Con el Juan y el Mauro concluimos
que una cerveza antes de ir a casa sería una buena idea. Sin embargo, cuando
nos sentamos a la mesa del pub y revisamos nuestras arcas, nos dimos cuenta que
el único dinero que nos quedaba era para nuestros pasajes y alguna porquería
para engañar la tripa. Como estábamos ahí mismo, en ese maldito templo de los borrachos,
dijimos: qué güeá, ¡a la mierda!, y llamamos al tipo flacucho que atendía,
sabedores que una vez hecha la idea de tomar una cerveza, no hay nada que pueda
apaciguarla.
Juntamos nuestras monedas y se la dimos al tipo.
−Una, por favor –le indicamos. El flacucho miró las
monedas depositadas sobre su palma con asco, como si las monedas de $10 y $50
fueran potenciales focos infecciosos y no dinero como cualquier billete o
monedas de valor superior. Lo miramos con gesto arisco, como diciéndole: ¿vai’
a reclamar algo, culiao’?, y el tipo rezongó y se fue. Al cabo de un rato llegó
con nuestra cerveza y tres vasos plásticos.
Fue el Mauro, mientras yo servía el contenido en los
vasos, el que se percató que la tapa venía premiada.
−¡Tiene un vale otro!
−¡¿En serio?!
−Sí, güeón, cacha.
Ahí, frente a nuestros ojos, estaba una de las frases que
más amábamos en el mundo: vale otro.
−¡Oh, güena! –dijimos, contentísimos.
No dudamos en canjearlo de inmediato. El flacucho nos
miró como si padeciéramos lepra y se fue para traernos la cerveza que habíamos
ganado. El Juan sirvió su contenido en los vasos y miró el reverso de esa tapa,
riéndose en el acto.
−¿Qué, otro vale otro más? –dije. El Juan asintió sin
dejar de reír.
Entonces llegó nuestra tercera cerveza, la que decidimos
no abrir hasta que termináramos nuestra primera y segunda, como si se tratara
de una cábala. En menos de diez minutos, como era de esperar, ya estábamos
desenroscándola para ver qué había del otro lado de su tapa.
No lo podíamos creer: ¡era otro vale otro!
El tipo flacucho parecía odiarnos más que nunca por
nuestra buena suerte: habíamos gastado nuestros últimos pesos en una cerveza y
ahora íbamos por la tercera consecutiva totalmente gratis.
Para la cuarta, quinta y sexta gratis, ya estábamos
borrachísimos. No obstante, como teníamos la sensación de que apenas
termináramos de beber acabaríamos inmediatamente con nuestra buena suerte,
seguimos ahí aunque tuviéramos prueba al otro día y un montón de informes que
avanzar para el fin de mes que estaba muy próximo.
La gente a nuestro lado celebraba cada vez que nos salía
un vale otro; mas cuando ya íbamos por la décima cerveza consecutiva, empezaron
a mirarnos con odio, como si envidiaran que nuestro cuerpo estuviera lleno de
alcohol sin gastar, básicamente, ni un solo peso, mientras ellos no dejaban de
vaciar más y más sus billeteras para lograr el mismo fin que nosotros.
Estuvimos así por horas, riéndonos a carcajadas sin poder
creer nuestra buena suerte. El Mauro dijo que estaba bien que ganáramos alguna
vez en la vida, y nosotros le consentimos, entrechocando nuestros vasos
plásticos.
Llegó un momento de la noche en que el mismo dueño del
local (un tipo treintón con aspecto y mirada de cocainómano) se nos acercó y
dijo:
−Tienen que marcharse.
Nos miramos sin dejar de sonreír como estúpidos.
−¿Y eso por qué? –preguntó el Juan.
−Bueno, porque están haciendo trampa –explicó el hombre,
sorbiendo su nariz de vez en cuando. Tenía la cara roja−. No hay otra
respuesta.
−¿Estamos haciendo trampa? –nos preguntó el Juan de
manera retórica. Negamos con la cabeza−. No es nuestra culpa que tengamos buena
suerte.
−De seguro trajeron los vale otro de su casa, ¿no? –El dueño
del local parecía a punto de comenzar a golpearnos ahí mismo. Malditos
cocainómanos, pensé, siempre creyéndose los dueños del mundo.
−Sería idiota, porque no hemos ido a ningún otro local
antes que éste. Creo que algunos tienen buena suerte y otros mala, así de
simple.
El dueño apretó el puño y su mandíbula y se fue hirviendo
en rabia, empujando una silla a su paso.
−Qué idiota –dijo el Juan y continuamos tomando.
Estuvimos así por al menos unos cuarenta minutos más, cuando el dueño declaró
que el pub cerraría ese día más temprano que de costumbre. Por lo mismo
canjeamos nuestra última cerveza, la abrimos y la bebimos a rápidos sorbos en
menos de cinco minutos. Cuando vimos el reverso de la tapa, nos reímos al darnos
cuenta que teníamos en nuestro poder otro vale otro.
−Parece que volveremos mañana –dijo el Mauro frente al
dueño y el tipo flacucho que nos había atendido cuando nos íbamos.
Esa noche, sin embargo, tuvimos que dormir a la
intemperie en una plaza cercana: sin dinero en nuestros bolsillos y con
nuestros estómagos atiborrados de cerveza, nos vimos imposibilitados de caminar
de vuelta a casa. Así, inconscientes y muertos de frío, pasamos la noche hasta
que nos dirigimos a nuestras respectivas universidades para rendir las pruebas
que debíamos.