El malestar en el zapato no
se hizo presente hasta que ya había avanzado unos cuantos metros de casa.
Concentró todos sus esfuerzos en hacer como que nada ocurría, que podía seguir
caminando con la piedra en el zapato hasta subirse a la primera micro o colectivo
que pasara, pero la cosa se iba volviendo más y más difícil a cada paso. Por lo
mismo no pudo esperar a llegar a una esquina y acuclillarse para quitarse la
zapatilla en cuestión (la izquierda) y revisarla; la sacudió hasta ver caer en
la parte del talón un montón de arenilla y pequeñas motas de polvo que esparció
por el suelo. Entonces volvió a ponérsela para continuar con sus pasos. Todo
continuó bien hasta que unos cuantos metros antes del paradero volvió a
sentirla molestándole. Como venía un colectivo con un par de asientos vacíos y
él estaba atrasado, decidió subirse cuanto antes y dejar el asunto para
después; no era que se fuera a sacar la zapatilla delante de los demás
pasajeros y quedar como todo un mal educado frente a ellos.
Fue por eso que
cuando dio el primer paso fuera del vehículo, sintió con aún más dolor la
punzada de la piedra tras no haberse acordado de ella por más de veinte
minutos. Ahogó un insulto y caminó hasta poder sentarse en una pequeña
escalinata de la entrada de un colegio a esa hora vacía. Repitió la misma
operación que antes de subirse al colectivo y esta vez ni siquiera encontró
arenilla ni algo de polvo. Metió su mano dentro, consciente que cada segundo
que trascurría lo hacía estar cada vez más atrasado para llegar a clases, e
inspeccionó atentamente cada rincón suyo, encontrando nada en lo absoluto.
Urgido, sólo lanzó un ¡mierda! al aire y se las puso de nuevo, abrochándoselas
a medias.
Pero ahí estaba de nuevo el maldito malestar, la piedra
incrustada en su planta, en su carne; la podía sentir con su delgado pero
filudo reborde haciendo mella en su piel a cada paso que daba, a cada palmo que
avanzaba.
Cuando se encontró con un semáforo en rojo, se apoyó en
él y se sacó la zapatilla por tercera vez, creyendo que el problema podía estar
no en ella, sino que en el calcetín que llevaba puesto; se lo quitó, lo dejó
del lado vuelto y lo examinó detenidamente. Alcanzó a acomodarse la zapatilla
justo antes que la luz cambiara a verde.
Mas el problema
continuó como en un principio.
Entonces comenzó a golpear su pie contra el suelo,
sintiendo un creciente acceso de rabia que no le dejó tranquilo; golpeó
queriendo deshacerse de la muy maldita como fuera lugar, apretando los dientes,
recibiendo dolor a punzadas mientras algunas personas que transitaban cerca lo
quedaban mirando como si estuviera loco.
Nada importaba.
Hasta que la piedra, como si fuera la cosa más caprichosa
del mundo, dejó de fastidiar de un momento a otro. Así dio un paso, y otro, y
otro, y no dolió nada; sonrió con ánimo, aunque supiera que iba a llegar de
todas maneras tarde a clases, y avanzó apurando el tranco. No obstante a medida
que los metros se fueron acortando, fue sintiendo una progresiva punzada subir
por su pierna izquierda, luego por la zona de sus caderas, después por su
estómago, y demás órganos vitales, y todo el día ausente en la universidad, y
el cuerpo exánime de un joven en plena calle, y nadie nunca supo nada al
respecto.