Como perdí el piedra, papel
o tijeras con el Mauro, me tocó ir a la panadería a comprar un poco de jamón y
pan para las onces. Y como estaba tan, pero tan volao’, me fue imposible no
pensar en alguna estupidez –un chiste bastante bueno de los Dinamita Show en
una presentación en el Festival de Viña del Mar– y empezar a matarme de la risa
mientras echaba unas cuantas marraquetas en la bolsa de papel. Pero como no
había nadie haciendo una broma o algo gracioso, la gente no tardó en comenzar a
mirarme como si estuviera enfermo, o como si fuera otro joven estúpido que
estuviera riéndose de ellos.
De hecho, una de las mujeres que también seleccionaba el
pan para sus onces cerca de mí, me miró torciendo el gesto y, haciendo un
ademán de asco, murmuró de una forma tan audible, que hasta en el estado en el
que me encontraba, pude entenderle el mensaje.
−La risa abunda en la cara de los tontos –me dijo.
No me di cuenta que estaba citando una de las variantes
de un archiconocido refrán
hasta que más tarde, cuando le contaba lo sucedido al Juan y al Mauro, éste
último me lo hizo saber molestándome por haberlo dicho mal.
Al principio no supe qué decirle a la mujer; me pilló
desprevenido, naturalmente, pero tras tres segundos en que mis neuronas
volvieron a activarse, pensé en lo amargado que sonaba su comentario.
−Ay, qué amargada –le dije, sin sonar burlón ni nada.
Por un momento creí que me iba a enterrar las pinzas que
sostenía en la garganta, mas prosiguió con lo suyo muerta de rabia. La quedé
mirando por unos segundos antes de seguir echando pan en mi bolsa, pagar la
cuenta con un billete que me había encontrado en la calle esa misma mañana, y
salir del ambiente cálido y agobiante que reinaba ahí en la panadería, pensando
en las palabras que me había dedicado aquella mujer resentida: su vida, pensé,
debía ser una mierda, tan rebosante de momentos horribles, que cualquier señal
de felicidad, de disfrute en alguien cerca, le producía (o generaba en ella)
una emoción violenta que sólo buscaba erradicar cualquier atisbo de fuerza contraria
a la suya. Quizá fuera que sus hijos estaban creciendo y se acercara esa etapa
en que tuviera que pagar dos mensualidades universitarias con el sueldo de su
esposo –un poco mejor que el establecido por el mínimo− y su casi nulo aporte
monetario; o tal vez fuera que ese dolor anidado en su cadera no dejaba de
crecer en intensidad y preocuparla cada día más y más; o probablemente estaba
llegando ese instante de su vida en que ya no sentía más atracción por el
hombre que dormía del otro lado de su cama, y estuviera preocupada por el
destino que correrían todas sus posesiones al momento de separarse. Se me
ocurrió una hermana enferma, un papá hospitalizado, un hijo recientemente
paralítico, y así un sinfín de cosas, pero no podía quedarme imaginando una
persona que, sin ningún factor externo y pernicioso que le afectara, fuera tan
amargada como la mujer que me había, prácticamente, insultado. Porque claro,
conozco a un montón de gente amargada, por supuesto, pero nunca a tal extremo
de intentar arruinarle la felicidad a una persona desconocida en un lugar tan,
digamos, sosegado como una panadería antes de la hora pico.
Ahora no sé si le hubiera dado tanta importancia al
asunto si me hubiera encontrado sobrio en aquel instante. Probablemente le
hubiera mirado el culo para comprobar si tenía algo bueno que fuera, y hubiera
seguido con lo mío, pensando en las actrices porno que me gustaban y en cual
vería en acción cuando llegara de vuelta a casa. Pero así de profundas son las
cosas cuando uno anda drogado. Así, así de profundas.