Microcuento #46: Dedos


Tuve la extraña sensación de que alguien entraba a mi pieza sin mucho sigilo, haciendo crujir el piso bajo sus pasos. Como seguía durmiendo a esa hora cercana al mediodía, el cuarto estaba medio iluminado, y pude ver bien quién era cuando se cernió sobre mí, como intentando aplastarme. Por un instante pensé que era mi amiga Daniela; pensé que mi mamá la había dejado pasar a mi cuarto para que me despertara como muchas otras veces lo hizo con los amigos que me buscaban por la mañana para salir por ahí a andar en bicicleta, cuando éramos niños. Vi sus ojos verdes, sus facciones delgadas, su nariz quebrada; era ella, no cabía duda, aun en la neblina confusa de la duermevela y a la luz de la penumbra que lo envolvía todo. Pero la expresión divertida, alegre y desdibujada de su cara se tornó sombría, como si sus facciones se hubieran crispado y sus ojos hubieran perdido todo el brillo que creí ver en ellos, oscureciéndose. Su sonrisa mutó a una lobezna, casi demencial. Sus manos, sin que pudiera hacer algo al respecto, se cerraron en mi cuello. ¡No podía respirar, me estaba estrangulando! Mi visión empezó a borronearse, mis pulmones comenzaron a ceder. ¡Estaba desesperado, no podía hacer nada! Hasta que di una bocanada fuerte y ella, o quien fuera, ya no estaba; simplemente había desaparecido en un pestañeo, viento en medio de la luz filtrada por las cortinas y llevado quién sabía dónde. La puerta de mi cuarto, sin embargo, estaba abierta como si alguien hubiera entrado por ella recientemente. Todavía pienso en ello. No lo puedo sacar de mi cabeza. Me miro en el espejo del baño ahora: aún lucen las marcas de los dedos ajenos en mi cuello.