Apenas
sintió el vibrar del celular sobre la mesa, Antonio estiró su brazo para
contestar la llamada con una amplia sonrisa en el rostro.
−¡Sofía! –dijo él−. ¡Estaba esperando que me llamaras!
¡Cómo estás! ¿Todo bien en casa?
−¡Sí –replicó la aludida del otro lado de la línea,
alegre−, súper! Mi mamá acaba de irse: pasamos toda la tarde tomando mate y
leyendo en el jardín. ¿Qué tal, eh?
−Tarde de mujeres.
−¡Así es! –dijo Sofía−. Luego nos dio hambre, como
siempre, y llamamos al local de la carretera ése para que nos trajeran algo de
comida a la casa –Sofía hizo una pequeña inflexión aquí− y a qué no te imaginas
con lo que nos encontramos en la puerta.
Antonio no supo qué responder. Se imaginó, sin saber
por qué, un billete de diez mil pesos.
−¿Encontraste plata? –aventuró él.
−¡No! –exclamó su esposa del otro lado de la línea−. Nos
encontramos con una mariposa muy bonita, con las alas de color azul y amarillo.
¿Has visto alguna vez una mariposa con las alas de color azul y amarillo?
−Creo que no, cariño. Siempre veo las mismas marrones
con naranja.
−Sí, yo igual –dijo Sofía−, por eso me pareció rara.
Además tenía un ala mala y un aspecto, digamos, no muy bueno. Parecía como si
fuera a morir. Así que la dejé en una caja de zapatos con pasto, adentro de la
casa, en el ropero.
−¿Segura que eso le hará bien? –preguntó Antonio,
pasando su mano derecha por el rostro en un gesto cansino. En realidad se
sentía extenuadísimo después de todo el ajetreo de ese día entre tanta cátedra
sin asunto y reuniones que, con la mano en el corazón, no llevarían a la
empresa a ninguna parte. El grupo de colegas con el que compartía los mismos
turnos de faena también opinaba lo mismo. Pero el trabajo era el trabajo, decía
la cláusula, y había que atenerse a las consecuencias de llevar una vida cada
vez más cómoda junto a Sofía, con quien llevaba siete prematuros y felices meses
de casados.
−Sí, segura. Lo vi en un video de Youtube –replicó
ella.
−Ya veo –balbuceó Antonio.
−¿Y –Sofía cambió el tono de su voz−, ya te vienes?
−Estoy preparando mis cosas para tomar el vuelo –dijo
Antonio mientras apilaba unos documentos con su mano desocupada−. Si ninguno de
los aviones explota o falla, estaré en casa mañana a eso de las diez.
−Entonces te estaré esperando –ronroneó ella, dándole
un sensual énfasis a las tres últimas palabras.
−Qué bueno es saber eso, cariño.
Antonio no pudo evitar recordar por un fugaz segundo
el cuerpo desnudo de Sofía bajo el suyo propio, mirándole fijo mientras sus
labios y sus gemidos componían un cuadro que hacía que las cosas ahí abajo se
pusieran durísimas. Antonio dejó de realizar lo que estaba haciendo. Sofía, por
su parte, rió entre dientes.
−Cuídate, cariño. No te olvides que te amo.
Antonio le respondió que sus sentimientos le eran
totalmente recíprocos y cortó la llamada para comenzar con la parte más difícil
de todo eso: darse los ánimos suficientes para terminar de arreglar sus
pertenencias y echarlas en su maleta sin tener luego problemas para cerrarla.
Sofía siempre le decía que él tenía la mala costumbre de acarrear en sus viajes
con más cosas de las que le eran precisamente necesarias, además de desparramarlas
todas al sacarlas del equipaje como si un huracán acabara de pasar por el
cuarto.
