En mis cortos años de vida
he trabajado ejerciendo distintos roles en muchos y diferentes lugares, unos
menos malos que otros, naturalmente; y bueno, uno de los más llamativos de esos
fue el de peajista, gracias a la variopinta gama de rostros televisivos que vi
pasar delante de mi caseta. Ahí atendí al Rafa Araneda, a Arturo Longton, a
Andrea Tessa, al ciclista de mierda ese que aparecía en La ley de la selva, Luis Andaur (que resultó ser todo un
conchesumadre), a Monik de Operación
triunfo (otra estúpida desabrida de mierda), entre tantos otros que no
recuerdo justamente ahora. Sin embargo, el que más me llamó la atención y el
que más me hizo reír, sin duda, fue el archiconocido maestro del güeveo
nacional: el Negro Piñera, quien llegó a mi lado en su convertible último
modelo una tarde de día domingo cualquiera, cuando el flujo de vehículos disminuye
y uno puede permitirse ciertas licencias para con los clientes.
Apenas me saludó me di cuenta que iba completamente
borracho, con la Belén Hidalgo en el asiento del copiloto sonriendo como
siempre lo hacía en la tele.
El Negro me dijo:
−¿Cómo está, perrito?
−Bien, bien. Pasando las horas.
−¿Y tú tan chico trabajando acá?
−Así es la vida –le contesté.
Me acuerdo que el Negro miró hacia atrás, comprobando que
no había ningún Carabinero cerca u otro vehículo sumándose a su fila.
−Oye –siguió el Negro−, ¿y es movido por acá? ¿Pasan
hartos autos?
−Má’ o menos. Igual depende del día y la fecha. Hoy día,
por ejemplo, está má’ fome que pelea de globos.
El Negro con la Belén se desternillaron de la risa por mi
manoseado chiste.
−¡Ay, que erí’ chistoso! –Luego de decir esto, el Negro
volvió a mirar hacia atrás−. Oye, amigo.
−¿Qué?
−¿No me dejaríai’ pasar así nomá’? No tengo sencillo.
−Me temo que no podría. Después me lo descuentan de mi
paga.
−¿Y si te doy un poco de whiskey?
La Belén, siempre sonriente, le extendió una botella de
Jack Daniel’s vaciada hasta más de la mitad escondida entre sus asientos, junto
a la caja de cambios, para que me lo enseñara.
−¿No te interesa? –dijo el Negro.
Debo aceptar que su propuesta me tentó un montón porque,
puta, no hay nada como un buen whiskey a eso de las seis de la tarde.
−No, lo siento, no puedo –le respondí−. Si viene mi jefe
y me siente un poco de olor, no tendría escapatoria.
El Negro meditó un poco, dando las clásicas cabeceadas
que todo borracho da cuando intenta pensar más de la cuenta.
−Belén –le dijo éste de repente−. Pásame tus bombachas.
Y así, sin poner en tela de juicio la orden de su (en
aquel entonces) pareja, la Belén subió un poco su falda, levantó su cuerpo del
asiento y se quitó la ropa interior con facilidad. Acto seguido se la extendió
al Negro Piñera, quien a su vez me la enseñó colgándola frente a mi cara.
−¿Y si te paso este colaless
rico de la Belén, me dejariai’ pasar sin pagar?
Al cabo de un rato me encontraba despidiéndome de la
pareja desde mi caseta de peaje hasta que el convertible en el que iban
desapareció carretera arriba, rumbo a Coquimbo. Esperé unos segundos, y como vi
que no se acercaban más vehículos, me llevé la ropa interior de la Belén (un colaless oscuro con la fineza de un hilo
dental) a mi rostro y sentí cómo olía la gloria. No dejaba de pensar que tenía
entre mis manos ¡la prenda íntima de una modelo que aparecía en la tele!
Le tuve tanto cariño a esta bombacha (como le decía el
Negro Piñera), que la guardé en uno de mis cajones para recordar por siempre el
prestigioso lugar donde había estado; obviamente nunca la lavé, pero debo decir
que su aroma dulce no varió un poco en todo el tiempo que estuvo ahí encerrada.
Por lo mismo llegué a pensar que la vida de la prenda podía ser eterna…, hasta
que, bueno, una ex la descubrió mientras buscaba algo que ponerse entre mi ropa
(después de quedar empapada bajo la lluvia) y no dudó en armar un escándalo y
terminar por quemarla frente a mis anegados ojos . Ahí se iba mi querido colaless de la Belén Hidalgo,
transformado en un pequeño montón de cenizas. Ahí se iba y yo no pude hacer
nada.
Ahora es lógico que no me crean: sin pruebas a mi favor,
todo este relato adquiere los tintes de otra historia más para entretenerlos;
pero es verdad, les juro que es verdad. Tan verdad como su textura en mis
manos, tan verdad como su persistente olor impregnado en su tela, tan verdad
como el descuento de los $2.500 que me hicieron ese mes en el trabajo por haber
dejado que el Negro Piñera ingresara a Coquimbo sin pagar la tarifa que le
correspondía.