El tiempo pareció congelarse
por unos minutos
(¿o fueron solo
unos segundos?),
con el olor
acre de la pólvora llenando cada partícula del lugar.
Alberto
permaneció debajo de la cama callado, sin respirar, esperando a que Hernán
efectuara algún movimiento, el primero de ellos. Estaba seguro que este último
aguardaba a una acción errática de su parte para saber su ubicación o tener
plena consciencia que el amante de su esposa se encontraba ahí dentro, con él.
Era tan denso el silencio, que el joven temía incluso de su propia respiración,
mientras los latidos desbocados de su corazón hacían vibrar la madera bajo su
pecho; Alberto tuvo miedo de que Hernán fuera tan perceptivo, como para
captarlos y dar con su escondite sin problemas.
Entonces se oyó
un paso dudoso, el de una suela dura contra el piso, proseguido de otro más convencido.
Alberto vio que los pies de Hernán volvían a aparecer en su limitado campo de
visión, y que estos empezaban a dar vueltas en círculo, como si su dueño no
supiera bien qué hacer. El hombre se detuvo por unos tres o cinco segundos y
continuó hacia el lado contrario del que se hallaba Alberto, dirigiéndose a lo
que este último recordaba como la cocina.
La mente del
joven no dejaba de repetir “Tatiana está muerta, Tatiana está muerta, Tatiana
está muerta” como un umbrío mantra lleno de pésimos presagios. Sabía que si el
hombre había sido capaz de matar a su propia esposa a sangre fría, lo que podía
tocarle a él seguramente sería mucho peor.
“¡Por qué tuve
que meterme en esto!”, se dijo Alberto, apretando los dientes. “¡Por qué tuve
que hacerle caso a esta maldita mujer!”.
“Recuerda que
está muerta”, le dijo otra voz interior, muy parecida a la de su hermano menor
cuando trataba de mostrarse ejemplar frente a él.
Alberto se
mantuvo tenso un rato, intentando no provocar ruido alguno bajo la cama,
mientras se hacía cada vez más consciente de que acababa de oír a Tatiana ser
asfixiada por su esposo y luego muerta de un disparo que nadie más había
escuchado. Siendo la única casa en muchos metros kilómetros a la redonda,
¿quién podía dar aviso a los Carabineros del tiro efectuado? Já: ¡nadie,
absolutamente nadie! Y aunque Alberto se imaginó fugazmente a un hombre pasando
afuera de la casa justo cuando Hernán accionó su arma, sabía que aquello era
prácticamente improbable. Le bastaba con recordar el trayecto desolador en taxi
hasta aquel lugar para saber que algo de esa índole jamás pudo haber sucedido.
Sus esperanzas,
vistas de otro modo, eran totalmente infundadas. Y eso lo sabía a la
perfección.
Hernán no tardó mucho en
volver al vestíbulo, y aunque Alberto no pudo corroborar qué era lo que traía a
ciencia cierta desde la cocina, supo que se trataba de algo para borrar todas las
evidencias de su crimen posibles.
A juzgar por su manera de caminar, el hombre actuaba con
una tranquilidad gélida, como si dispusiera de todo el tiempo del mundo.
Mientras Alberto se revolvía lo más silencioso posible bajo la cama, sintiendo
cómo su postura se volvía cada vez más incómoda, éste escuchó la descarga
propulsada de lo que podía ser un aerosol o un quitamanchas con atomizador.
Entonces estaba
en lo cierto: Hernán intentaba borrar las huellas que pudieran incriminarlo en
un futuro próximo, cuando de seguro sus familiares y cercanos comenzaran a
preguntar por el paradero y estado de su esposa.
“Pero todos
creerán que estuvo en Europa”, pensó Alberto. “Nadie sospechará de él en un
principio”.
Hernán
descargaba una y otra vez lo que Alberto suponía era un quitamanchas en
distintos puntos cercanos al asiento donde había muerto
(asesinado)
a su esposa.
Alberto hizo una imagen mental en la que un tipo robusto, con papada, vestido
con traje y una barba finamente rasurada, rociaba un poco de producto en los
rastros de sangre antes de usar uno de esos trapos esponjosos para difuminarlos
y posteriormente hacerlos desaparecer; en su mente, Hernán era el típico
cincuentón exitoso, entrado en carne e hijo de puta que creía que todo tiene
una solución en base al dinero. De ahí su violenta reacción frente al descuido
de Tatiana. Y es que en sus cortos veintisiete años de vida, de los cuales tres
trabajó atendiendo a clientes, Alberto había conocido a un montón de tipos como
Hernán (o como en realidad imaginaba a Hernán), todos prepotencia y egolatría:
eran un clásico indudable dentro de la fauna social del mundo.
