Historia #218: Las preguntas de mi tía

Me despertó el incesante griterío de mi mamá llamándome a comer; miré la hora en mi celular y vi que eran las dos de la tarde de día domingo. Sentía que el interior de mi cuerpo ardía por culpa del alcohol, y que mis extremidades y músculos agarrotados aullaban de tan contracturados que estaban. Como los gritos de mi mamá continuaron (y sabía que no pararían hasta que me presentara con mi familia a la mesa, como sea), me incorporé a duras penas, sintiendo el mundo revolverse, me puse una polera de esas largas que cubren hasta el culo y fui a mear al baño antes de dirigirme al comedor. En un comienzo pensé que me encontraría con mi mamá y mi hermana como de costumbre, pero sorpresa sorpresa, habían visitas.
            Mi tía y mi abuela me saludaron con una sonrisa radiante y me abrazaron de la misma manera efusiva de siempre, cosa que terminó por darme un poco de vergüenza puesto que andaba sin nada bajo mi polera y pude sentir cómo mi pene se apretaba contra ellas sin que pudiera hacer nada para evitarlo.
            Mi mamá nos sirvió la ensalada de entrada y mi tía empezó con la clásica ronda de preguntas.
            −¿A qué te dedicas ahora, hijo?
            −Escribo en mi blog.
            −¿En un bloc? ¡Pero si en esos se dibuja, niño, no se ocupan para escribir encima! ¡Qué te enseñaron en el colegio!
            −No, tía, me escucho mal. Escribo en un blog, con ge, no con ce –le corregí.
            −¿Y qué es eso? ¿Un nuevo tipo de cuaderno?
            −No: es una página de Internet donde puedo subir mis escritos y compartirlos con otras personas.
            −Ah, ya… ¿Así como Germán Garmendia?
            Sentí una fuerte punzada en mi cabeza; no supe bien si fue por la comparación de mi tía o porque necesitaba echar afuera todo el alcohol de mi cuerpo cuanto antes.
Respiré hondo y contesté:
−Mmmm, algo así.
−¡Mira, qué bonito!
−¿Qué es bonito? –preguntó mi abuela. Llevaba años sin escuchar bien.
−El Felipe –le explicó mi tía−: escribe en un bloc, como ese niño buenmozo, ese Germán Garmendia que la Tita no deja de ver por el Internet.
−La Tita –repitió mi abuela−. ¿Qué le pasó a la Tita?
−Nada, mamá, nada –Mi tía me sonrió antes de echarse un trozo de tomate a la boca−. ¿Y tus estudios?
−Ahí nomás.
            Mi hermana le pidió el salero a mi mamá y yo tuve que hacer de intermediario entre ellas.
            −¿Y la polola? –preguntó mi tía.
            −Ya no hay más polola –le dije.
            −¿Terminaron?
            −Sí, hace tiempo.
            −¿Y no tenís alguna pretendiente por ahí? De seguro que nunca te faltan.
            −Bueno –le dije−, pues ahora sí me faltan.
            −¿Vio a ese vagabundo que hace malabares con piedras unas cuadras más allá, cuando venía? –le preguntó mi hermana de repente.
            −Sí –dijo mi tía−. Pobre tipo.
            −¿El Tito? –espetó mi abuela, salpicando trozos de zanahoria rayada−. ¿Qué le pasó al Tito?
            −¡No, mamá, al Tito no le pasó nada!
            −¡¿Que lo aplastó una vaca?!
            Mi tía me miró como obviando lo dicho por mi abuela y continuó:
            −Sí, vi a ese pobre tipo que hacía malabares con piedras. Me dio mucha, mucha pena. ¿Por qué lo preguntas, Fran?
            −Porque hasta él tiene polola –dijo mi hermana, riéndose−. A veces va a trabajar acompañado de su polola, y se dan besos cuando el semáforo está en verde.
            −Oh, Dios, qué asco –dijo mi tía, y yo le entendí a la perfección: el vagabundo del que hablaban tenía la cara llena de tajos, la boca con un montón de costras y pus y su ropa llegaba a estar opaca de tanta suciedad−. No lo digo por ti, Felipe, lo digo por el tipo éste del que tu hermana…
            −Sí, tía, ya entendí, no se preocupe.
            −¿Pero cómo va a ser posible que no tengas polola? –prosiguió mi tía−. Ahora todos tienen: el Nachito está pololeando; la Tita también está pololeando. La Andrea está a punto de casarse. Mira, todos con parejas y tú solo. ¡No puede ser!
            −Pero así es, tía –le dije.
            Noté que mi mamá reía por lo bajo mientras ensartaba unos trozos de apio y tomates con su tenedor.
            −¿Y por qué no pololeas? –quiso saber mi tía−. ¿Es por el asunto del bloc en el que escribes?
