Historia #189: En La Palomera



Cuando vacacioné con mis papás en Iquique el verano pasado, sufrí lo que cualquier adicto sufre cuando se le acaban sus medicinas. Y como no había nadie disponible para saltar en mi ayuda, mis amigos de la localidad todos ocupados en sus propios asuntos veraniegos, tuve que recurrir al viejo modo de conseguirlas: preguntándole a las personas más indicadas.
            Fue así que no tardó en llegarme el rumor que en una de las universidades –que en ese momento recuperaban el semestre en que transcurrió el paro– había un sitio llamado La Palomera donde era muy posible obtenerlas. Así, con toda la perso, y con más pinta de turista que de estudiante, entré en el campus maravillosamente ubicado cerca de la playa tratando de encontrar el lugar en cuestión.
Al principio vi escasos grupos de estudiantes echados sobre el pasto, conversando y disfrutando del implacable sol estival, esperando, quizá, la hora para rendir las pruebas pendientes del semestre pausado; pero ninguno de ellos parecía estar bajo los efectos de lo que necesitaba.
            Seguí caminando por entre sus salas, buscando indicios de La Palomera en los ojos y expresiones de los pocos estudiantes que pasaban por mi lado. Llegué al casino, fui a la cancha (ocupada en ese momento, obvio), me paseé por la entrada nuevamente, y nada. Hasta que me atreví a preguntarle a una de las personas por ahí cerca que adónde quedaba la famosa Palomera.
            Me miró con una expresión que no entendí al principio, pero que luego interpreté como recelosa. Claro, pensé, se dio cuenta que no soy de acá y debe creer que soy un paco infiltrado.
            “Mira”, me dijo, como saliendo de un pequeño trance, “tenís que seguir hasta el fondo de esas salas, hasta unos containers. Ésa es La Palomera”.
            Le di las gracias (tratando de no ser demasiado efusivo) y enfilé hasta donde me habían indicado.
            La Palomera era, en efecto, un lugar muy parecido a una palomera: los containers, oxidados por la salinidad del ambiente y de aspecto muy mal cuidado, todos juntos y apretados, le daban un aire decadente que, dicho sea de paso, me gustó bastante.
Resultó que aquellos containers, como supe un rato después, eran los Centros de Alumnos de las distintas carreras que se impartían en el campus, adecuados nimiamente para su uso. Por esta misma razón no demoré mucho en encontrar a una joven en el interior de uno de ellos, enfrascada en una guía fotocopiada que sostenía con sus dos manos. Golpeé la puerta con cierta timidez para llamar su atención y la saludé. Le pregunté si tenía pititos a la venta. “Me dijeron que por acá vendían”, le expliqué.
La joven me quedó observando de la misma manera suspicaz que la persona a la que le había preguntado antes, como si se debatiera entre decirme la verdad o mentirme.
“No, no cacho quién tiene”, me respondió ella, sin quitarme la mirada de encima.
“Pero acá venden, ¿cierto?”, insistí.
“Sí, pero ahora no hay nadie que tenga”.
Hice un gesto amargo y me despedí de ella sintiéndome fatal. Di un par de vueltas por los containers restantes, encontrándolos cerrados o vacíos, y me senté muy cerca de donde se hallaba la joven con la que había hablado, decidido a esperar a cualquiera que pudiera venderme alguna porquería para la cabeza.
Como había apagado mi reproductor de música, tratando de idear algún plan que me sacara de apuros, pude escuchar cómo la joven conversaba con lo que era, al parecer, uno de sus compañeros de carrera. Agucé mis oídos y me percaté que hablaban, cómo no, sobre mi persona.
“Me preguntó si tenía pititos”, escuché que decía la joven, con tono preocupado. “Qué onda, quién chucha pregunta por pititos”.
“No sé, debe haber sido un rati”, le respondió la otra persona; era un hombre. “Porque esos güeones nomás ocupan palabras tan rancias como ésas. Pititos”, repitió, riéndose de lo estúpida que les parecía la palabra en cuestión.
Me incorporé de un salto, consciente que debía actuar en ese mismo instante, y los volví a saludar, pillándolos por sorpresa.
“Escuché su conversación a la pasada”, les dije antes que me replicaran cualquier cosa. “No, no soy ni rati ni paco infiltrado, para que lo sepan”.
Entonces les expliqué que venía de La Serena, que estaba ahí por vacaciones y que moría por un poco de…, bueno, digamos, medicina mágica. La pareja me quedó mirando, comprendiendo el malentendido, y esbozaron una sonrisa.
“Es que dijiste pititos”, dijo la muchacha, soltando una carcajada. “Acá le decimos porros, o marihuana a secas”.
