Tuve
la extraña sensación de que alguien entraba a mi pieza sin mucho sigilo,
haciendo crujir el piso bajo sus pasos. Como seguía durmiendo a esa hora
cercana al mediodía, el cuarto estaba medio iluminado, y pude ver bien quién
era cuando se cernió sobre mí, como intentando aplastarme. Por un instante
pensé que era mi amiga Daniela; pensé que mi mamá la había dejado pasar a mi cuarto
para que me despertara como muchas otras veces lo hizo con los amigos que me
buscaban por la mañana para salir por ahí a andar en bicicleta,
cuando éramos niños. Vi sus ojos verdes, sus facciones delgadas, su nariz
quebrada; era ella, no cabía duda, aun en la neblina confusa de la duermevela y
a la luz de la penumbra que lo envolvía todo. Pero la expresión divertida,
alegre y desdibujada de su cara se tornó sombría, como si sus facciones se
hubieran crispado y sus ojos hubieran perdido todo el brillo que creí ver en
ellos, oscureciéndose. Su sonrisa mutó a una lobezna, casi demencial. Sus
manos, sin que pudiera hacer algo al respecto, se cerraron en mi cuello. ¡No
podía respirar, me estaba estrangulando! Mi visión
empezó a borronearse, mis pulmones comenzaron a ceder. ¡Estaba desesperado, no
podía hacer nada! Hasta que di una bocanada fuerte y ella, o quien fuera, ya no
estaba; simplemente había desaparecido en un pestañeo, viento en medio de la
luz filtrada por las cortinas y llevado quién sabía dónde. La puerta de mi cuarto, sin embargo, estaba
abierta como si alguien hubiera entrado por ella recientemente. Todavía pienso en
ello. No lo puedo sacar de mi cabeza. Me miro en el espejo del baño ahora: aún
lucen las marcas de los dedos ajenos en mi cuello.