Cuento #40: La resistencia



Laura se levantó a eso de las seis de la mañana, y a pesar de no haber dormido en toda la noche, seguía sintiéndose enérgica y decidida para cuando se puso los zapatos y abrió la puerta de su cuarto para comer algo en la cocina. Reposó por al menos una media hora sin dejar de recorrer con la mirada las habitaciones de su vieja morada, las mismas en las que sus hijos habían nacido y sido criados, hasta que se sintió mentalmente preparada para comenzar el ajetreado día que se venía encima.
            Recorrió el largo pasillo hasta el antiguo taller de su fallecido esposo mirando cada una de las piezas que iba dejando atrás, recordando las viejas decoraciones de sus hijos, las fotos que Rosa pegaba en la pared de su cama en las que salía veraneando con sus amigas, los insectos que Hernán coleccionaba tras un acristalado marco hecho por él mismo, la repisa llena de muñecas de trapo que Violeta había heredado de ella misma, las mismas que le habían pertenecido a su difunta madre; se detuvo un rato, con una extraña y repentina sensación de vacío, cuando pasó junto a una borrosa hendidura en la pared de madera a su derecha, la misma que Alfonso, su fallecido esposo, hizo con su propia mano cuando llegó borracho una noche después de que le hubieran pagado su sueldo por adelantado, discutiendo por el desorden que los niños tenían al llegar él y que ella no había conseguido solucionar antes, la misma noche que Rosa, la más pequeña de sus tres hijos, sufrió un violento ataque de pánico al ver cómo su padre le gritaba a su madre, terminando por desmayarse mientras sus hermanos no dejaban de llorar a mares, la misma noche que Alfonso prometió no beber más alcohol en toda su vida, promesa que por cierto cumplió al pie de la letra, arrepintiéndose de ello por el resto de sus días.
            La puerta rechinó al abrirse tras un ligero empujón, dejando frente a sus ojos un pequeño y oscuro cuarto donde Alfonso solía guardar sus cosas y tallar pequeñas figuras de animales mientras escuchaba boleros en su vieja radio a pilas; caminó sin ver nada, guiándose por su memoria hasta dar con lo que buscaba, tomándola con sus dos manos.
            Entonces volvió a estar tranquila.
            Laura retornó sobre sus pasos con parsimonia, sintiéndose más viva que nunca antes, apreciando cada crujido producido por el piso de madera bajo sus pies, prestándole atención a los hermosos y cada vez más reducidos cantos de las aves fuera de su casa, percatándose de lo bonito que se veían los primeros rayos del sol al atravesar la cortina de su cocina.
            Ojalá pudiera retroceder el tiempo, pensó Laura abriendo la puerta principal de su casa antes de ser recibida por el matutino aire fresco de aquella soleada mañana. Afuera el patio, la tierra trabajada por ella y su difunto esposo; más allá, las gigantescas máquinas traídas por esos hijos de puta que no querían dejar nada vivo sobre el mundo, ahora con el pretexto de ampliar la carretera que pasaba cerca de las tierras heredadas por sus padres, ahora con ese falso pretexto del progreso y otras tonterías.
            Laura respiró hondo y esperó hasta que, tal como estipulaba la carta que le habían mandado meses antes desde la Municipalidad, se presentaran los muy hijos de perra a desalojarla. Al principio pensó que iban a llegar tarde como siempre lo hacían, pero al parecer cuando se trataba de destruir o aprovecharse del pobre, los muy malditos llegaban a correr para estar ahí a tiempo y alcanzar su parte de la torta.
            Primero llegó una camioneta todo terreno con los genios detrás de la famosa carretera encima, todos luciendo cascos, lentes oscuros y confiadas sonrisas como si ya tuvieran la batalla ganada; luego llegaron los Carabineros y todo un séquito de periodistas idiotas dispuestos a ofrecer la información desde el punto de vista de los que tenían más dinero, dispuestos a engañar a toda esa gente idiota que creían en absolutamente todo lo que les decían.
            Uno de los hombres del todo terreno sacó un altavoz de su interior y sin poder contener del todo su risa divertida provocada por algo que le dijeron sus colegas, le habló desde la mitad de su patio; todos los demás estaban expectantes.
            −Señora Laura Petronila… –El hombre hizo una pausa para alejar el altavoz de su rostro y así reír disimuladamente tras uno de sus brazos; sus colegas continuaban riendo tras él−. Perdón… Señora Laura Petronila…, ejem…, Canihuante Espinoza, debe desalojar esta casa por orden de la Municipalidad. Si no lo hace dentro de los cinco próximos minutos, tendremos que proceder a arrestarla.
            Pero Laura no le respondió; sólo seguía mirándolos desde la entrada de su casa, en el mismo pórtico donde solía beber cerveza con Alfonso durante los fines de semana después del trabajo, años antes del episodio de Rosa y su promesa de abstinencia. En vez de eso, se agachó, ocultándose tras uno de los troncos que sostenían el viejo techo sobre ella, y asomó el objeto que había sacado del taller de su difunto esposo por sobre la baranda que la cubría; acto seguido, apuntó hacia el tipo con el altavoz, quien parecía no entender muy bien lo que estaba ocurriendo; para cuando iba a hablar otra vez, un certero disparo de escopeta le dio de lleno en la cara, destrozándosela casi por completo. Sus colegas no alcanzaron a percatarse de que corrían grave peligro hasta que otro de ellos cayó al piso con toda su garganta reventada, dejándolo moribundo sobre la tierra. Fue entonces que los demás se pusieron a cubierto, chillando de sorpresa y miedo. Los Carabineros empezaron a llamar por radio pidiendo más refuerzos, al tiempo que los periodistas aprovecharon para tomar fotos y grabar todo lo que sucedía, saboreando la violenta noticia que tenían entre manos, mientras que Laura, por su lado, se sentía feliz y libre como nunca antes lo había sido en toda su vida a cada disparo que le daba a esos hijos de perra que venían a apropiarse de lo que siempre le había pertenecido.