“Pititos o pitos es muy del sur”, explicó el joven, dando a entender que para ellos La Serena ya era considerada como parte del sur del país, no del norte como nos consideraban (uf, qué complicado) los sureños de verdad. “Por eso pensamos que erai rati o algo así”.
Les dije que me daba lo mismo, que para la otra mejor usaría terminología más universal para referirme a mis medicinas. Acto seguido, les pregunté si efectivamente tenían algo para la venta.
“¿Cuánto querís?”, me preguntó el joven. Le dije que una, haciendo alusión al medio gramo que todos venden en todos lados, envuelto en una hoja de cuaderno universitario (los más cuidadosos) o de diario (los menos preocupados por la estética que ofrecían sus productos).
Su compañera metió la mano dentro de su bolso y sacó de ahí un trozo grueso de papel de diario doblado hasta darle una forma rectangular; tuve que aguantar las ganas de ponerme a reír ahí mismo al darme cuenta que con quienes lidiaba, eran de esa clase de personas que les importaba una mierda el aspecto que daban las medicinas que vendían.
            Les pregunté que a cuánto la tenían.
            “A luca”, me dijeron, y yo casi me caí de culo.
            “¡¿A luca?!”.
            “Sí, po’. A luca”, repitió la joven, mirándome extrañada. “¿A cuánto la tienen en La Serena?”.
            “Al quíntuple”.
            Abrí el diminuto paquete para encontrarme con mi medicina prensada y negra como la muerte, tal como me imaginé al saber su precio; ¡pero qué mierda, como si alguna vez me hubiera importado la procedencia de lo que llegaba hasta mis labios! Le di el billete de luca a la joven y les pregunté que qué iban a hacer.
            “Nada”, replicaron los dos al unísono, antes de pellizcarse ambos los brazos al mismo tiempo, riendo. “Teníamos una prueba, pero la cambiaron hace poco”, explicó el joven.
            “Ahora esperamos a que nuestros compañeros salgan de clases”, dijo la muchacha.
            Lo cavilé por unos cuantos segundos, antes de preguntarles si querían consumir mis medicinas conmigo. Se miraron los dos y dijeron que ya, que bueno. Les pedí papelillos y me senté a la única mesa que había ahí dentro, atestada de tazas sucias, frascos con bolsas de té y azúcar, para ponerme manos a la obra.
            En el intertanto les conté sobre la realidad de los viciosos de mi región y cómo la cosa había mejorado hasta el punto que ya no había fecha en que faltaran nuestras queridas medicinas. Ellos me dijeron que la cosa en Iquique era distinta por culpa de su clima, y que el único asuntillo bueno que entraba a la región provenía de Bolivia.
            “¡La mejor mierda del mundo, amigo!”, exclamó el joven, haciendo un ademán con sus brazos.
            “Me imagino”.
            Cuando acabé de preparar nuestra medicina, como si fuera una parte premeditada del día, llegaron los compañeros de carrera mencionados por la pareja anteriormente. Me miraron un poco confundidos, como diciendo con la mirada “y este güeón quién es”, pero tras una breve presentación por parte de la muchacha que me había atendido, me saludaron con apretones de mano (y besos en la mejilla por parte de las mujeres) y empezaron a tratarme con afabilidad, como si fuera uno más del grupo.
            Uno de ellos sacó unas cuantas latas de cerveza de su mochila y yo hice correr nuestras medicinas que nos llevarían lejos, muy lejos de ahí.
            Así fue cómo en un par de minutos terminamos todos con los ojos rojísimos, las sonrisas marcadas en nuestros rostros y riéndonos de cosas estúpidas que se nos ocurrían en el instante, como si nos hubiéramos conocido de toda la vida.
            Alguien me preguntó si ya había conocido los alrededores de la ciudad, los puntos y principales atractivos turísticos que ofrecía la zona. Les respondí que sí, que unos tíos coterráneos suyos ya me habían llevado a conocer La Tirana y Pica hacía unos días atrás.
            “Ahora puedo decir que Pica es una de las localidades más bonitas de Chile”, dije, siendo bastante sincero. “Un verdadero oasis en medio de la nada. Realmente alucinante”.
            “Sí, es bien bonita esa güeá”, afirmó uno de ellos.
            “Lo malo, es que probablemente tenga sus días contados”, dijo otro, con pesar.
            Naturalmente le pregunté que por qué decía eso. Entonces me contó la historia de Cazoca, un pequeño pueblo al interior de Iquique con una población no superior a las cien personas (si mal no recuerdo). Por lo que pude entender, era una de esas localidades aisladas en las que actualmente siguen viviendo los descendientes de las mismas familias que la levantaron en un comienzo, con muy pocas caras nuevas entre ellos.