Al cabo de una hora, y luego de terminar por echar sus
últimas pertenencias a la maleta, Antonio fue con ella a cuestas para despedirse
de sus colegas que habían decidido aprovechar las horas de atención restantes
del hotel donde los hospedaba la empresa, bebiendo y comiendo cuanta cosa
gratuita pudieran en el bar del recinto, y salió al frío viento nocturno del
exterior para tomar el primer taxi que pudiera llevarle hasta el aeropuerto, no
sin sentir un leve picor de arrepentimiento por dejar el lugar donde todos lo
estaban pasando de maravilla. Por suerte la calle en la que se encontraba el
hotel era una muy concurrida y con mucho flujo vehicular, por lo que conseguir
un taxi no fue una tarea tan difícil.
Fue todo un alivio para la parte ansiosa de Antonio
que el chofer demorara menos de media hora en arribar al aeropuerto. Así pudo
permitirse el lujo de realizar los trámites previos al vuelo sin apuros, bajo
ninguna clase de presión y totalmente a sus anchas; cuando veía a sudorosos y
desesperados pasajeros corriendo para no perder sus viajes, boletos en ristre
como en las películas, siempre recordaba que él nunca quería ser uno de ellos.
El vuelo salió una hora y quince minutos después, en
plena madrugada. Antonio, que no gustaba mucho de los viajes en avión, le pidió
un vaso de agua a la azafata para tragar una de sus pastillas para dormir que
siempre llevaba consigo. Acto seguido, y agradeciendo que cuando abriera los
ojos por la mañana estaría a menos distancia de sus esposa, el hombre se arrebujó
en su asiento como lo hiciera en su propia cama, junto a ella. Antonio estuvo
un buen rato pensando en Sofía, dándole vueltas a la sensación de lo mucho que
extrañaba su risa y la forma en que lo miraba, entrecerrando sus ojos. Meses
atrás habría creído que estar lejos de ella por unos cuantos días no sería una
complicación en su vida; pero había terminado siéndolo, y eso le hacía sentir
una increíble ola de afecto hacia su persona. Antonio continuó divagando bajo
los efectos de su medicamento hasta que, sin saber cómo, se quedó profundamente
dormido.
Para cuando Antonio despertó, el avión se encontraba
justamente a minutos de aterrizar en el aeropuerto. Con las imágenes ya algo
borrosas del sueño que tuvo durante el vuelo, el hombre fue a buscar su maleta
junto a los demás pasajeros, recordando especialmente una parte en que Sofía,
para variar, no dejaba de probarse pantaletas frente a él, como si las modelara
una tras otra. De seguro eran las ganas de volver a besarla y recorrer todos
los lugares y rincones posibles de su casa nueva, escuchando música fuerte y
tomando vino en copas. Después de cinco días sin ella, era lógico que hasta su
inconsciente entrara en una especie de desesperación por tenerla cerca y
sentirla.
Como aún faltaba el aburrido par de horas de viaje en
bus de regreso a casa, Antonio decidió comprar el diario de siempre, un vaso de
café y un par de galletas dulces en una de las tiendas del aeropuerto. Le
ocurría comúnmente que nunca conseguía mantenerse cómodo por mucho rato en los
asientos de los buses, por lo que tampoco podía llegar a dormir en ellos para
pasar el tiempo y no aburrirse mirando árboles y nada más que árboles.
Fue toda una suerte para él que el diario que acababa
de comprar trajera consigo un puzzle especialmente complicado basado en
momentos y personajes históricos importantes, tópicos que le interesaban un
montón desde su más temprana infancia. Por alguna razón Antonio detestaba
ocupar su tiempo muerto en una actividad tan tonta como pasar pegado a su
celular al igual que los demás por donde quiera que fuera y mirara, embelesado
como un verdadero idiota. Sofía, que en un comienzo tenía una inclinación
totalmente contraria a la suya, demoró un buen tiempo en acostumbrarse a no
revisar los mensajes que le enviaban sus amigos cada dos o tres minutos como lo
hacían los demás.
