No sabía por qué me ardía
tanto la espalda: era como si me hubiera rasmillado con algo muy duro, una
rama, la punta de un clavo o algo por el estilo; el asunto es que la espalda me
ardía un montón y no sabía por qué. Me levanté de la cama apretando los dientes
y me dirigí al baño para mirarme la espalda. Por lo poco y nada que veía, me di
cuenta que tenía unas marcas finas y rojas atravesando desde una escápula a
otra, pero no podía contemplarlas en su totalidad como para dilucidar por qué
me molestaban tanto en realidad. Como escuché que el Juan se estaba levantando
o arreglándose para ir a la universidad, golpeé su puerta para que se asomara y
le pudiera preguntar que qué veía en mi espalda. Me levanté la polera para que
viera y escuché cómo empezaba a matarse de la risa. Qué onda, le pregunté.
−Güeón, tení’
la espalda hecha pico –me dijo−. Tení’ rasguños por toda la parte de al medio,
y pareciera que… son tablas de multiplicar.
−¿Tablas de
multiplicar? –Mi expresión de “qué mierda está pasando” fue inevitable−. ¿Qué
onda?
−¿No te
acordai’ qué hiciste ayer?
Ayer, pensé,
qué hice ayer.
−Ayer estuve
con la… −Entonces me acordé que estuvimos con la Loreto en un motel porque no
teníamos otro lugar para ir; también me acordé de los gritos de la pareja de al
lado (que en realidad eran adultos mayores) y la risa que nos había provocado
verlos salir al mismo tiempo que nosotros−. Ah, ya recuerdo.
−¿Fue la Loreto,
no?
−Já, sí, qué
idiota soy; se me había olvidado.
−¿Pero y por
qué las tablas de multiplicar?
−Ni idea –le dije, alzándome de hombros.
Sin embargo como quedé con la interrogante dándome
vueltas por la cabeza, le mostré a la Loreto las marcas que me había hecho en
la espalda durante una de las ventanas entre las clases. Al igual que el Juan,
se desternilló de la risa antes de abrazarme con un gesto preocupado y lleno de
culpa.
−Lo siento por haberte dejado así –me dijo.
−No importa, no importa –le dije, aguantándome la
horrible picazón que producían las marcas al rozar con mi polera−. Pero por qué
las tablas de multiplicar; ¿estás tratando de alargarme el pene mediante alguna
técnica oculta?
La Loreto volvió a reírse con fuerza.
−Me vai’ a encontrar súper estúpida y eso –me explicó−,
pero lo hice porque era la única forma de aguantar el irme tan rápido.
−¡¿En serio?!
−Sí, en serio.
−Vaya…
−¿Lo encuentras malo? ¿No te gusta que te haga eso?
−O sea, está bien. De hecho, ni siquiera me di cuenta –le
dije, siendo sincero.
−Es porque estabas muy caliente con todo eso de los
gritos al lado y… ¡Pensar que eran unos viejos!
Nos volvimos a partir de la risa.
−Nos dieron clases –le dije.
−Eran unos maestros.
Vimos en ese momento cómo nuestros compañeros de carrera
se levantaban del pasto para dirigirse a la sala donde nos tocaba la siguiente
clase. Una de las amigas de la Loreto nos hizo señas para que fuéramos con
ellos.
−Oye –me dijo la Loreto.
−¿Qué pasa?
−¿Quieres que vayamos a las salas abandonadas del otro
patio? –Me miraba de una forma que inevitablemente me hizo acordar a una actriz
porno−; me gustaría jugar al Sudoku en tu espalda.
Sabía que aquello iba a doler como el ácido en unas horas
más, cuando la emoción del acto finalizara; pero qué mierda: cómo le iba a
decir que no a esa mujer tan deliciosa al frente mío. Además, la clase que
seguía era bazofia pura.
−Por supuesto –le dije−. Mi espalda es toda tuya.
La
Loreto me tomó de la mano y nos fuimos por la dirección contraria que todos
nuestros compañeros.