología más universal para
referirme a mis medicinas. Acto seguido, les pregunté si efectivamente tenían
algo para la venta.
“¿Cuánto
querís?”, me preguntó el joven. Le dije que una, haciendo alusión al medio
gramo que todos venden en todos lados, envuelto en una hoja de cuaderno
universitario (los más cuidadosos) o de diario (los menos preocupados por la
estética que ofrecían sus productos).
Su compañera
metió la mano dentro de su bolso y sacó de ahí un trozo grueso de papel de
diario doblado hasta darle una forma rectangular; tuve que aguantar las ganas
de ponerme a reír ahí mismo al darme cuenta que con quienes lidiaba, eran de
esa clase de personas que les importaba una mierda el aspecto que daban las
medicinas que vendían.
Les pregunté que a cuánto la tenían.
“A luca”, me dijeron, y yo casi me caí de culo.
“¡¿A luca?!”.
“Sí, po’. A luca”, repitió la joven, mirándome extrañada.
“¿A cuánto la tienen en La Serena?”.
“Al quíntuple”.
Abrí el diminuto paquete para encontrarme con mi medicina
prensada y negra como la muerte, tal como me imaginé al saber su precio; ¡pero
qué mierda, como si alguna vez me hubiera importado la procedencia de lo que
llegaba hasta mis labios! Le di el billete de luca a la joven y les pregunté
que qué iban a hacer.
“Nada”, replicaron los dos al unísono, antes de
pellizcarse ambos los brazos al mismo tiempo, riendo. “Teníamos una prueba,
pero la cambiaron hace poco”, explicó el joven.
“Ahora esperamos a que nuestros compañeros salgan de
clases”, dijo la muchacha.
Lo cavilé por unos cuantos segundos, antes de preguntarles
si querían consumir mis medicinas conmigo. Se miraron los dos y dijeron que ya,
que bueno. Les pedí papelillos y me senté a la única mesa que había ahí dentro,
atestada de tazas sucias, frascos con bolsas de té y azúcar, para ponerme manos
a la obra.
En el intertanto les conté sobre la realidad de los viciosos
de mi región y cómo la cosa había mejorado hasta el punto que ya no había fecha
en que faltaran nuestras queridas medicinas. Ellos me dijeron que la cosa en
Iquique era distinta por culpa de su clima, y que el único asuntillo bueno que
entraba a la región provenía de Bolivia.
“¡La mejor mierda del mundo, amigo!”, exclamó el joven,
haciendo un ademán con sus brazos.
“Me imagino”.
Cuando acabé de preparar nuestra medicina, como si fuera
una parte premeditada del día, llegaron los compañeros de carrera mencionados
por la pareja anteriormente. Me miraron un poco confundidos, como diciendo con
la mirada “y este güeón quién es”, pero tras una breve presentación por parte
de la muchacha que me había atendido, me saludaron con apretones de mano (y
besos en la mejilla por parte de las mujeres) y empezaron a tratarme con
afabilidad, como si fuera uno más del grupo.
Uno de ellos sacó unas cuantas latas de cerveza de su
mochila y yo hice correr nuestras medicinas que nos llevarían lejos, muy lejos
de ahí.
Así fue cómo en un par de minutos terminamos todos con
los ojos rojísimos, las sonrisas marcadas en nuestros rostros y riéndonos de
cosas estúpidas que se nos ocurrían en el instante, como si nos hubiéramos
conocido de toda la vida.
Alguien me preguntó si ya había conocido los alrededores
de la ciudad, los puntos y principales atractivos turísticos que ofrecía la
zona. Les respondí que sí, que unos tíos coterráneos suyos ya me habían llevado
a conocer La Tirana y Pica hacía unos días atrás.
“Ahora puedo decir que Pica es una de las localidades más
bonitas de Chile”, dije, siendo bastante sincero. “Un verdadero oasis en medio
de la nada. Realmente alucinante”.
“Sí, es bien bonita esa güeá”, afirmó uno de ellos.
“Lo malo, es que probablemente tenga sus días contados”,
dijo otro, con pesar.
Naturalmente le pregunté que por qué decía eso. Entonces
me contó la historia de Cazoca, un pequeño pueblo al interior de Iquique con
una población no superior a las cien personas (si mal no recuerdo). Por lo que
pude entender, era una de esas localidades aisladas en las que actualmente
siguen viviendo los descendientes de las mismas familias que la levantaron en
un comienzo, con muy pocas caras nuevas entre ellos.
