Cuento #68: Azul y amarillo




Apenas sintió el vibrar del celular sobre la mesa, Antonio estiró su brazo para contestar la llamada con una amplia sonrisa en el rostro.
−¡Sofía! –dijo él−. ¡Estaba esperando que me llamaras! ¡Cómo estás! ¿Todo bien en casa?
−¡Sí –replicó la aludida del otro lado de la línea, alegre−, súper! Mi mamá acaba de irse: pasamos toda la tarde tomando mate y leyendo en el jardín. ¿Qué tal, eh?
−Tarde de mujeres.
−¡Así es! –dijo Sofía−. Luego nos dio hambre, como siempre, y llamamos al local de la carretera ése para que nos trajeran algo de comida a la casa –Sofía hizo una pequeña inflexión aquí− y a qué no te imaginas con lo que nos encontramos en la puerta.
Antonio no supo qué responder. Se imaginó, sin saber por qué, un billete de diez mil pesos.
−¿Encontraste plata? –aventuró él.
−¡No! –exclamó su esposa del otro lado de la línea−. Nos encontramos con una mariposa muy bonita, con las alas de color azul y amarillo. ¿Has visto alguna vez una mariposa con las alas de color azul y amarillo?
−Creo que no, cariño. Siempre veo las mismas marrones con naranja.
−Sí, yo igual –dijo Sofía−, por eso me pareció rara. Además tenía un ala mala y un aspecto, digamos, no muy bueno. Parecía como si fuera a morir. Así que la dejé en una caja de zapatos con pasto, adentro de la casa, en el ropero.
−¿Segura que eso le hará bien? –preguntó Antonio, pasando su mano derecha por el rostro en un gesto cansino. En realidad se sentía extenuadísimo después de todo el ajetreo de ese día entre tanta cátedra sin asunto y reuniones que, con la mano en el corazón, no llevarían a la empresa a ninguna parte. El grupo de colegas con el que compartía los mismos turnos de faena también opinaba lo mismo. Pero el trabajo era el trabajo, decía la cláusula, y había que atenerse a las consecuencias de llevar una vida cada vez más cómoda junto a Sofía, con quien llevaba siete prematuros y felices meses de casados.
−Sí, segura. Lo vi en un video de Youtube –replicó ella.
−Ya veo –balbuceó Antonio.
−¿Y –Sofía cambió el tono de su voz−, ya te vienes?
−Estoy preparando mis cosas para tomar el vuelo –dijo Antonio mientras apilaba unos documentos con su mano desocupada−. Si ninguno de los aviones explota o falla, estaré en casa mañana a eso de las diez.
−Entonces te estaré esperando –ronroneó ella, dándole un sensual énfasis a las tres últimas palabras.
−Qué bueno es saber eso, cariño.
Antonio no pudo evitar recordar por un fugaz segundo el cuerpo desnudo de Sofía bajo el suyo propio, mirándole fijo mientras sus labios y sus gemidos componían un cuadro que hacía que las cosas ahí abajo se pusieran durísimas. Antonio dejó de realizar lo que estaba haciendo. Sofía, por su parte, rió entre dientes.
−Cuídate, cariño. No te olvides que te amo.
Antonio le respondió que sus sentimientos le eran totalmente recíprocos y cortó la llamada para comenzar con la parte más difícil de todo eso: darse los ánimos suficientes para terminar de arreglar sus pertenencias y echarlas en su maleta sin tener luego problemas para cerrarla. Sofía siempre le decía que él tenía la mala costumbre de acarrear en sus viajes con más cosas de las que le eran precisamente necesarias, además de desparramarlas todas al sacarlas del equipaje como si un huracán acabara de pasar por el cuarto.
Al cabo de una hora, y luego de terminar por echar sus últimas pertenencias a la maleta, Antonio fue con ella a cuestas para despedirse de sus colegas que habían decidido aprovechar las horas de atención restantes del hotel donde los hospedaba la empresa, bebiendo y comiendo cuanta cosa gratuita pudieran en el bar del recinto, y salió al frío viento nocturno del exterior para tomar el primer taxi que pudiera llevarle hasta el aeropuerto, no sin sentir un leve picor de arrepentimiento por dejar el lugar donde todos lo estaban pasando de maravilla. Por suerte la calle en la que se encontraba el hotel era una muy concurrida y con mucho flujo vehicular, por lo que conseguir un taxi no fue una tarea tan difícil.
Fue todo un alivio para la parte ansiosa de Antonio que el chofer demorara menos de media hora en arribar al aeropuerto. Así pudo permitirse el lujo de realizar los trámites previos al vuelo sin apuros, bajo ninguna clase de presión y totalmente a sus anchas; cuando veía a sudorosos y desesperados pasajeros corriendo para no perder sus viajes, boletos en ristre como en las películas, siempre recordaba que él nunca quería ser uno de ellos.
