Desafortunadamente tenían
hambre, pero no dinero en sus bolsillos.
−¿Qué hacemos, güeón? –le preguntó Gaspar a su amigo, volteando
afuera sus bolsillos−. No tengo ni uno.
−Bah, no te preocupís –le dijo Alberto, haciendo un
ademán indiferente−, entremo’ nomá’.
Y dicho esto los dos amigos se adentraron en el local de
comida rápida (a esas horas de la noche vacío) haciendo sonar las campanas
colgantes de la puerta. Los jóvenes que conversaban del otro lado del mesón de
atención se separaron cuchicheándose una última cosa y se posicionaron en sus
puestos de trabajo.
Gaspar pensó que Alberto haría uso de su labia para con
la chica que atendía la caja registradora. Pero cuando vio que éste descubría
su mano derecha del bolsillo de su chaqueta haciendo como si sostuviera una
pistola con ella, supo que si no salían de ahí cuanto antes, no demorarían en llamar
a los Carabineros para retenerlos unas cuantas horas en el calabozo.
−¡A ver, a ver, pónganme atención! –gritó Alberto, serio,
apuntándolos uno por uno−. ¡Quiero que nos sirvan dos pollos asados enteros con
muchas papas fritas, las que más puedan!
Gaspar no dejaba de mirar a los jóvenes del otro lado del
mesón; uno de los cocineros incluso se asomó por la puerta de la cocina, como
si no quisiera perderse el espectáculo del tipo borracho e imbécil de la jornada.
Parecían más divertidos que expectantes.
−¡Lo digo en serio: quiero que nos sirvan dos pollos
asados (dos de esos enteros) con muchas, muchas papas fritas! –repitió Alberto−.
¡Y si no lo hacen, no dudaré en utilizar esta arma! –Terminado esto, el joven
levantó su pulgar imitando el gesto de quitarle el seguro a la pistola.
Los jóvenes del otro lado pensaron que se trataba de una
broma o algo parecido, porque un par se miró como diciendo qué mierda le pasa a este idiota y el otro no pudo evitar soltar
una carcajada (entre esos el tipo de la cocina) llenando todo el recinto con
ella.
−¿Alberto –le dijo Gaspar a su amigo, urgido−, qué güeá
estai…?
Pero Alberto hizo el gesto de disparar con su pistola y
un estruendo se sobrepuso estrepitosamente por todo lo demás. Un segundo
después el chico de la cocina se encontraba chillando de dolor apoyado contra
la puerta, sosteniendo su brazo derecho con el izquierdo. Su camisa blanca de
trabajo empezaba lentamente a tornarse de color rojo.
Nadie parecía respirar en ese momento.
−¡¿Me creen ahora?! –dijo Alberto, rompiendo agresivamente
el silencio−. ¡Quiero pollo asado con papas fritas, AHORA!
Aquello pareció romper el hechizo de inmediato: los jóvenes
no dudaron un segundo en acatar su orden con frenetismo, gritando muertos de
miedo.
Alberto, por su
lado, miró a Gaspar y levantó las cejas repetidas veces, diciéndole a su modo
que cómo le quedaba el ojo. Gaspar, que lo hubo fastidiado tanto por cómo había
invertido el tiempo en sus vacaciones de verano, se sintió enormemente agradecido
que lo hubiera hecho en ese ridículo campamento de mimos que habían visto en los
avisos económicos del diario.