            “Lo secaron”, enfatizó el joven. “Vinieron los de una minera cercana y les ofrecieron comprar sus propiedades a precio de moco para quedarse con el agua de sus napas, ya sabes, el agua que corre bajo la tierra, para poder usarla en sus asuntos de mierda. Pero como la gente de Cazoca no dio su brazo a torcer, a los grandes genios empresarios se les ocurrió robárselas mediante un complicado sistema de cañerías subterráneas, todo, como de esperar, en completo silencio. Para cuando la gente se dio cuenta de lo que pasaba, ya era tarde. Entonces los pobladores se unieron y demandaron a la minera por el robo descarado que estos estaban llevando a cabo. Pero a que no adivinai’ qué pasó después”.
            Pensé mi respuesta por unos segundos. “Me imagino que nada, ¿no?”.
            “¡Exacto!”, corroboró mi interlocutor. “No pasó absolutamente nada. Los pobladores se fueron a juicio contra los de la minera y estos ganaron olímpicamente con la ayuda de todos los peces gordos que tienen comprados en el Gobierno”.
            Aquello me hizo sentir mal: las injusticias, en verdad, en cualquiera de sus formas, me hacían sentir de verdad muy mal, llenándome de rabia y odio, como si estuviera pudriéndome por dentro.
            “¡Hijos de puta!”, dije sin poder evitarlo.
            “Sí, fueron todos unos hijos de puta, los peores”, continuó el joven. “Esto, como es lógico, jamás salió en las noticias ni en los diarios locales. Ahora la gente de Cazoca no sabe adónde ir; les destruyeron el lugar que les había pertenecido por tanto tiempo, su pequeño paraíso, y ahora no saben de qué manera vivir el resto de sus días, lejos de lo que les perteneció por tantos años. Triste, ¿no?”.
            “Bastante”, dije.
            Pensé en que casos como éste ocurrían frecuentemente en todo nuestro país: es cosa de recorrer un poco su historia para darnos cuenta que el Estado siempre se ha visto del lado del que tiene dinero, del empresario extranjero que quiere hacerse todavía más poderoso sin importarle los costos que esto llagase a significar, permitiendo que otros utilicen a su propia gente como animales de matadero. Horrible: nuestro propio país era el chulo que nos vendía como prostitutas de bajo costo; nuestro propio país era nuestro propio enemigo.
            Mi celular comenzó a vibrar y todos se callaron; en aquél oscuro container los sonidos agudos y molestos como los de mi celular se intensificaban al doble.
Resultó que eran mis papás deseosos de saber dónde andaba y qué estaba haciendo. “Paseando por la playa”, les dije, sacando risas ahogadas de los universitarios ahí presentes.
“No te olvides que tenemos que ir a despedirnos de tu tía”, me recordó mi papá, cosa que había olvidado por completo. “Saldremos en media hora más”.
“Está bien, está bien”, les corté, guardando mi celular con resignación. “Ha llamado la policía”, les dije a los demás, haciendo un gesto hacia el teléfono en mi pantalón.
Antes de irme me tomé la última lata de cerveza al seco y les pregunté a los demás si tenían gotitas para los ojos.
“Acá tenís”, me dijo la joven que me había vendido la medicina, extendiéndome el pequeño frasco de gotitas para los ojos.
Le di las gracias antes de rociarme un poco de su contenido y pensé que en La Serena faltaban vendedores así de buenos.
“Ah, como nuevo”, bromeó uno de los que tomaban cerveza al verme la cara. “Tus viejos jamás van a cachar que te fumaste uno de los clásicos iquiqueños”.
Riendo, me despedí de ellos con apretones de mano y besos en la mejilla, y caminé en dirección a la salida del campus mientras el sol me lanzaba sus últimos y tibios rayos sobre la cara.
A pesar de sentirme contento por la gran tarde que había tenido, no me costó mucho trabajo descubrir que por dentro me sentía totalmente desesperanzado y angustiado, como si hubieran arrancado una parte de mí ubicada en mi pecho. Era, cómo no, esa suave, filosa y familiar sensación de que todo está perdido, de que al final de cuentas toda resistencia es insignificante, improbable, una pérdida total de tiempo. Porque después de todo, no hay nada qué podamos hacer para salvarnos de este fin inevitable; lo dice la historia; lo dicen los hechos que no salen en las noticias ni en los diarios, esos que ocurren mientras estamos tomando una cerveza cómodamente con nuestros amigos, fumando un cigarro en el breve descanso entre tiempo y tiempo de un partido, o buscando un poco de medicina en un campus de universidad, entre un montón de jóvenes que piensan como uno, en una región que te es totalmente desconocida.