El vuelo salió una hora y quince minutos después, en plena madrugada. Antonio, que no gustaba mucho de los viajes en avión, le pidió un vaso de agua a la azafata para tragar una de sus pastillas para dormir que siempre llevaba consigo. Acto seguido, y agradeciendo que cuando abriera los ojos por la mañana estaría a menos distancia de sus esposa, el hombre se arrebujó en su asiento como lo hiciera en su propia cama, junto a ella. Antonio estuvo un buen rato pensando en Sofía, dándole vueltas a la sensación de lo mucho que extrañaba su risa y la forma en que lo miraba, entrecerrando sus ojos. Meses atrás habría creído que estar lejos de ella por unos cuantos días no sería una complicación en su vida; pero había terminado siéndolo, y eso le hacía sentir una increíble ola de afecto hacia su persona. Antonio continuó divagando bajo los efectos de su medicamento hasta que, sin saber cómo, se quedó profundamente dormido.
Para cuando Antonio despertó, el avión se encontraba justamente a minutos de aterrizar en el aeropuerto. Con las imágenes ya algo borrosas del sueño que tuvo durante el vuelo, el hombre fue a buscar su maleta junto a los demás pasajeros, recordando especialmente una parte en que Sofía, para variar, no dejaba de probarse pantaletas frente a él, como si las modelara una tras otra. De seguro eran las ganas de volver a besarla y recorrer todos los lugares y rincones posibles de su casa nueva, escuchando música fuerte y tomando vino en copas. Después de cinco días sin ella, era lógico que hasta su inconsciente entrara en una especie de desesperación por tenerla cerca y sentirla.
Como aún faltaba el aburrido par de horas de viaje en bus de regreso a casa, Antonio decidió comprar el diario de siempre, un vaso de café y un par de galletas dulces en una de las tiendas del aeropuerto. Le ocurría comúnmente que nunca conseguía mantenerse cómodo por mucho rato en los asientos de los buses, por lo que tampoco podía llegar a dormir en ellos para pasar el tiempo y no aburrirse mirando árboles y nada más que árboles.
Fue toda una suerte para él que el diario que acababa de comprar trajera consigo un puzzle especialmente complicado basado en momentos y personajes históricos importantes, tópicos que le interesaban un montón desde su más temprana infancia. Por alguna razón Antonio detestaba ocupar su tiempo muerto en una actividad tan tonta como pasar pegado a su celular al igual que los demás por donde quiera que fuera y mirara, embelesado como un verdadero idiota. Sofía, que en un comienzo tenía una inclinación totalmente contraria a la suya, demoró un buen tiempo en acostumbrarse a no revisar los mensajes que le enviaban sus amigos cada dos o tres minutos como lo hacían los demás.
Cuando faltaban veinte minutos para que el bus pasara por el paradero más cercano a su casa retirada de la zona urbanizada, Antonio plegó su diario para guardarlo dentro de su chaqueta y esperó ansiosamente a que el auxiliar del vehículo viniera hasta su puesto para decirle que habían llegado al punto donde él les había indicado.
En ese tiempo que transcurrió en la espera, Antonio pensó en que quizá su esposa continuara dormida, arrebujada entre las sábanas blancas de su cama matrimonial; aún no eran ni las nueve con treinta de la mañana, por lo que seguramente la hallaría en ese estado, con esa expresión inocente que adoptaba su rostro mientras dormía. Antonio se imaginó llegando a su lado, en silencio, para despertarla con un cuidadoso beso en el cuello, y así arrancar la serie de acontecimientos que le seguían: el desvestirse, el besarse con ganas luego de tanto tiempo sin hacerlo, el poder sentirla…
Pero le acometió una sensación de extrañeza al llegar a su casa, después de caminar unos cuantos minutos desde el paradero en que lo había dejado el bus, con las ruedas de su maleta perturbando la profunda paz del sector, y notar que la reja de la entrada se encontraba sin el candado y las pesadas cadenas que siempre la aseguraban.
Claro, podía ser que Sofía se hubiera despertado temprano para leer o pintar como rara vez lo hacía por las mañanas, quitando las cadenas para facilitarle su acceso a la casa, mas no se veía ninguna clase de actividad dentro de ésta por más que Antonio intentó fijarse en ellas.
El hombre pensó que quizá ella le estuviera esperando del otro lado de la puerta para pillarlo por sorpresa, tal como él se había propuesto en un principio.
Sin embargo su hogar parecía tan silencioso como si estuviera totalmente vacío. Y él sabía que su esposa, si estaba despierta, no podía mantenerse en silencio por mucho rato.
−¿Sofía? –llamó dejando su maleta en el vestíbulo. Antonio creía que podía tratarse de una broma−. ¿Estás por ahí?
            Antonio revisó la primera habitación a su derecha, la de invitados, y encontró todo igual que antes de partir. Avanzó hasta la cocina, mirando al patio por la ventana que daba a ella, sin encontrar señales de su esposa. Entonces se dirigió al cuarto del fondo, el matrimonial, seguro de hallar a Sofía en la cama, lista para su llegada.
No obstante, al abrir la puerta de la habitación, se encontró con que ésta se encontraba sumida en la penumbra.