Y así estuvo Hernán, limpiando por (lo que Alberto estimó)
unos quince o veinte minutos sin parar. Acto seguido, y luego de estirar su
cuerpo –Alberto oyó su espalda crujir sonoramente−, el hombre se dirigió
nuevamente a la cocina para volver con una bolsa de basura negra entre sus pies,
arrastrándola; ahí echó los papeles (o los trapos esponjosos) sucios que había
utilizado para limpiar la escena del crimen.
Alberto pensó que el hombre, acto seguido, iba a
incorporarse para desprenderse de la bolsa en sus manos, pero al parecer su
empresa no había terminado todavía. Al principio Alberto no supo qué podía
seguir haciendo ahí, si ya había limpiado todo; no obstante, recordó con un nudo
en la garganta que aún quedaba el cadáver de Tatiana, y que deshacerse de él no
iba a ser cosa fácil.
“Quizá piense en arrojarlo a algún acantilado”, se dijo
Alberto. “O esconderlo por ahí, en algún hoyo”.
Y bueno, si la cosa sucedía de esa manera, mejor para él:
por fin tendría una oportunidad para escapar de aquel lugar, esconderse en su
casa y denunciar el asesinato de Tatiana desde la seguridad de su línea
telefónica…
Alberto,
alarmado, tragó saliva reparando en un detalle muy particular. “¡El celular!”,
pensó de inmediato. “¡El celular de Tatiana tiene mi llamada!”. Si Hernán
encontraba el aparato de Tatiana y le devolvía la llamada (con toda
probabilidad la última recibida o efectuada era la suya), estaba acabado: su
celular sonaría, Hernán se daría cuenta de su presencia y no tardaría en dar
con su reducido escondite.
Hernán volvió a
echar algo en el interior de la bolsa, produciendo crujidos suaves y plásticos,
pero esta vez Alberto no consiguió dilucidar de qué se trataba. Si no era otro
trapo esponjoso o más papeles ensangrentados olvidados en la primera
inspección, ¿qué podía ser? Por cómo se encontraban flectadas sus piernas, daba
la impresión que Hernán estuviera a cuatro patas buscando algo en el suelo,
pero como no se movía de su lugar, Alberto, gracias a un chispazo, creyó que
éste estaba desvistiendo a su esposa. ¡Claro, aquello tenía sentido: quitarle
la ropa a Tatiana para luego quemarla y restar más evidencias sobre el destino
que había sufrido!
Alberto,
entonces, la imaginó desnuda en el piso, boca arriba, con sus pechos de pezones
claros y pequeños (muy diferentes de como los había imaginado antes de verlos)
cayendo a los costados por culpa de la gravedad, pero siempre firmes y
turgentes. Su cuerpo intentó reaccionar ante esta imagen, tal como lo hizo
durante el instante previo a la llegada de su esposo, mas la idea, su nombre y
el recuerdo de Tatiana no hicieron otra cosa más que devolverle a la realidad y
anunciarle que estaba teniendo una erección influida por una persona que se encontraba
muerta a unos cuantos metros suyo. Entonces le asaltaron las ganas de vomitar,
de salir de ahí y que fuera lo que Dios quisiera: si se enfrentaba con Hernán y
este lo mataba también a él, bueno, no habría otra cosa que hacer; al menos se
habría liberado de la angustia y la culpa que le oprimía el pecho.
“No seas
idiota, Alberto”, le dijo la voz de su hermano menor. “Si sales ahora, estás
acabado”.
Cosa que era muy
cierta.
Tras pensarlo
mejor, Alberto llegó a la conclusión que con su cuerpo agarrotado como estaba
jamás lograría hacerle frente a Hernán, un hombre decidido, frío y con un arma capaz
de volarle los sesos en las manos. Sí, lo mejor era esperar.
Hernán consiguió
terminar su tarea en lo que Alberto consideró los ciento doce “piquetes
del segundero”: en algún lugar de la casa, tal vez en el cuarto contiguo, quizá
en el vestíbulo, un reloj marcaba la hora mientras el esposo de Tatiana
desvestía el cadáver, salpicando, probablemente, mucha más sangre por el piso.
