Largo camino a la ruina #12: Sin recuerdos

Matando el tiempo, revisando fotos en mi perfil de Facebook, llegué a la conclusión que me cargan los que se cuelan en ellas. Porque no falta el idiota que se inmiscuye cuando tienes la foto entre amigos perfecta, terminando por arruinarlo todo, perdiendo así un momento, un instante preciso –y precioso− para la posterioridad.
            Pensé esto al encontrarme con una foto en que salí junto a dos amigas del colegio, abrazados en nuestro último día de clases. Nunca fui de los populares, aunque tampoco de los odiados o los estúpidos del curso; simplemente era yo, y eso me permitía tener buena onda y temas de conversación para con todos los demás. Por eso salía con la Luna –qué nombre más maravilloso− y la Sara en una foto que inmortalizaría para siempre el feliz día en que terminábamos de una vez por todas nuestro martirio detrás de esas salas de clases. Pero lo que no previmos fue que el Adolfo, uno de mis compañeros con los que nunca pude entablar una amistad sincera y prístina como para con los demás, se cruzaría justo frente a nosotros y el camarógrafo, arruinando un instante que nunca podríamos volver a recuperar.
            Siempre he pensado que el Adolfo lo hizo –cruzarse en nuestra foto− con la intención de hacernos reír, de pillarnos por sorpresa y arrancar en nosotros exclamaciones del tipo: “oye, que erís loco”, o quizá un “oye, güeón, erís bacán, únete a nuestra foto”, pero una parte de mí, la que lo vio atacar a indefensos, humillar al débil, no aceptar su culpa cuando la tenía –llevándonos a estar todo el curso castigado tras romper él un vidrio de la biblioteca y no haber aceptado su responsabilidad−, haber presenciado todo eso durante todos los años que fui su compañero, me hacía creer que al arruinar nuestro único momento feliz tras tanto tiempo de incomprensión y penas, estaba dándonos a entender que él seguía siendo superior a nosotros, inmortalizándose sobre nuestras caras en un acto completamente literal.
            Después, como si fuera parte del instante feliz y espectacular que vivíamos, comenzaron a arrojarse sobre nosotros más y más compañeros  (hombres y mujeres), para ser fotografiados cada vez que se nos sumaban.
            Naturalmente, con la Luna y la Sara no volvimos a tener una oportunidad para retratarnos ese día…; aunque en realidad sí tuvimos una, pero la desechamos por sentirnos un poco avergonzados al respecto.
            Y así lo fuimos dejando pasar hasta que nos dieron los resultados de la Prueba y cada uno tomó su rumbo, muy lejos los unos de los otros. De la Luna y la Sara no volví a saber nada.
            Hasta hace dos años.
            Recuerdo que fue la Sara la que me contó, primero por mensaje de Facebook, antes de pedirme el número de mi antiguo celular, y luego por llamada entre hipidos y sollozos, una vez se lo hube dado.
            Debo decir que una parte mía siempre lo supo: había algo en su piel pálida, en sus ojos lánguidos y grises, en su cabello castaño mal cuidado que parecía gritarlo, aullarlo a los cuatro vientos. La Luna era una bomba de tiempo y nunca hicimos nada realmente por ella.
            Se suicidó un día en su pensión, un viernes para ser más exactos, con una sobredosis de pastillas para dormir, y yo no pude evitar acordarme que cuando leíamos los Harry Potter o Las Crónicas de Narnia en la biblioteca por los recreos con la Sara, hablábamos asiduamente de los métodos que usaríamos para quitarnos la vida en caso que todo saliera mal. La Sara era la de la idea de las pastillas para dormir, no la Luna, que le reprendía siempre por elegir el camino más fácil y aburrido para quitarse la vida.
            −Es muy cobarde –sentenció una vez, entre risas. No, ella decía que antes había que llevarse a unos cuantos al Infierno; luego, un disparo en la sien lo arreglaría todo. Sanseacabó.
            Pero, después de todo, no tuvo las agallas para seguir sus ideales, terminando por escoger el camino cobarde, como había dicho ella, y eso me dio aún más pena: el que no pudiera haber sido valiente incluso para consigo misma.
            Oh, Luna…

            Aún puedo recordar la esperanza tras sus ojos grises esa mañana en que se acabaron nuestras clases, así como su sonrisa pocas veces avistada y su pelo eternamente revuelto. Pero ya no está, no se encuentra por ningún lado. En vez de eso, aparece ese idiota del Adolfo sobre ella, sobre nosotros, y luego más y más compañeros hasta que desaparecemos de vista. Entonces pienso en dónde se encuentra, en qué segundo congelado y perdido se halla esa mirada, la esperanza de esos tres jóvenes que terminaban su periodo escolar, años de pesadillas, pero no lo consigo; y sé que nunca más podré dar con ella.