“Lo secaron”, enfatizó el joven. “Vinieron los de una minera
cercana y les ofrecieron comprar sus propiedades a precio de moco para quedarse
con el agua de sus napas, ya sabes, el agua que corre bajo la tierra, para
poder usarla en sus asuntos de mierda. Pero como la gente de Cazoca no dio su
brazo a torcer, a los grandes genios empresarios se les ocurrió robárselas
mediante un complicado sistema de cañerías subterráneas, todo, como de esperar,
en completo silencio. Para cuando la gente se dio cuenta de lo que pasaba, ya
era tarde. Entonces los pobladores se unieron y demandaron a la minera por el
robo descarado que estos estaban llevando a cabo. Pero a que no adivinai’ qué
pasó después”.
Pensé mi respuesta por unos segundos. “Me imagino que
nada, ¿no?”.
“¡Exacto!”, corroboró mi interlocutor. “No pasó
absolutamente nada. Los pobladores se fueron a juicio contra los de la minera y
estos ganaron olímpicamente con la ayuda de todos los peces gordos que tienen
comprados en el Gobierno”.
Aquello me hizo sentir mal: las injusticias, en verdad,
en cualquiera de sus formas, me hacían sentir de verdad muy mal, llenándome de
rabia y odio, como si estuviera pudriéndome por dentro.
“¡Hijos de puta!”, dije sin poder evitarlo.
“Sí, fueron todos unos hijos de puta, los peores”,
continuó el joven. “Esto, como es lógico, jamás salió en las noticias ni en los
diarios locales. Ahora la gente de Cazoca no sabe adónde ir; les destruyeron el
lugar que les había pertenecido por tanto tiempo, su pequeño paraíso, y ahora
no saben de qué manera vivir el resto de sus días, lejos de lo que les
perteneció por tantos años. Triste, ¿no?”.
“Bastante”, dije.
Pensé en que casos como éste ocurrían frecuentemente en todo
nuestro país: es cosa de recorrer un poco su historia para darnos cuenta que el
Estado siempre se ha visto del lado del que tiene dinero, del empresario
extranjero que quiere hacerse todavía más poderoso sin importarle los costos
que esto llagase a significar, permitiendo que otros utilicen a su propia gente
como animales de matadero. Horrible: nuestro propio país era el chulo que nos
vendía como prostitutas de bajo costo; nuestro propio país era nuestro propio enemigo.
Mi celular comenzó a vibrar y todos se callaron; en aquél
oscuro container los sonidos agudos y molestos como los de mi celular se
intensificaban al doble.
Resultó que
eran mis papás deseosos de saber dónde andaba y qué estaba haciendo. “Paseando
por la playa”, les dije, sacando risas ahogadas de los universitarios ahí
presentes.
“No te olvides
que tenemos que ir a despedirnos de tu tía”, me recordó mi papá, cosa que había
olvidado por completo. “Saldremos en media hora más”.
“Está bien,
está bien”, les corté, guardando mi celular con resignación. “Ha llamado la
policía”, les dije a los demás, haciendo un gesto hacia el teléfono en mi
pantalón.
Antes de irme
me tomé la última lata de cerveza al seco y les pregunté a los demás si tenían
gotitas para los ojos.
“Acá tenís”, me
dijo la joven que me había vendido la medicina, extendiéndome el pequeño frasco
de gotitas para los ojos.
Le di las
gracias antes de rociarme un poco de su contenido y pensé que en La Serena
faltaban vendedores así de buenos.
“Ah, como
nuevo”, bromeó uno de los que tomaban cerveza al verme la cara. “Tus viejos
jamás van a cachar que te fumaste uno de los clásicos iquiqueños”.
Riendo, me
despedí de ellos con apretones de mano y besos en la mejilla, y caminé en
dirección a la salida del campus mientras el sol me lanzaba sus últimos y
tibios rayos sobre la cara.
A pesar de
sentirme contento por la gran tarde que había tenido, no me costó mucho trabajo
descubrir que por dentro me sentía totalmente desesperanzado y angustiado, como
si hubieran arrancado una parte de mí ubicada en mi pecho. Era, cómo no, esa
suave, filosa y familiar sensación de que todo está perdido, de que al final de
cuentas toda resistencia es insignificante, improbable, una pérdida total de
tiempo. Porque después de todo, no hay nada qué podamos hacer para salvarnos de
este fin inevitable; lo dice la historia; lo dicen los hechos que no salen en
las noticias ni en los diarios, esos que ocurren mientras estamos tomando una
cerveza cómodamente con nuestros amigos, fumando un cigarro en el breve
descanso entre tiempo y tiempo de un partido, o buscando un poco de medicina en
un campus de universidad, entre un montón de jóvenes que piensan como uno, en
una región que te es totalmente desconocida.