El joven
imaginó a Tatiana incorporada a medio cuerpo, con Hernán sosteniéndola con su
brazo izquierdo, luciendo un impacto de bala en plena cabeza, una herida mortal
abierta como un cráter carmesí que no dejaba de chorrear sangre en un hilillo,
como si se tratara de una macabra pileta asincrónica; Alberto la vio y las
ganas de vomitar volvieron a la carga.
“¡No pierdas el
control ahora!”, se exhortó apretando los ojos con fuerza. Por lo mismo
continuó prestándole atención a los movimientos
del segundero en algún lugar de la
casa, como si se tratara de un mandato extraterrenal: más valía tener la mente
ocupada en una simpleza como un reloj desgranando segundos, que en la escena
que se estaba llevando a cabo en el vestíbulo de la casa; si vomitaba, era
hombre muerto. Y no quería ser hombre muerto, por supuesto que no.
Cuatro piquetes…
(Alberto no
sabía cómo se llamaba el movimiento que ejecutaba un segundero al marcar un
segundo)
Ocho piquetes…
(Al octavo, el
nombre de los tictacs le dio lo mismo)
Doce piquetes…
(Muy bien, todo
volviendo a la frágil normalidad)
El hombre le
hizo un nudo a la bolsa oscura y se levantó para dirigirse por tercera
(¿o era la
cuarta?)
vez a la
cocina; Alberto no lo sabía, pero podía imaginar fácilmente a Hernán saliendo
al patio por una puerta lateral rumbo a un tacho de basura grande, donde con
una mano abría su tapa y con la otra arrojaba parte de la evidencia
considerable para inculparlo. Estaba seguro que eso sucedería, cuando una idea
cambió súbitamente el sentido de su pensamiento: los asesinos nunca se
deshacían de la ropa echándola a la basura, sino que la quemaban, la volvían
ceniza.
“¡Tal vez se
demore!”, le dijo su propia voz, apremiante. “¡Es ahora o nunca!”.
Alberto movió
sus brazos, siempre a la altura de la cara, ansioso de aprovechar la chance que
se le presentaba en ese momento. Desafortunadamente sus músculos se quejaron
ante la tentativa y el joven sintió que no podía moverlos, que le pesaban un
montón. Intentó darse un impulso con ellos, salir de ahí de cabeza, pero un
hormigueo irremediable había transformado sus articulaciones en verdaderas
bandas de chicle.
−Mierda.
Los brazos no
le respondían, así de simple, no le respondían cuando más necesitaba de ellos.
Chasqueando la lengua, Alberto decidió avanzar de todos modos reptando como una
serpiente; para ello no necesitaba principalmente de sus extremidades.
Alcanzó a
avanzar unos cuantos centímetros bajo la cama cuando unas pisadas provenientes
de la cocina le alertaron del inminente peligro. Asustado, el joven retrocedió
sobre su cuerpo y esperó con la desesperante sensación de que le corrían un
montón de hormigas por el brazo. Molesto y adolorido, Alberto no pudo hacer
otra cosa que apretar los dientes y esperar a que el calambre desapareciera.
Hernán se
agachó de nuevo en el mismo punto, esta vez con las manos vacías; Alberto, que
solo veía su calzado y la parte baja de sus pantalones, moría de ganas por
saber qué nuevo asunto se traía entre manos el hombre, pero su cuello le dolía
tanto por el esfuerzo de mantenerla inclinada para presenciar lo que ocurría en
la otra sala, que prefirió reposarla sobre el frío y polvoriento piso de
madera, permitiendo que sus músculos se relajaran como no lo habían hecho desde
que ingresó a esa casa.
La luz solar
que entraba al vestíbulo por la ventana ubicada en dirección oblicua a Alberto
arrancaba débiles reflejos en el suelo cercano a su cabeza, haciendo visible
unas cuantas motas de polvo de tamaño considerable que le provocaron mucho
asco, sobre todo al verlas estremecerse a cada inhalación y exhalación suya.
Por lo que pudo
deducir de la corta conversación entre Hernán y Tatiana, Alberto sabía que con
toda seguridad ese cuarto no había recibido un aseo desde hacía mucho; Hernán
lo había dicho como argumento para rebatirle la supuesta inocencia a su mujer,
aseverando que no visitaban su casa de campo –por así decir– porque a ella ya
no le gustaba.
