Completamente agitado y
muerto de miedo, Carlos preguntó por su esposa en la mesa de recepción apenas
ingresó a la clínica.
−Alicia Salas –resopló, tratando de recuperar el aliento−.
Necesito saber dónde está Alicia Salas.
La recepcionista consultó el nombre en su computadora,
impertérrita, y le dio a Carlos la información que necesitaba. Acto seguido el
hombre enfiló por el pasillo que tenía al frente con movimientos nerviosos y
buscó frenéticamente la habitación donde tenían internada a su esposa,
encontrándose con sus suegros esperando ansiosamente afuera de ésta. Se
incorporaron apenas lo vieron venir y se acercaron a él para abrazarlo y darle
las irremediables malas nuevas sin parar de sollozar.
−Se dio un golpe en la cabeza en la calle, Carlos.
Tropezó y se golpeó la cabeza y ahora está acá, en una clínica, con altas
posibilidades de que…
Carlos no podía creerlo. El mundo parecía venirse abajo y
arrastrarlo consigo a un inevitable final. Se sentó sin quitar la vista del
suelo y pensó en que esa misma mañana, antes de irse ella a hacer clases y él a
su despacho del diario local a escribir artículos de porquería, habían reído a
causa de un sueño estúpido que había tenido ella esa misma noche, en el que su
padre aparecía bailando con un tutú al ritmo de Amante bandido de Miguel Bosé en una selva llena de hipopótamos
danzarines; él le había preguntado si no había sido el tardío efecto rebote de
uno de los tantos ácidos que habían consumido cuando jóvenes, y se partieron de
la risa sin poder evitarlo, importándoles un carajo el retraso que ya tenían
para con su trabajo. Alicia, pensó Carlos sin poder creerlo, Alicia como
siempre corriendo atrasada para todos lados.
Alicia, siempre corriendo, Alicia.
−Los médicos no le dan mucho… −le dijo su suegro con la
voz quebrada, y Carlos no entendió muy bien a lo que se refería éste hasta que
tras levantar la cabeza hacia ellos recordó que se hallaba en una clínica, en
una maldita clínica.
−El daño que se hizo fue severo –agregó su esposa con los
ojos anegados en lágrimas. Carlos sintió una profunda punzada de dolor al notar
que entre Alicia y su madre existían similitudes en las que nunca había
reparado con anterioridad−. Que esté viva ahora es todo un milagro.
Entonces era cierto: la muerte de Alicia era inevitable.
Se quedó un buen rato sin levantar la vista del suelo hasta
que aceptó estar listo para entrar en el cuarto. Tras escuchar el primer pitido
del respirador artificial supo que la situación que se le presentaría dentro sería
totalmente irrevocable, el inicio de una corta pero furiosa pesadilla. Cada
ruido emitido por la máquina parecía decir: “va a morir, va a morir, va a
morir…”.
Alicia estaba ahí, llena de tubos y con un gran vendaje
en su cabeza, muriendo lentamente, perdida en un ancho mar de inconsciencia del
que con toda seguridad jamás volvería. Carlos rompió a llorar de inmediato,
notando lo irreconocible que se veía su esposa, y le parecieron días, meses,
años todo el tiempo transcurrido desde esa mañana hasta esa última hora de la
tarde. Carlos tomó una de sus frías manos entre las suyas y la besó con
cuidado. Pensó qué sería de él cuando necesitara de ese tacto por las mañanas
al levantarse y Alicia ya no estuviera, y se sintió deshecho, como si hubieran
arrojado su corazón a una implacable trituradora.
Sus suegros contemplaban la escena con lástima, lívidos,
abrazados como si temieran caer uno encima del otro. Entonces comprendieron que
tal vez Carlos necesitara un último tiempo a solas con Alicia para sacarlo todo
afuera. Le hicieron un gesto a éste con la mano y salieron del cuarto
arrastrando los pies como la pareja más exhausta de todas.
Una vez solos,
Carlos acercó sus labios hasta los de Alicia y los besó tocándolos apenas un
poco, temiendo que aquello contribuyera a ponerle fin a su vida; luego lo hizo
con sus mejillas y su cuello, y el hombre se sintió extrañamente vacío al
percatarse que éste último seguía manteniendo el aroma de su esposa.
Carlos se llevó
las manos a la cara y continuó llorando, arrepentido de no haberla llamado a la
hora de almuerzo, de no haberla incitado a faltar ese día al trabajo y
dedicarse a follar la mañana entera como en los viejos tiempos. Porque de haber
sido así, naturalmente ella jamás habría caminado por esa calle y resbalado y…
Pero aquello
era una locura: las cosas sucedían de una manera y no se podía retroceder el
tiempo para cambiarlas, era así de simple; Carlos lo había comprendido
dolorosamente después de ver morir de cáncer a su abuela años atrás. Los
humanos tenían la facultad de hacer lo que podían con el tiempo que tenían.
Por lo mismo
acercó su boca hasta los oídos de Alicia.
−Te amo –le
dijo, aguantando las ardientes ganas de seguir llorando−. Te amo y siempre te
amaré… ¡Por la mierda, nunca pensé que te ibas a morir así, mierda, cómo puede
ser todo esto posible! Siempre pensé que iba a ser el papá de tus hijos, el
abuelo de tus nietos y… bueno, siempre pensé que íbamos a llegar a viejitos y
todo eso… ¡Pero mierda, no lo soporto, jamás pensé que esto iba a terminar así!
–Entonces Carlos acabó por derrumbarse sobre Alicia, sintiendo que su cuerpo se
desintegraba lentamente de adentro hacia afuera.
Así estuvo el
hombre por un buen rato, tratando de llenarse los pulmones con los últimos
vestigios de vida de su amada, consciente que pronto ya no quedaría nada,
absolutamente nada de él. Tocó sus manos frías con cuidado, sus brazos, su
cuello, recorriéndolo con las yemas de sus dedos, recordando que aquello la
volvía loca de cosquillas. Tu cuello, pensó Carlos, recorriéndolo con el
ferviente deseo que los segundos fueran eternos, que ese momento durara por
siempre; tu cuello tan delicado, tan puro, tan delicioso. Carlos acercó sus
labios hasta éste y sintió ese sabor tan suyo dentro de su boca, fresco aun en
aquellos vitales instantes.
Se preguntó si
las demás partes de su cuerpo conservaban todavía su exquisito tacto,
continuando por la sombra de sus grandes pechos, rozándolos con el reverso de
su índice. Estuvo así, completamente embobado, hasta que sintió que algo dentro
de sus pantalones se endurecía, llamándole completamente la atención. Entonces,
sabiendo que era la última oportunidad para hacerlo, levantó con cuidado la
sábana que cubría a Alicia y se percató que no llevaba nada puesto ahí debajo.
Carlos se sorbió los mocos con el dorso del brazo y subió a la camilla hasta
quedar frente a ella. Esta es nuestra última vez, mi amor, pensaba una y otra
vez, adentro y afuera, una y otra vez, llorando a mares. Esta es nuestra última
vez, esta es nuestra última vez, rogando que sus suegros tuvieran la decencia
de dejarlos despedirse como Dios mandaba. Esta es nuestra última vez, nuestra
última vez, nuestra última…