La mujer
pensaba que si ponía a cocer las papas que acababa de comprar apenas llegara a
casa, tendría tiempo suficiente para descansar un momento antes que sus hijos
arribaran para almorzar. Y es que lo necesitaba un montón: las incipientes
deudas, el feo panorama nacional que se vislumbraba por la tele, el susto de
muerte que le había dado su esposo, estremeciéndola hasta la médula hacía unos
días atrás…, sumado al cada vez más errático comportamiento de sus hijos,
provocaban que su cuerpo pidiera a gritos un pequeño respiro en su día a día,
aunque fuera por unos cuantos minutos de soledad doméstica.
Pero al
escuchar el teléfono de red fija sonando incansablemente en el interior de su
casa, cayó en la cuenta que el destino, después de todo, ya había comenzado con
su irrevocable cadena de acontecimientos, y que tal vez fuera hora que éste
terminara con todo eso que había provocado de una vez por todas.
Maribel creyó
que la persona del otro lado de la línea cortaría al mismo tiempo en que ella
contestara, mas no fue así. Su pulso se aceleró un montón. Maribel notó que la
mano que sostenía el auricular del teléfono le temblaba, y que ahora había un
montón de papas rodando por el suelo del vestíbulo, como si compitieran unas
con otras en una carrera frenética y desigual; no recordaba haber soltado la
bolsa en la que las cargaba en ningún momento.
−¿Señora
Maribel Contreras? –preguntó la voz femenina del otro lado. Su tono era
suspicaz, como si temiera estar equivocada. O quisiera estar equivocada.
−Con ella.
Esta última
pudo advertir que su interlocutora no sabía qué palabras utilizar para decir lo
que debía contarle. Maribel se imaginó fugazmente a la otra persona mirando
fijo al suelo, balbuceando comienzos falsos.
−Lamento
llamarla para contarle una mala noticia –habló por fin la mujer del otro lado
de la línea−. La estoy llamando desde la Comisaría en la que trabajaba su
esposo, el cabo Urqueta.
La alarma que
se había disparado en la cabeza de Maribel tras escuchar sonar el teléfono de
red fija cobró mucha más fuerza.
“No, no, no, no…”, repitió mentalmente la
aludida, conocedora de lo que vendría a continuación.
−Le debo
decir que… –empezó a decir su interlocutora, aclarándose la voz antes de
continuar−. Tengo que comunicarle que su esposo, al cabo Gustavo Urqueta, lo
mataron hace un par de horas. Murió atropellado.
Maribel
sintió que le exprimían el aire de sus pulmones y que comenzaba a contemplar su
propio cuerpo de pie en el vestíbulo de la casa, sosteniendo el auricular con
una expresión abatida, la cara pálida, destrozada, como si fuera un testigo de
la situación que vivía.
“No puede
ser”, se dijo mentalmente la mujer. “Hace una semana se salvó de un disparo… Su
lapicera…”. Sin embargo, sus ideas le chillaban que tal vez su esposo siempre
estuvo muerto; la sentencia de la Muerte le había dado literalmente de lleno,
un grito inapelable a modo de advertencia. Tres, cuatro, cinco días de gracia
por contar con un objeto del que no disponía antes en la zona en que debía
impactarle la bala… Pero ahora, ahora no había ningún obstáculo para el
poderoso arte de la maquiavélica artista oscura.
−¿P-puede
contarme… cómo sucedió? –preguntó Maribel.
Su
interlocutora parecía incómoda al respecto; y bueno, quién podía estar cómoda
dando noticias de un calibre como la que acababa de entregar. Mas al cabo de unos
segundos, como si quebrara una breve parálisis, la mujer terminó por soltarle
cómo sucedieron las cosas.
Maribel no
podía creerlo, debía de tratarse de una broma o algo así.
Estando en
pleno servicio, la cuadrilla de su esposo había encontrado un vehículo mal
estacionado en plena calle Ecuador, justo a mitad de la pronunciada inclinación
que la conformaba. Trataron de dar con su propietario por las cercanías para
pedirle que lo quitara de ahí de inmediato, si no tendrían que verse en la
obligación de ponerle un costoso parte por la estupidez que estaba cometiendo.
La mujer del teléfono recalcó en el hecho que fue su esposo el que quería darle
una segunda oportunidad al hombre para que fuera consciente que lo que había
hecho estaba mal. Pero pasado unos cuantos minutos, el conductor no dio luces
de aparecer y no tuvieron otra que sacar el talonario de los partes del
interior de la furgoneta de Carabineros para proceder con la rutina. Con pesar,
el cabo Urqueta se posicionó delante del vehículo mal estacionado para tomarle
la matrícula y, por consiguiente, dejarle el documento contra el parabrisas
cuando, sin previo aviso, sus colegas vieron cómo un auto apareció por la calle
arriba para caer en reversa por el mismo carril en el que se encontraba éste.
La mujer del
teléfono calló en este punto, obviando lo incuestionable, pero a Maribel no se
le hizo difícil imaginar a su esposo reaccionando a último instante, sin poder
hacer nada al respecto, viendo cómo un auto –Maribel se imaginó un Mustang sin
saber por qué− descendía en reversa hacia él con una fuerza capaz de…
−Murió al
instante –declaró su interlocutora, y Maribel notó que ésta estaba al borde de
las lágrimas.
Lo demás
fueron un montón de detalles que si bien no venían al caso, a Maribel se le
hicieron verdaderas piezas para el rompecabezas que acababa de completarse
frente a sus ojos.
−El vehículo
no tenía conductor –dijo su interlocutora cuando Maribel quiso saber si había
alguien implicado en el deceso−. Sólo alguien que seguramente olvidó dejar
puesto el freno de mano tras estacionarlo una calle más arriba.
Maribel se
vio dentro del auto, como una espectadora, presenciando cómo el freno de mano
se accionaba por sí mismo para luego inclinarse y dejar que las leyes de la
gravedad y el destino siguieran con lo suyo. El cabo Urqueta, su esposo, estaba
condenado, debía haber muerto, y la Muerte no quería que alguien escapara de
ella como arena entre sus dedos…
Luego de dar
las gracias por el llamado y colgar el teléfono, Maribel recogió las papas
dispersas del suelo y se sentó un rato en el sofá para sopesar qué le diría a
sus hijos para explicarle lo ocurrido; pensó en que lo sabrían de todas
maneras: una noticia así –un Carabinero afortunado se salva de disparo en el
corazón, ahora muere atropellado en extrañas circunstancias por un vehículo sin
tripulantes− no tardaría en salir por todos lados, los noticiarios haciéndose
un festín con los hechos.
Maribel
intentó llorar, sentía que los ojos le escocían por dentro, que un nudo le
apretaba el pecho y la garganta, pero no podía conseguir que las lágrimas
hicieran lo suyo como deseaba. Entonces cayó en la cuenta que en realidad ya lo
había hecho, llorar por la pérdida de su esposo, hacía eso de una semana.
Porque su esposo, esa noche en que la lapicera, una lapicera cualquiera, le
había salvado la vida, en realidad había muerto y no había nada qué pudiera
haber hecho al respecto. Los demás días de existencia, habían sido un mero
regalo de despedida.