Alberto, que seguía con la mirada clavada en el avance y
retirada del polvo a cada respiración suya, pensó en la estrategia que Tatiana
ocupó para poder estar a solas con él ese día sin levantar ningún tipo de
sospechas.
La imaginó en
su propiedad de la ciudad, a la hora de las onces, comentándole
despreocupadamente a Hernán que quizá fuera bueno pasar unos cuantos días lejos
del trajín de la rutina, tal vez ese mismo fin de semana, antes que se fuera de
viaje de negocios por Europa. Se la imaginó diciéndolo luego de darle una
mascada a su tostada y limpiarse las migas con una servilleta. También se
imaginó a Hernán levantando la mirada hacia ella, ceñudo, masticando sus huevos
revueltos y pensativo, preparando una corta pausa antes de responderle que
estaba bien, que aprobaba su idea; acto seguido, y ante la afirmación de su
esposo, Tatiana sonrió de manera escueta y la comida continuó con el desánimo
propio de las relaciones amorosas desgastadas por los años.
Pero aquello no
tenía mucho sentido: ¿cómo iba a permitir Hernán que todo se diera tan fácil
para Tatiana y su amante?; él mismo había asegurado la existencia de otro
Alberto en su vida –cosa que le provocó un fuerte escalofrío al Alberto bajo la
cama–, su propio primo que había osado a
romper la línea de la fidelidad familiar con su esposa. Por lo mismo debía
estar alerta ante cualquier atisbo de nueva intromisión en su matrimonio, algún
cambio en la rutina de Tatiana que le sugiriera que alguien la pretendía (o que
ella estaba pretendiendo a alguien) como ya había sucedido anteriormente.
A menos, claro,
que todo fuera una trampa, una triquiñuela jugada por alguien cansado de que le
vieran la cara de estúpido. De hecho, ahora que lo pensaba, todos los detalles
parecían apuntar hacia ese mismo e inadvertido punto.
Un gruñido y un
crujido le advirtieron a Alberto que Hernán se estaba incorporando una vez más
del otro lado del umbral, aunque esta vez de manera mucho más trabajosa que las
anteriores. Alberto no tardó en entender la razón de su esfuerzo al ver cómo
caían dos brazos tras la espalda del hombre, como si una persona con las
extremidades más largas que pudiera existir en el mundo le hubiera brindado un
caluroso y afectuoso abrazo. “Se echó a Tatiana al hombro”, pensó el joven,
atento. Tras los tacones de Hernán cayeron dos, tres gotas de sangre produciendo
un peculiar sonido de salpicadura; al parecer, Hernán tendría que volver a
limpiar el suelo de nuevas evidencias incriminatorias. Alberto esperó una
cuarta, quinta, hasta una décima gota, pero parecía que alguien había cerrado el
grifo de la herida donde le había llegado el disparo. Tal vez fuera que Hernán
le hubiera puesto algo en la zona donde había impactado la bala, un vendaje o
algo con qué evitar que ésta volviera a manchar la escena del crimen. Quizá
aquellas tres gotas de sangre no fueran más que unas hijas de puta rebeldes,
una última forma de fastidiar a su esposo por parte de Tatiana antes de que su
cuerpo fuera quemado o abandonado por las cercanías de la casa en la que se
encontraban.
De cualquier
manera, Hernán llevó el cuerpo en dirección a la cocina, y Alberto supo que era
ese momento o nunca.
Con un esfuerzo
que le pareció sobrenatural, el joven se arrastró por el suelo dándose impulso
con sus manos, sintiendo verdaderos relámpagos de dolor a cada intento. En un
principio pensó que la manera más fácil de salir de ahí era avanzar hacia
adelante, hacia el vestíbulo y la luz del sol que caía oblicua sobre el piso,
pero si Hernán volvía por donde había desaparecido de forma imprevista, era
hombre muerto. Por lo mismo se detuvo un segundo antes de inclinarse a su
izquierda e intentar arrastrar toda su humanidad en aquella dirección; si
Hernán llegaba a entrar al vestíbulo por sorpresa, desde el punto en que se
hallaría (tomando como referencia las nuevas manchas de sangre que debía eliminar)
no existían tantas probabilidades de verlo; el que el cuarto se encontrara en
penumbras le daba una ventaja sobre su enemigo.