            −No, nada de eso. Sólo que… no sé, no necesito pololear con nadie.
            Una expresión de alarma cruzó por el rostro de mi tía.
            −¿Entonces eres uno de esos…? –Mi tía pensó un momento sobre las palabras que debía utilizar a continuación−. ¿Entonces eres…?
            −No, tía, tampoco soy gay –le expliqué sabiendo que por ahí iba la cosa.
            −Ufff, pensé que eras uno de esos… raritos.
            −¿Quién es rarito? –preguntó mi abuela−. ¿El Felipe es rarito?
            −No, abuela, no –le dijo mi tía, perdiendo un poco la paciencia para con ella−, cálmese un rato, coma su ensalada.
            Mi abuela volvió a su plato como si no hubiera dicho nada.
            −¿Y qué buscas para que alguien sea tu polola? –siguió mi tía, más interesada en mí que en su comida−. ¿Necesitas que sea de alguna manera en especial?
            −No, pa’ na’. Pero ahora que lo dice, sí, principalmente debe ser una persona que valore la risa y me haga reír mucho.
            −¿Como cuando hiciste reír a una de tus pololas por durar menos de un minuto? –dijo mi hermana, y todo se volvió muy incómodo… para mí, claro. Mi tía y mi mamá se desternillaron de la risa, secundada por mi hermana y mi abuela, que no debía entender un carajo pero tampoco quería quedarse atrás.
            −Ay, Fran, ¿es verdad eso? –quiso saber mi tía, limpiándose las lágrimas con una servilleta.
            −Lo escuché de pura casualidad, cuando salí al patio y pasé cerca de su pieza –dijo ella. Pero era mentira: estaba seguro que llevaba un buen tiempo haciendo guardia hasta que ocurriera algún hecho desgraciado como el que acababa de contar.
            −Ya, pero fue una sola vez –dije yo, tratando de reparar el daño hecho a mi imagen. La cabeza seguía doliéndome un montón, como si estuvieran apretándomela con dos bloques de cemento.
            Mi hermana le hizo un gesto a mi tía dándole a entender que yo mentía.
            −¿Entonces quieres de polola a alguien que sepa contar buenos chistes? –dijo mi tía, tratando de apaciguar su risa.
            −Claro, una mujer que sepa contar buenos chistes o haga o comparta buenos memes.
            −¿Memes? ¿Qué son los memes? –quiso saber mi tía−. ¿Es como el apellido de ese conductor de noticias tan dije?
            −No, él es Neme; de los que yo hablo se llaman memes, con eme.
            −Ya, ya. ¿Y esos qué son?
            “Oh, Dios”, pensé, sabiendo que había metido la pata: cada vez que le hablas de algo nuevo a un familiar que no tiene maldita idea de lo que dices, estás cavando lentamente una tumba en la que llegarás tarde o temprano por morir de aburrimiento o por haber cometido suicidio al no poder hacerles entrar tantas ideas nuevas en sus mentes viejas y gastadas.
            −Son unos dibujos que se comparten por Internet –le explicó mi hermana−. Son la nueva moda.
            −Ahora entiendo por qué no tienes polola –dijo mi tía−. ¡Cómo vas a tener una si te siguen gustando los monos chinos, pos! A las mujeres le gustan los hombres maduros, los que no ven esas cosas; por eso no tienes polola.
            Llegó un punto en que todas las palabras que entraban a mi cabeza aumentaban el malestar que se anidaba en todo mi cuerpo; me comencé a sentir más mareado que nunca, como si todo el alcohol en mí quisiera salir expulsado con una violencia inusitada.
            Por un momento intenté retenerlo, pero luego de pensarlo brevemente, supe que el vómito que venía en camino era mi salvoconducto para la empalagosa situación que estaba viviendo.
            Mi tía estaba a punto de hacerme otra pregunta cuando abrí la boca y lo eché todo afuera, inundando nuestros platos y las fuentes que contenían las demás verduras picadas. Mi mamá intentó decir algo, pero no pude detenerme y volví a vomitar con fuerza, manchándolo todo con el vino que había tomado la noche anterior. Mi abuela, por su lado, no sabía qué hacer; parecía no entender nada de lo ocurrido. Con los ojos llorosos, vi cómo mi hermana trataba de aguantar el asco y la repugnancia que le había provocado la escena, pero fue inútil y terminó por contribuir aún más con el caos que había comenzado.

            Como nadie dijo nada, pedí perdón por lo ocasionado y me dirigí a mi cuarto para seguir durmiendo la resaca. Cerré la puerta con pestillo y me desplomé sobre mi cama sintiéndome fatal, con el mundo dando vertiginosas vueltas a mi alrededor. Sólo esperaba haberle dejado claro a mi tía por qué seguía sin tener ni querer una polola como ella decía.