Cuando faltaban veinte minutos para que el bus pasara
por el paradero más cercano a su casa retirada de la zona urbanizada, Antonio plegó
su diario para guardarlo dentro de su chaqueta y esperó ansiosamente a que el
auxiliar del vehículo viniera hasta su puesto para decirle que habían llegado
al punto donde él les había indicado.
En ese tiempo que transcurrió en la espera, Antonio
pensó en que quizá su esposa continuara dormida, arrebujada entre las sábanas
blancas de su cama matrimonial; aún no eran ni las nueve con treinta de la
mañana, por lo que seguramente la hallaría en ese estado, con esa expresión
inocente que adoptaba su rostro mientras dormía. Antonio se imaginó llegando a
su lado, en silencio, para despertarla con un cuidadoso beso en el cuello, y
así arrancar la serie de acontecimientos que le seguían: el desvestirse, el
besarse con ganas luego de tanto tiempo sin hacerlo, el poder sentirla…
Pero le acometió una sensación de extrañeza al llegar
a su casa, después de caminar unos cuantos minutos desde el paradero en que lo
había dejado el bus, con las ruedas de su maleta perturbando la profunda paz
del sector, y notar que la reja de la entrada se encontraba sin el candado y
las pesadas cadenas que siempre la aseguraban.
Claro, podía ser que Sofía se hubiera despertado
temprano para leer o pintar como rara vez lo hacía por las mañanas, quitando
las cadenas para facilitarle su acceso a la casa, mas no se veía ninguna clase
de actividad dentro de ésta por más que Antonio intentó fijarse en ellas.
El hombre pensó que quizá ella le estuviera esperando
del otro lado de la puerta para pillarlo por sorpresa, tal como él se había
propuesto en un principio.
Sin embargo su hogar parecía tan silencioso como si
estuviera totalmente vacío. Y él sabía que su esposa, si estaba despierta, no
podía mantenerse en silencio por mucho rato.
−¿Sofía? –llamó dejando su maleta en el vestíbulo.
Antonio creía que podía tratarse de una broma−. ¿Estás por ahí?
Antonio
revisó la primera habitación a su derecha, la de invitados, y encontró todo igual
que antes de partir. Avanzó hasta la cocina, mirando al patio por la ventana
que daba a ella, sin encontrar señales de su esposa. Entonces se dirigió al
cuarto del fondo, el matrimonial, seguro de hallar a Sofía en la cama, lista
para su llegada.
No obstante, al abrir la puerta de la habitación, se
encontró con que ésta se encontraba sumida en la penumbra.
−¿Sofía? –preguntó Antonio, acercándose hasta su cama.
Por un instante creyó que no la encontraría ahí, que la cama estaría vacía y
que una alarma en su cabeza terminaría por dispararse en señal de peligro,
advirtiéndole que algo raro estaba ocurriendo en su casa. Sin embargo, como era
de esperar, ahí estaba ella, con su frente amplia, su nariz pequeña y
respingada y esa boca que solía apretarse cuando dormía, cubierta por las
frazadas con una expresión de agrio sufrimiento en el rostro. Parecía
enfermísima.
Antonio se acercó a ella premurosamente y, sintiendo
un espantoso vacío en el estómago, le tomó la temperatura poniendo una mano
sobre sus mejillas, ahogando un insulto al comprobar lo espantosamente fría que
se encontraba.
No, no podía ser, Sofía no podía estar muerta…
Urgido, aguantando la respiración, Antonio sacó el
celular de su bolsillo y marcó el número de las emergencias con el último
porcentaje de batería que le quedaba, paseándose ansioso de aquí para allá
mientras abría las cortinas y las ventanas, dejando entrar un poco de aire y
luz al cuarto que daba una impresión cada vez más asfixiante, con la demencial
sensación de no saber qué hacer para hacer volver a su esposa.
