Cuento #66: Campamento de verano



Desafortunadamente tenían hambre, pero no dinero en sus bolsillos.
            −¿Qué hacemos, güeón? –le preguntó Gaspar a su amigo, volteando afuera sus bolsillos−. No tengo ni uno.
            −Bah, no te preocupís –le dijo Alberto, haciendo un ademán indiferente−, entremo’ nomá’.
            Y dicho esto los dos amigos se adentraron en el local de comida rápida (a esas horas de la noche vacío) haciendo sonar las campanas colgantes de la puerta. Los jóvenes que conversaban del otro lado del mesón de atención se separaron cuchicheándose una última cosa y se posicionaron en sus puestos de trabajo.
            Gaspar pensó que Alberto haría uso de su labia para con la chica que atendía la caja registradora. Pero cuando vio que éste descubría su mano derecha del bolsillo de su chaqueta haciendo como si sostuviera una pistola con ella, supo que si no salían de ahí cuanto antes, no demorarían en llamar a los Carabineros para retenerlos unas cuantas horas en el calabozo.
            −¡A ver, a ver, pónganme atención! –gritó Alberto, serio, apuntándolos uno por uno−. ¡Quiero que nos sirvan dos pollos asados enteros con muchas papas fritas, las que más puedan!
            Gaspar no dejaba de mirar a los jóvenes del otro lado del mesón; uno de los cocineros incluso se asomó por la puerta de la cocina, como si no quisiera perderse el espectáculo del tipo borracho e imbécil de la jornada. Parecían más divertidos que expectantes.
            −¡Lo digo en serio: quiero que nos sirvan dos pollos asados (dos de esos enteros) con muchas, muchas papas fritas! –repitió Alberto−. ¡Y si no lo hacen, no dudaré en utilizar esta arma! –Terminado esto, el joven levantó su pulgar imitando el gesto de quitarle el seguro a la pistola.
            Los jóvenes del otro lado pensaron que se trataba de una broma o algo parecido, porque un par se miró como diciendo qué mierda le pasa a este idiota y el otro no pudo evitar soltar una carcajada (entre esos el tipo de la cocina) llenando todo el recinto con ella.
            −¿Alberto –le dijo Gaspar a su amigo, urgido−, qué güeá estai…?
            Pero Alberto hizo el gesto de disparar con su pistola y un estruendo se sobrepuso estrepitosamente por todo lo demás. Un segundo después el chico de la cocina se encontraba chillando de dolor apoyado contra la puerta, sosteniendo su brazo derecho con el izquierdo. Su camisa blanca de trabajo empezaba lentamente a tornarse de color rojo.
            Nadie parecía respirar en ese momento.
            −¡¿Me creen ahora?! –dijo Alberto, rompiendo agresivamente el silencio−. ¡Quiero pollo asado con papas fritas, AHORA!
            Aquello pareció romper el hechizo de inmediato: los jóvenes no dudaron un segundo en acatar su orden con frenetismo, gritando muertos de miedo.
Alberto, por su lado, miró a Gaspar y levantó las cejas repetidas veces, diciéndole a su modo que cómo le quedaba el ojo. Gaspar, que lo hubo fastidiado tanto por cómo había invertido el tiempo en sus vacaciones de verano, se sintió enormemente agradecido que lo hubiera hecho en ese ridículo campamento de mimos que habían visto en los avisos económicos del diario.