Laura se levantó a eso de las seis de la mañana, y a pesar de no haber
dormido en toda la noche, seguía sintiéndose enérgica y decidida para cuando se
puso los zapatos y abrió la puerta de su cuarto para comer algo en la cocina. Reposó
por al menos una media hora sin dejar de recorrer con la mirada las
habitaciones de su vieja morada, las mismas en las que sus hijos habían nacido
y sido criados, hasta que se sintió mentalmente preparada para comenzar el
ajetreado día que se venía encima.
Recorrió el largo
pasillo hasta el antiguo taller de su fallecido esposo mirando cada una de las
piezas que iba dejando atrás, recordando las viejas decoraciones de sus hijos,
las fotos que Rosa pegaba en la pared de su cama en las que salía veraneando con
sus amigas, los insectos que Hernán coleccionaba tras un acristalado marco
hecho por él mismo, la repisa llena de muñecas de trapo que Violeta había
heredado de ella misma, las mismas que le habían pertenecido a su difunta
madre; se detuvo un rato, con una extraña y repentina sensación de vacío,
cuando pasó junto a una borrosa hendidura en la pared de madera a su derecha,
la misma que Alfonso, su fallecido esposo, hizo con su propia mano cuando llegó
borracho una noche después de que le hubieran pagado su sueldo por adelantado,
discutiendo por el desorden que los niños tenían al llegar él y que ella no
había conseguido solucionar antes, la misma noche que Rosa, la más pequeña de
sus tres hijos, sufrió un violento ataque de pánico al ver cómo su padre le
gritaba a su madre, terminando por desmayarse mientras sus hermanos no dejaban
de llorar a mares, la misma noche que Alfonso prometió no beber más alcohol en
toda su vida, promesa que por cierto cumplió al pie de la letra,
arrepintiéndose de ello por el resto de sus días.
La puerta rechinó al
abrirse tras un ligero empujón, dejando frente a sus ojos un pequeño y oscuro
cuarto donde Alfonso solía guardar sus cosas y tallar pequeñas figuras de
animales mientras escuchaba boleros en su vieja radio a pilas; caminó sin ver
nada, guiándose por su memoria hasta dar con lo que buscaba, tomándola con sus
dos manos.
Entonces volvió a
estar tranquila.
Laura retornó sobre
sus pasos con parsimonia, sintiéndose más viva que nunca antes, apreciando cada
crujido producido por el piso de madera bajo sus pies, prestándole atención a
los hermosos y cada vez más reducidos cantos de las aves fuera de su casa,
percatándose de lo bonito que se veían los primeros rayos del sol al atravesar
la cortina de su cocina.
Ojalá pudiera retroceder
el tiempo, pensó Laura abriendo la puerta principal de su casa antes de ser
recibida por el matutino aire fresco de aquella soleada mañana. Afuera el
patio, la tierra trabajada por ella y su difunto esposo; más allá, las
gigantescas máquinas traídas por esos hijos de puta que no querían dejar nada
vivo sobre el mundo, ahora con el pretexto de ampliar la carretera que pasaba
cerca de las tierras heredadas por sus padres, ahora con ese falso pretexto del
progreso y otras tonterías.
Laura respiró hondo y
esperó hasta que, tal como estipulaba la carta que le habían mandado meses
antes desde la Municipalidad, se presentaran los muy hijos de perra a
desalojarla. Al principio pensó que iban a llegar tarde como siempre lo hacían,
pero al parecer cuando se trataba de destruir o aprovecharse del pobre, los muy
malditos llegaban a correr para estar ahí a tiempo y alcanzar su parte de la
torta.
Primero llegó una
camioneta todo terreno con los genios detrás de la famosa carretera encima,
todos luciendo cascos, lentes oscuros y confiadas sonrisas como si ya tuvieran
la batalla ganada; luego llegaron los Carabineros y todo un séquito de
periodistas idiotas dispuestos a ofrecer la información desde el punto de vista
de los que tenían más dinero, dispuestos a engañar a toda esa gente idiota que
creían en absolutamente todo lo que les decían.
Uno de los hombres
del todo terreno sacó un altavoz de su interior y sin poder contener del todo
su risa divertida provocada por algo que le dijeron sus colegas, le habló desde
la mitad de su patio; todos los demás estaban expectantes.
−Señora Laura Petronila…
–El hombre hizo una pausa para alejar el altavoz de su rostro y así reír
disimuladamente tras uno de sus brazos; sus colegas continuaban riendo tras
él−. Perdón… Señora Laura Petronila…, ejem…, Canihuante Espinoza, debe
desalojar esta casa por orden de la Municipalidad. Si no lo hace dentro de los
cinco próximos minutos, tendremos que proceder a arrestarla.
Pero Laura no le
respondió; sólo seguía mirándolos desde la entrada de su casa, en el mismo
pórtico donde solía beber cerveza con Alfonso durante los fines de semana
después del trabajo, años antes del episodio de Rosa y su promesa de
abstinencia. En vez de eso, se agachó, ocultándose tras uno de los troncos que
sostenían el viejo techo sobre ella, y asomó el objeto que había sacado del
taller de su difunto esposo por sobre la baranda que la cubría; acto seguido,
apuntó hacia el tipo con el altavoz, quien parecía no entender muy bien lo que
estaba ocurriendo; para cuando iba a hablar otra vez, un certero disparo de
escopeta le dio de lleno en la cara, destrozándosela casi por completo. Sus
colegas no alcanzaron a percatarse de que corrían grave peligro hasta que otro
de ellos cayó al piso con toda su garganta reventada, dejándolo moribundo sobre
la tierra. Fue entonces que los demás se pusieron a cubierto, chillando de
sorpresa y miedo. Los Carabineros empezaron a llamar por radio pidiendo más
refuerzos, al tiempo que los periodistas aprovecharon para tomar fotos y grabar
todo lo que sucedía, saboreando la violenta noticia que tenían entre manos,
mientras que Laura, por su lado, se sentía feliz y libre como nunca antes lo
había sido en toda su vida a cada disparo que le daba a esos hijos de perra que
venían a apropiarse de lo que siempre le había pertenecido.