−¿Sofía? –preguntó Antonio, acercándose hasta su cama. Por un instante creyó que no la encontraría ahí, que la cama estaría vacía y que una alarma en su cabeza terminaría por dispararse en señal de peligro, advirtiéndole que algo raro estaba ocurriendo en su casa. Sin embargo, como era de esperar, ahí estaba ella, con su frente amplia, su nariz pequeña y respingada y esa boca que solía apretarse cuando dormía, cubierta por las frazadas con una expresión de agrio sufrimiento en el rostro. Parecía enfermísima.
Antonio se acercó a ella premurosamente y, sintiendo un espantoso vacío en el estómago, le tomó la temperatura poniendo una mano sobre sus mejillas, ahogando un insulto al comprobar lo espantosamente fría que se encontraba.
No, no podía ser, Sofía no podía estar muerta…
Urgido, aguantando la respiración, Antonio sacó el celular de su bolsillo y marcó el número de las emergencias con el último porcentaje de batería que le quedaba, paseándose ansioso de aquí para allá mientras abría las cortinas y las ventanas, dejando entrar un poco de aire y luz al cuarto que daba una impresión cada vez más asfixiante, con la demencial sensación de no saber qué hacer para hacer volver a su esposa.
Antonio pensaba justamente en lo jodida que era la salud en el maldito país en el que vivían cuando, después del chasquido propio de quien levanta el auricular del teléfono con fuerza, le contestó la operadora del otro lado de la línea.
−Aló, Urgencias, buenos días –El tono de la mujer era notoriamente cansino.
Antonio se relamió los labios, pensando en cómo decir las próximas palabras sin equivocarse ni decir nada estúpido. Fue entonces que se percató, no sin sentir mucha extrañeza al respecto, que las frazadas que cubrían a Sofía parecían moverse como si algo se agitara enérgicamente bajo ellas.
            −¿Aló, buenos días? –repitió la mujer del otro lado de la línea. Mas Antonio perdió toda la atención que había depositado en ella, la poca y nada que le quedaba: acercándose a su esposa, lentamente, como en un sueño demasiado real para su gusto, fue percatándose que por desgracia su primera impresión no estaba tan errada después de todo.
            Los movimientos bajo las frazadas, como si se concentraran en el abdomen de Sofía, se notaban más intensos que al momento de su llegada, como si algo hubiera despertado en su interior. Antonio no sabía qué pensar al respecto, ni siquiera podía imaginar lo que podía haber ahí abajo, pero por el murmullo viscoso que se producía en esa zona, como si los intestinos de Sofía gruñeran por comida, mucha comida, le daba un terror paralizante, además de un asco atroz. Su mente le decía, aullaba, que él tenía plena conocimiento de lo que se hallaba debajo de esa capa blanca que cubría a su durmiente Sofía.
            “No, no, no”, se repitió Antonio, cada vez más asustado y asqueado.
Entonces, con el ánimo de eliminar todas sus dudas cuanto antes, Antonio quitó las frazadas que cubrían el cuerpo de su esposa de un manotazo. La primera imagen fue la de unos fideos con salsa hirviendo en una olla. Segundos después, lo vio todo con más claridad.
Reprimiendo unas fuertes ganas de vomitar, Antonio vio que el estómago suave y delicado de Sofía se había transformado en un hervidero de larvas cavado hasta sus entrañas, desprendiendo un olor horrible y viscoso a podredumbre que las frazadas habían ocultado y que él había confundido con el ambiente pesado de las casas sin ventilar por horas.
No podía ser posible, no podía ser: Sofía era… Sofía se había convertido en…
No, no podía ser posible… Cómo podía haber ocurrido, si hasta hacía unas horas atrás había hablado por celular con ella, sin dar ningún indicio que estuviera enferma o en problemas…
Dios Santo, las larvas en el estómago, en medio de la carne y los órganos vitales, era un espectáculo que no tenía lugar para las palabras.
−¡Sofía! –gritó Antonio, sintiendo que el mundo daba vueltas con vertiginoso brío alrededor suyo. De seguro era una broma, Sofía no podía ser el cuerpo que tenía frente a sus ojos, devorado por un montón de bichos que le evocaban las imperiosas ganas de echar por la boca todo el café y las galletas dulces que había probado durante el viaje en bus por la carretera.
No, aquello no podía ser posible, pensó Antonio una vez más, entrando en un acalorado instante de desesperación. Sofía no moriría. Sofía jamás moriría mientras él estuviera cerca.
Antonio estaba tan enfrascado analizando rápidamente cuáles serían sus siguientes pasos para salvar a su esposa, manoseando todas probabilidades posibles, que no se percató que detrás suyo, en esa misma repisa en la que descansaban sus fotos tomadas durante su noviazgo con ella, una mariposa cuyas alas eran de color azul y amarillo lo observaba de manera minuciosa mientras él no dejaba de moverse por el cuarto y agarrarse la cabeza como si padeciera de la peor de las jaquecas. Era la primera y última en su especie que alcanzaría a ver con vida.