Largo camino a la ruina #37: Sentir agradecimiento

La disputa comenzó así:
            No sé si fue porque seguía medio borracho de la noche anterior, o si fue por el hecho de haber dormido en la plaza con el Mauro y el Juan (que me había dejado con un insoportable dolor en la espalda que me tuvo desconcentrado todo lo que duró la prueba), que no pude contener la rabia que nació súbitamente dentro mío.
Bueno, el asunto es que estábamos en el casino comentando la prueba con mis compañeros de carrera, algunos comprando sus escuálidos almuerzos universitarios, otros calentando los suyos en los microondas que pocos ocupaban, cuando nos sentamos a la mesa (para continuar hablando del tema) y escuché que una compañera nuestra, al abrir el pote con su almuerzo, comentó –como si tuviera una papa en la boca−: 
            −Ay, la nana otra vez me mandó puré con verduras y huevo.
            Reconozco que no tenía nada contra ella. Pero el haberla escuchado hablar así, mientras yo me moría de hambre, con una caña de mierda, hizo crecer dentro de mí una especie de impotencia tremenda, una de esas con aspecto de bestia.
            −Deberíai’ darte con una piedra en el pecho –le dije, sin tener mucha consciencia de lo que decía.
            −¿Perdón? –Mi compañera me quedó mirando como si no entendiera lo que había llegado hasta sus oídos. Las conversaciones a lo largo de la mesa quedaron congeladas.
            −Que deberíai’ darte con una piedra en el pecho por tener un plato de comida. Eso –agregué, por si no le quedaba claro.
            Ésta hizo un gesto afectado y miró a sus amigas.
            −Perdón, pero esto…
            −Deberíai’ pensar que hay gente que no tiene qué comer, que se muere de hambre, que tiene que morirse de frío en las calles para poder comer alguna porquería cancerígena, y vení’ tú y decí’ que qué lata porque tu nana te mandó puré con no sé qué mierda de almuerzo; o sea qué querí’ que te diga, francamente.
            El tiempo parecía haberse detenido entre nosotros: todos exhibían una clara expresión de sorpresa. Tenían la noción de que ahí iba a quedar la grande.
            Pero en vez de darles en el gusto, rechisté, tomé mis cosas y salí de ahí ante el creciente murmullo de mis compañeros. Uno de mis amigos me llamó, pero no volteé mi cara. Me sentía cansado, hambriento, soñoliento. Lo que menos quería era seguir escuchando más estupideces.

            Y pensar que hay niños muriéndose de hambre, pensé mientras salía del casino.