Al revisar mis bolsillos para pagar el pasaje de la micro,
me di cuenta que me sobraban un par de monedas de cien pesos. Como no hablaba
con mi mamá desde hacía días, decidí gastarlas en el teléfono público que tenía
al lado.
Marqué de
memoria el número de mi lejana casa y esperé un poco. Al cabo de un rato me
respondió una voz femenina y agitada.
−Hola, mamá
–saludé, sonriendo un poco. Me la podía imaginar sosteniendo el teléfono contra
uno de sus hombros para ordenar, con toda seguridad, algún porta retratos
corrido o las figurillas orientales de porcelana que tenía sobre la mesilla.
Ella y sus pequeñas obsesiones.
−¡Felipe!
–Su voz pareció encenderse−. ¡Cómo estai’! No sé de ti desde la semana pasada.
¿Sigues viviendo donde tu amigo?
−Sí, sigo
ahí. Todo bien. ¿Cómo van por allá?
−Mejor: tu
abuela está más animada ahora; de hecho, me demoré en contestarte porque le
estaba preparando las onces.
−Mándale
mis saludos –dije con un ligero nudo en la garganta−. Dile que la echo de menos
–agregué.
−¡Se va a
alegrar cuando sepa que llamaste!
−Algo bueno
que tengan mis llamadas.
−¿Necesitas
dinero, comida?
−No, nada;
en realidad llamaba porque me sobraron unas monedas y…, bueno, eso.
−¿Has ido a
clases? ¿No te ha costado despertar por las mañanas?
−No, para
na’ –le mentí, sintiéndome un poco mal al respecto−. Me ha ido bien.
−¡Así me
gusta!
El teléfono
público me avisó, con su clásico chillido metálico, que el tiempo de la llamada
estaba a punto de culminar. Tomé la siguiente moneda para echarla adentro y
continuar conversando con mi mamá. Pero me daba nervios seguir hablando con
ella, no sabía por qué: no sabía si era por el miedo y el desagrado de tener
que contestar algo que ella quería oír, por el hecho de tener que mentirle al
respecto después de cada una de sus preguntas, o si era porque sentía que ya se
nos habían agotado los temas de conversación más importantes.
En la
pantalla del aparato apareció un contador de segundos, indicando la cantidad
exacta que me quedaban desde ese momento.
−¡Mamá,
mamá! –dije con falso tono de alarma−. ¡Las monedas se me acabaron, y viene la
micro que me sirve! –Lo último era una mentira para tener que cortarle de
inmediato y evitar así que me llamara de nuevo al celular−. Dale mis saludos a
todos por allá. Dile a la abuela que la echo de menos.
−Nosotros
igual te echamos de menos. Ojalá pudieras venir por un fin de semana.
−Ojalá
pudiera –Pero recordé la gran cantidad de fiestas universitarias que se venían
dentro de las próximas fechas y supe que eso no sucedería.
−Espero
llamarte luego. Te quiero.
−Yo igual
te quiero, mamá –le dije, mas la llamada se cortó justo antes que mi mensaje le
llegara.
Me quedé
con la moneda sobrante en la mano hasta que me di cuenta que la apretaba sin
estar consciente de ello. Terminé por echarla en el mismo bolsillo del que la
había sacado. Después de quince minutos, pasó la micro que me servía.