Antonio pensaba justamente en lo jodida que era la
salud en el maldito país en el que vivían cuando, después del chasquido propio
de quien levanta el auricular del teléfono con fuerza, le contestó la operadora
del otro lado de la línea.
−Aló, Urgencias, buenos días –El tono de la mujer era
notoriamente cansino.
Antonio se relamió los labios, pensando en cómo decir
las próximas palabras sin equivocarse ni decir nada estúpido. Fue entonces que
se percató, no sin sentir mucha extrañeza al respecto, que las frazadas que cubrían
a Sofía parecían moverse como si algo se agitara enérgicamente bajo ellas.
−¿Aló,
buenos días? –repitió la mujer del otro lado de la línea. Mas Antonio perdió toda
la atención que había depositado en ella, la poca y nada que le quedaba:
acercándose a su esposa, lentamente, como en un sueño demasiado real para su
gusto, fue percatándose que por desgracia su primera impresión no estaba tan
errada después de todo.
Los movimientos bajo las frazadas,
como si se concentraran en el abdomen de Sofía, se notaban más intensos que al
momento de su llegada, como si algo hubiera despertado en su interior. Antonio
no sabía qué pensar al respecto, ni siquiera podía imaginar lo que podía haber
ahí abajo, pero por el murmullo viscoso que se producía en esa zona, como si los
intestinos de Sofía gruñeran por comida, mucha comida, le daba un terror
paralizante, además de un asco atroz. Su mente le decía, aullaba, que él tenía
plena conocimiento de lo que se hallaba debajo de esa capa blanca que cubría a
su durmiente Sofía.
“No, no, no”, se repitió Antonio,
cada vez más asustado y asqueado.
Entonces, con el ánimo de eliminar todas sus dudas
cuanto antes, Antonio quitó las frazadas que cubrían el cuerpo de su esposa de
un manotazo. La primera imagen fue la de unos fideos con salsa hirviendo en una
olla. Segundos después, lo vio todo con más claridad.
Reprimiendo unas fuertes ganas de vomitar, Antonio vio
que el estómago suave y delicado de Sofía se había transformado en un hervidero
de larvas cavado hasta sus entrañas, desprendiendo un olor horrible y viscoso a
podredumbre que las frazadas habían ocultado y que él había confundido con el
ambiente pesado de las casas sin ventilar por horas.
No podía ser posible, no podía ser: Sofía era… Sofía
se había convertido en…
No, no podía ser posible… Cómo podía haber ocurrido,
si hasta hacía unas horas atrás había hablado por celular con ella, sin dar
ningún indicio que estuviera enferma o en problemas…
Dios Santo, las larvas en el estómago, en medio de la
carne y los órganos vitales, era un espectáculo que no tenía lugar para las
palabras.
−¡Sofía! –gritó Antonio, sintiendo que el mundo daba
vueltas con vertiginoso brío alrededor suyo. De seguro era una broma, Sofía no
podía ser el cuerpo que tenía frente a sus ojos, devorado por un montón de
bichos que le evocaban las imperiosas ganas de echar por la boca todo el café y
las galletas dulces que había probado durante el viaje en bus por la carretera.
No, aquello no podía ser posible, pensó Antonio una
vez más, entrando en un acalorado instante de desesperación. Sofía no moriría.
Sofía jamás moriría mientras él estuviera cerca.
Antonio estaba tan enfrascado analizando rápidamente
cuáles serían sus siguientes pasos para salvar a su esposa, manoseando todas
probabilidades posibles, que no se percató que detrás suyo, en esa misma repisa
en la que descansaban sus fotos tomadas durante su noviazgo con ella, una mariposa
cuyas alas eran de color azul y amarillo lo observaba de manera minuciosa mientras
él no dejaba de moverse por el cuarto y agarrarse la cabeza como si padeciera
de la peor de las jaquecas. Era la primera y última en su especie que
alcanzaría a ver con vida.