Cuento #70: Una piedra en el zapato



El malestar en el zapato no se hizo presente hasta que ya había avanzado unos cuantos metros de casa. Concentró todos sus esfuerzos en hacer como que nada ocurría, que podía seguir caminando con la piedra en el zapato hasta subirse a la primera micro o colectivo que pasara, pero la cosa se iba volviendo más y más difícil a cada paso. Por lo mismo no pudo esperar a llegar a una esquina y acuclillarse para quitarse la zapatilla en cuestión (la izquierda) y revisarla; la sacudió hasta ver caer en la parte del talón un montón de arenilla y pequeñas motas de polvo que esparció por el suelo. Entonces volvió a ponérsela para continuar con sus pasos. Todo continuó bien hasta que unos cuantos metros antes del paradero volvió a sentirla molestándole. Como venía un colectivo con un par de asientos vacíos y él estaba atrasado, decidió subirse cuanto antes y dejar el asunto para después; no era que se fuera a sacar la zapatilla delante de los demás pasajeros y quedar como todo un mal educado frente a ellos.
Fue por eso que cuando dio el primer paso fuera del vehículo, sintió con aún más dolor la punzada de la piedra tras no haberse acordado de ella por más de veinte minutos. Ahogó un insulto y caminó hasta poder sentarse en una pequeña escalinata de la entrada de un colegio a esa hora vacía. Repitió la misma operación que antes de subirse al colectivo y esta vez ni siquiera encontró arenilla ni algo de polvo. Metió su mano dentro, consciente que cada segundo que trascurría lo hacía estar cada vez más atrasado para llegar a clases, e inspeccionó atentamente cada rincón suyo, encontrando nada en lo absoluto. Urgido, sólo lanzó un ¡mierda! al aire y se las puso de nuevo, abrochándoselas a medias.
            Pero ahí estaba de nuevo el maldito malestar, la piedra incrustada en su planta, en su carne; la podía sentir con su delgado pero filudo reborde haciendo mella en su piel a cada paso que daba, a cada palmo que avanzaba.
            Cuando se encontró con un semáforo en rojo, se apoyó en él y se sacó la zapatilla por tercera vez, creyendo que el problema podía estar no en ella, sino que en el calcetín que llevaba puesto; se lo quitó, lo dejó del lado vuelto y lo examinó detenidamente. Alcanzó a acomodarse la zapatilla justo antes que la luz cambiara a verde.
Mas el problema continuó como en un principio.  
            Entonces comenzó a golpear su pie contra el suelo, sintiendo un creciente acceso de rabia que no le dejó tranquilo; golpeó queriendo deshacerse de la muy maldita como fuera lugar, apretando los dientes, recibiendo dolor a punzadas mientras algunas personas que transitaban cerca lo quedaban mirando como si estuviera loco.
            Nada importaba.
            Hasta que la piedra, como si fuera la cosa más caprichosa del mundo, dejó de fastidiar de un momento a otro. Así dio un paso, y otro, y otro, y no dolió nada; sonrió con ánimo, aunque supiera que iba a llegar de todas maneras tarde a clases, y avanzó apurando el tranco. No obstante a medida que los metros se fueron acortando, fue sintiendo una progresiva punzada subir por su pierna izquierda, luego por la zona de sus caderas, después por su estómago, y demás órganos vitales, y todo el día ausente en la universidad, y el cuerpo exánime de un joven en plena calle, y nadie nunca supo nada al respecto.