Cuento #69: El vino es vida



Sólo necesitaba sentarse un rato en el retrete y todo estaría mejor. Sebastián sabía que el vino limpiaba el estómago (al menos eso le había dicho un tío que rara vez veía sobrio) de una manera muy violenta, pero lo hacía al fin y al cabo. Así que deseando esta vez no hubiera tanto dolor de por medio como en ocasiones anteriores, apretó los dientes y comenzó a hacer fuerza para que todo lo malo saliera por fin de su organismo.
Al principio se le nubló la mirada, las sienes comenzaron a palpitarle de un modo horrible y la cabeza pareció desinflarse poco a poco, como si estuviera perdiendo la conciencia a cada terrible segundo que transcurría, pero seguía sin ocurrir nada; era como si algo le escarbara dolorosamente por dentro, sin poder salir del todo.
            Entonces duplicó la intensidad de su esfuerzo, sintiéndose al borde del colapso; si aquello no terminaba pronto, seguramente sus familiares lo encontrarían tirado sobre el frío y asqueroso suelo del baño totalmente inconsciente.
            −Vamos, puta mierda –refunfuñó entre dientes, roja la cara y marcada las venas de su frente. Ya quedaba poco, quedaba muy, muy poco…
            Hasta que un fuerte chapoteo (que mojó por desgracia sus nalgas) indicó que todo había acabado. Sebastián pudo entonces relajarse y sentir cómo sus músculos tensos volvían a la normalidad con un placentero hormigueo; lo único que parecía no dejarlo tranquilo era un fuerte picor en el ano, con toda seguridad provocado por el gran tamaño de sus deposiciones. Bueno, no todo podía ser perfecto, ¿no?
            Sebastián se acomodó en el retrete y rebuscó en los bolsillos de sus pantalones su cajetilla de cigarros y su encendedor. No había nada como un poco de tabaco después de haber expulsado…
            Sin embargo los dos objetos resbalaron de manera sobresaltada por entre sus dedos para caer en un pequeño charco de agua bajo la pileta del lavamanos. Sebastián no estaba seguro de lo que acababa de oír, pero era como si un gato viejo y acabado hubiera maullado moribundamente del otro lado del baño, en el patio.  
Moviendo levemente su cabeza en gesto desaprobador, Sebastián rió para sus adentros, pensando en lo estúpido que se debió haber visto sobresaltado por el apagado maullido de un gato a punto de estirar la pata, alargando mientras su brazo derecho para recoger el cigarro y su encendedor mojados. Pero el ruido lo volvió a perturbar, dejando su acción a la mitad.
            Con toda seguridad estaba equivocado, alucinando por el esfuerzo, una subida de presión o algo por el estilo: porque el ruido lo había sentido ahora desde el fondo del retrete, donde debería estar toda su…
            Sebastián se levantó de un brinco, temiendo que aquello pudiera tratarse de una rata aparecida de las alcantarillas. Mas no pudo evitar ahogar un grito cuando vio que en el fondo del retrete, entre toda su mierda espesa y negra, se hallaba formada una malsana criatura de aspecto felino, con dos orificios verdosos a modo de ojos, unas tiras desgastadas de algo gris como bigotes, puntas de caca cónica por orejas caídas. Podía ser su imaginación, el azar haciendo lo suyo para crear divertidas y extrañas formas con sus deposiciones, pero…, pero aquello frente a sus ojos se movía de manera lánguida, agonizante, y maullaba como si fuera un gato con vida, real.
            El joven se apegó cada vez más a la pared a su espalda, totalmente espantado; no podía creer que algo así había salido de su…
            El maullido del gato se estaba volviendo cada vez más insoportable, reverberando molestamente por todo el baño. Si la cosa esa continuaba así, no tardaría en llamar pronto la atención de sus familiares (que celebraban el cumpleaños número cincuenta y nueve de su abuelo paterno) en el vestíbulo de la casa.  Si sucedía eso, no sabría qué decirles.
            “¿Sabe, tío?, tenía razón: el vino me hizo tan bien, que cagué una cosa parecida a un gato. ¿No me cree?; ¡pues venga a ver, que acá lo tengo apresado”. El sólo hecho de pensar en una explicación como ésa, le produjo un revoltijo de estómago y un gran dolor de cabeza.
            No, aquello no tendría ningún sentido.
            Con el sonido del ahogado maullido en los oídos, Sebastián se acercó a la taza del baño tratando de no mirar el fondo ni prestarle atención al horrible olor que parecía gobernar cada partícula de aire en el interior del cuarto. Cerró la tapa con cuidado y con una mano firme pulsó el botón para hacer desaparecer todo lo que había dentro. Por suerte el sonoro ruido del agua sobrepasó a los lastimeros graznidos de la cosa, porque de otra manera no hubiera podido soportarlo; era como escuchar a alguien ser asesinado.
            Sebastián esperó a que la cisterna volviera a llenarse para descargarla otra vez sin abrir la tapa; y cuando se hubo llenado por segunda vez, intentó con una tercera: quería asegurarse a toda costa que aquella cosa desapareciera de la faz de la Tierra…, o al menos de la casa de sus familiares.
            Cuando su tío golpeó la puerta del baño, preguntándole a Sebastián si necesitaba un serrucho para terminar con su labor (riéndose aguardentosamente, como era de esperar), éste le dijo con voz temblorosa que no, que ya había terminado después de todo.
            −Te lo dije, Sebastián –dijo su tío, con un dejo divertido−. El vino lo limpia todo. Absolutamente todo.
            Sebastián tomó nota mental de irse con más cuidado con las copas para la próxima.