Alberto sintió
que le faltaban fuerzas para salir debajo de la cama; no dejó de apretar los
dientes en una mueca de dolor intenso hasta que se encontró en el exiguo
espacio entre la cama a su diestra y un mueble para guardar ropa a su
siniestra. Con el brazo derecho prácticamente paralizado, el joven rebuscó en
el bolsillo de su pantalón el aparato que podía hacer que lo descubrieran en
cualquier momento. En un principio fue tanta la imposibilidad de poder
articular sus dedos y manos, que Alberto creyó que jamás lograría encajarla en
ese reducido espacio que constituía el bolsillo de su pantalón; mas con un
dolor enorme, Alberto ingresó su mano de una manera que le resultó bastante
violenta pero necesaria, encontrándose con que ahí no había nada.
“No puede ser”,
se alertó Alberto, tratando de recordar inmediatamente si había sacado su
celular en algún momento durante su corta conversación con Tatiana para dejarlo
olvidado sobre la superficie de algún mueble del vestíbulo. No, aquello no
podía ser: Hernán se habría dado cuenta.
¿Y si es una
trampa?, le susurró una voz atrapada en su mente.
Podía ser una
trampa, por supuesto: podía ser que fuera la primera cosa que vio Hernán al
entrar a la casa, el detalle suficiente para saber que sus dudas y resquemores
no estaban infundados del todo, y que ahora sólo estuviera jugando al gato y al
ratón con él. “Sabe que estoy acá, escondido, pero quiere jugar conmigo. Quiere
hacerme pagar antes de matarme”.
Alberto estaba
pensando en qué había hecho con la chaqueta que traía consigo desde su casa,
cuando sus dedos torpes lograron dar con el celular que creía a vista y
paciencia del esposo de Tatiana; al no darse cuenta que un pliegue separaba en
dos su bolsillo por culpa de la posición en la que se hallaba, Alberto había
esperado lo peor.
Pero encontrarlo fue lo más fácil: sacarlo de ahí resultó
una tortura. Si alguien le hubiera dicho a Alberto que media hora
(¿o había
transcurrido ya más de una hora?)
de estar
recostado boca abajo en la misma posición dolería un montón, probablemente
habría dicho que eso era lo que diría un marica si fuera su caso, que en
realidad sucedía todo lo contrario: que estar en esas condiciones llevaría
inevitablemente a los músculos a un relajo casi como si estuvieran descansando
sobre una cama. No obstante, era lógico que estaba muy lejos de estar en lo
correcto: el suelo duro contra su pecho descubierto, su cabeza ladeada en un
ángulo que laceraba el cuello, sus brazos sin espacio para poder estirarlos y
dejar que la sangre fluyera como debía, su pene y testículos contra el piso,
aplastados por el peso de su propio cuerpo… Todo eso era suficiente para
agarrotarte los músculos y dejarte las extremidades prácticamente inservibles.
Alberto sentía sus dedos tan tiesos como aquella vez en que había ido de
vacaciones a la nieve con su familia, hacía muchas vidas atrás, cuando su
hermano menor aún vivía, y los había metido en un pequeño charco de agua medio
congelado. Éste le había llamado tanto la atención, que no dudó en meter sus
falanges para jugar en ella; no obstante le fueron necesario unos diez segundos
para descubrir que después de sumergirlos no podía doblarlos ni sentirlos como
antes; de hecho se habían puesto morados, muertos, y él había pensado que se
los tendrían que cortar porque ya no había nada más que hacer por ellos…
Fue una suerte
que el celular se hallara en modo silencioso; Alberto no recordaba si éste emitía
algún pitido al desbloquearlo o no, pero prefirió no averiguarlo en ese
momento.
“¿Y si pido
ayuda?”, pensó de repente. Podía llamar a su mejor amigo y decirle dónde
estaba, decirle cómo llegar para que lo sacara de ahí con la ayuda de más
personas. Pero llamar significaba tener que alzar la voz, y en aquel silencio,
cualquier ruido que emitiera podía hacer que lo descubrieran y lo mataran como
a Tatiana. “¡Un mensaje! ¡Enviaré un mensaje!”.
