Largo camino a la ruina #9: Pensamientos profundos

Como perdí el piedra, papel o tijeras con el Mauro, me tocó ir a la panadería a comprar un poco de jamón y pan para las onces. Y como estaba tan, pero tan volao’, me fue imposible no pensar en alguna estupidez –un chiste bastante bueno de los Dinamita Show en una presentación en el Festival de Viña del Mar– y empezar a matarme de la risa mientras echaba unas cuantas marraquetas en la bolsa de papel. Pero como no había nadie haciendo una broma o algo gracioso, la gente no tardó en comenzar a mirarme como si estuviera enfermo, o como si fuera otro joven estúpido que estuviera riéndose de ellos.
            De hecho, una de las mujeres que también seleccionaba el pan para sus onces cerca de mí, me miró torciendo el gesto y, haciendo un ademán de asco, murmuró de una forma tan audible, que hasta en el estado en el que me encontraba, pude entenderle el mensaje.
            −La risa abunda en la cara de los tontos –me dijo.
            No me di cuenta que estaba citando una de las variantes de un archiconocido refrán hasta que más tarde, cuando le contaba lo sucedido al Juan y al Mauro, éste último me lo hizo saber molestándome por haberlo dicho mal.
            Al principio no supe qué decirle a la mujer; me pilló desprevenido, naturalmente, pero tras tres segundos en que mis neuronas volvieron a activarse, pensé en lo amargado que sonaba su comentario.
            −Ay, qué amargada –le dije, sin sonar burlón ni nada.
            Por un momento creí que me iba a enterrar las pinzas que sostenía en la garganta, mas prosiguió con lo suyo muerta de rabia. La quedé mirando por unos segundos antes de seguir echando pan en mi bolsa, pagar la cuenta con un billete que me había encontrado en la calle esa misma mañana, y salir del ambiente cálido y agobiante que reinaba ahí en la panadería, pensando en las palabras que me había dedicado aquella mujer resentida: su vida, pensé, debía ser una mierda, tan rebosante de momentos horribles, que cualquier señal de felicidad, de disfrute en alguien cerca, le producía (o generaba en ella) una emoción violenta que sólo buscaba erradicar cualquier atisbo de fuerza contraria a la suya. Quizá fuera que sus hijos estaban creciendo y se acercara esa etapa en que tuviera que pagar dos mensualidades universitarias con el sueldo de su esposo –un poco mejor que el establecido por el mínimo− y su casi nulo aporte monetario; o tal vez fuera que ese dolor anidado en su cadera no dejaba de crecer en intensidad y preocuparla cada día más y más; o probablemente estaba llegando ese instante de su vida en que ya no sentía más atracción por el hombre que dormía del otro lado de su cama, y estuviera preocupada por el destino que correrían todas sus posesiones al momento de separarse. Se me ocurrió una hermana enferma, un papá hospitalizado, un hijo recientemente paralítico, y así un sinfín de cosas, pero no podía quedarme imaginando una persona que, sin ningún factor externo y pernicioso que le afectara, fuera tan amargada como la mujer que me había, prácticamente, insultado. Porque claro, conozco a un montón de gente amargada, por supuesto, pero nunca a tal extremo de intentar arruinarle la felicidad a una persona desconocida en un lugar tan, digamos, sosegado como una panadería antes de la hora pico.

            Ahora no sé si le hubiera dado tanta importancia al asunto si me hubiera encontrado sobrio en aquel instante. Probablemente le hubiera mirado el culo para comprobar si tenía algo bueno que fuera, y hubiera seguido con lo mío, pensando en las actrices porno que me gustaban y en cual vería en acción cuando llegara de vuelta a casa. Pero así de profundas son las cosas cuando uno anda drogado. Así, así de profundas.