Sólo necesitaba sentarse un
rato en el retrete y todo estaría mejor. Sebastián sabía que el vino limpiaba
el estómago (al menos eso le había dicho un tío que rara vez veía sobrio) de
una manera muy violenta, pero lo hacía al fin y al cabo. Así que deseando esta
vez no hubiera tanto dolor de por medio como en ocasiones anteriores, apretó
los dientes y comenzó a hacer fuerza para que todo lo malo saliera por fin de
su organismo.
Al principio se
le nubló la mirada, las sienes comenzaron a palpitarle de un modo horrible y la
cabeza pareció desinflarse poco a poco, como si estuviera perdiendo la
conciencia a cada terrible segundo que transcurría, pero seguía sin ocurrir
nada; era como si algo le escarbara dolorosamente por dentro, sin poder salir
del todo.
Entonces duplicó la intensidad de su esfuerzo,
sintiéndose al borde del colapso; si aquello no terminaba pronto, seguramente
sus familiares lo encontrarían tirado sobre el frío y asqueroso suelo del baño
totalmente inconsciente.
−Vamos, puta mierda –refunfuñó entre dientes, roja la
cara y marcada las venas de su frente. Ya quedaba poco, quedaba muy, muy poco…
Hasta que un fuerte chapoteo (que mojó por desgracia sus
nalgas) indicó que todo había acabado. Sebastián pudo entonces relajarse y
sentir cómo sus músculos tensos volvían a la normalidad con un placentero
hormigueo; lo único que parecía no dejarlo tranquilo era un fuerte picor en el
ano, con toda seguridad provocado por el gran tamaño de sus deposiciones.
Bueno, no todo podía ser perfecto, ¿no?
Sebastián se acomodó en el retrete y rebuscó en los
bolsillos de sus pantalones su cajetilla de cigarros y su encendedor. No había
nada como un poco de tabaco después de haber expulsado…
Sin embargo los dos objetos resbalaron de manera
sobresaltada por entre sus dedos para caer en un pequeño charco de agua bajo la
pileta del lavamanos. Sebastián no estaba seguro de lo que acababa de oír, pero
era como si un gato viejo y acabado hubiera maullado moribundamente del otro
lado del baño, en el patio.
Moviendo levemente
su cabeza en gesto desaprobador, Sebastián rió para sus adentros, pensando en
lo estúpido que se debió haber visto sobresaltado por el apagado maullido de un
gato a punto de estirar la pata, alargando mientras su brazo derecho para
recoger el cigarro y su encendedor mojados. Pero el ruido lo volvió a
perturbar, dejando su acción a la mitad.
Con toda seguridad estaba equivocado, alucinando por el
esfuerzo, una subida de presión o algo por el estilo: porque el ruido lo había
sentido ahora desde el fondo del retrete, donde debería estar toda su…
Sebastián se levantó de un brinco, temiendo que aquello
pudiera tratarse de una rata aparecida de las alcantarillas. Mas no pudo evitar
ahogar un grito cuando vio que en el fondo del retrete, entre toda su mierda
espesa y negra, se hallaba formada una malsana criatura de aspecto felino, con
dos orificios verdosos a modo de ojos, unas tiras desgastadas de algo gris como
bigotes, puntas de caca cónica por orejas caídas. Podía ser su imaginación, el
azar haciendo lo suyo para crear divertidas y extrañas formas con sus
deposiciones, pero…, pero aquello frente a sus ojos se movía de manera
lánguida, agonizante, y maullaba como si fuera un gato con vida, real.
El joven se apegó cada vez más a la pared a su espalda,
totalmente espantado; no podía creer que algo así había salido de su…
El maullido del gato se estaba volviendo cada vez más
insoportable, reverberando molestamente por todo el baño. Si la cosa esa
continuaba así, no tardaría en llamar pronto la atención de sus familiares (que
celebraban el cumpleaños número cincuenta y nueve de su abuelo paterno) en el
vestíbulo de la casa. Si sucedía eso, no
sabría qué decirles.
“¿Sabe, tío?, tenía razón: el vino me hizo tan bien, que
cagué una cosa parecida a un gato. ¿No me cree?; ¡pues venga a ver, que acá lo
tengo apresado”. El sólo hecho de pensar en una explicación como ésa, le
produjo un revoltijo de estómago y un gran dolor de cabeza.
No, aquello no tendría ningún sentido.
Con el sonido del ahogado maullido en los oídos,
Sebastián se acercó a la taza del baño tratando de no mirar el fondo ni
prestarle atención al horrible olor que parecía gobernar cada partícula de aire
en el interior del cuarto. Cerró la tapa con cuidado y con una mano firme pulsó
el botón para hacer desaparecer todo lo que había dentro. Por suerte el sonoro
ruido del agua sobrepasó a los lastimeros graznidos de la cosa, porque de otra
manera no hubiera podido soportarlo; era como escuchar a alguien ser asesinado.
Sebastián esperó a que la cisterna volviera a llenarse
para descargarla otra vez sin abrir la tapa; y cuando se hubo llenado por
segunda vez, intentó con una tercera: quería asegurarse a toda costa que
aquella cosa desapareciera de la faz de la Tierra…, o al menos de la casa de sus
familiares.
Cuando su tío golpeó la puerta del baño, preguntándole a
Sebastián si necesitaba un serrucho para terminar con su labor (riéndose
aguardentosamente, como era de esperar), éste le dijo con voz temblorosa que
no, que ya había terminado después de todo.
−Te lo dije, Sebastián –dijo su tío, con un dejo
divertido−. El vino lo limpia todo. Absolutamente todo.
Sebastián tomó nota mental de irse con más cuidado con
las copas para la próxima.