Alberto sentía
como si un montón de hormigas le recorrieran por dentro ahí donde los músculos
estaban relajándose. Luego le prestó atención al nivel de cobertura con el que
contaba su aparato, esperando lo peor. Sin embargo, quizá la balanza estuviera
inclinándose a su favor ahora puesto que las rayas de cobertura eran dos de
cinco, suficientes para hacer que alguien recibiera su petición de auxilio.
Alberto suspiró aliviado y se dirigió al menú de mensajería con sus esperanzas
totalmente renovadas.
“Ya verás, Hernán,
hijo de puta”, se dijo mientras escribía el número de celular de Mario, su
mejor amigo. Como era tan asiduo a llamarlo para juntarse a beber o salir de
juerga por ahí cuando era entrada la noche, se sabía su número de memoria.
Alberto comenzó
a redactar el mensaje para él con dedos cada vez más presurosos.
Mario ncsit d t ayuda. Stoi dnd la tatiana.
Mario sabría de quién se trataba: estaban juntos
cuando Alberto había conocido a Tatiana en el Tomorrow’s. De hecho, él también había logrado engatusar a una
mujer mucho más grande que ellos esa misma noche. Al día siguiente lo habían
comentado muertos de la risa, contentos de haber sido expulsados de los demás
pubs para terminar descubriendo aquel baluarte de mujeres casadas, infieles,
adineradas y en un estado mucho mejor que las veinteañeras que solían pasarlos
por alto.
Pero Alberto no sabía cómo continuar con el mensaje.
Razonó sobre cómo explicar la situación en la que se encontraba de la manera
más escueta posible; mas era tanta información la que debía entregar para que
llegaran hasta él, que supo que tendría que demorarse en elaborarlo.
Mario ncsit d t
ayuda. Stoi dnd la tatiana. S sposo la mato y stoi scndido n su csa. Ayudm.
Toma 1 txi y dile k t dje n
Pero Alberto no
recordaba la dirección que le había dicho Tatiana. Desesperado, con el corazón
nuevamente urgido, intentó hacer memoria. “¡Vamos, mierda, dónde estoy
metido!”. Desafortunadamente, y por más que lo intentó, fue en vano. “Tatiana
me dio la dirección justo antes de decirle al taxista donde iba”. El joven
pensó entonces que lo mejor sería mandarle un mensaje con su posición actual,
cuando volvieron a escucharse los pasos provenir de la cocina.
“¡Nononononono!”.
El celular
estuvo a punto de caerse de sus manos del puro nerviosismo. Alberto, sabedor de
que ahí corría grave peligro, volvió a hacer un esfuerzo descomunal para volver
a su escondite bajo la cama, tratando de no hacer ruido alguno. Las puntas de
sus zapatillas provocaban un leve sonido al arrastrarse junto a su cuerpo
contra el suelo, por lo que el joven se detuvo en seco para levantar sus pies
lo suficiente para que su costoso deslizamiento continuara lo más silencioso
posible. Estuvo a punto de dar un grito de sorpresa al impactar estos contra la
madera del catre de la cama que había jurado se encontraba a más altura del
piso, produciendo un ruido quedo que bien podía anunciarle a Hernán que no se
encontraba tan solo en su casa después de todo.
“Nonononononononono”.
No obstante, Hernán
pareció no percatarse de aquel detalle. En vez de demostrarlo, se agachó junto
a las tres gotas de sangre de Tatiana y las absorbió con lo que parecía ser
papel higiénico. Alberto volvió a ver solo sus manos y brazos trabajar. “Si yo
puedo ver sólo sus piernas y brazos al agacharse, él tampoco puede verme”,
reflexionó Alberto un poco más tranquilo. “Aquí estoy a salvo”.
Hernán se
levantó y encaminó por última vez hacia la cocina (seguramente para deshacerse
de los papeles) antes de dirigirse al cuarto adyacente al que se encontraba él.
Alberto cayó en la cuenta que esa debía ser su habitación matrimonial, mientras
que en el que se hallaba él era el dedicado a los invitados. De ahí el tamaño
de la cama bajo la que se ocultaba y el poco cuidado del que gozaba el metro
cuadrado en el que se hallaba.
“¿Y si me
hubiera escondido en la otra pieza?”. Alberto fue consciente de que la suerte
le había salvado de un aprieto mucho más grande.
“La misma
suerte que me llevó hasta Tatiana esa noche”.
Y la misma que lo
tenía allá ahora, esperando a su momento de escape como una rata.