Largo camino a la ruina #8: Llamadas telefónicas

Al revisar mis bolsillos para pagar el pasaje de la micro, me di cuenta que me sobraban un par de monedas de cien pesos. Como no hablaba con mi mamá desde hacía días, decidí gastarlas en el teléfono público que tenía al lado.
            Marqué de memoria el número de mi lejana casa y esperé un poco. Al cabo de un rato me respondió una voz femenina y agitada.
            −Hola, mamá –saludé, sonriendo un poco. Me la podía imaginar sosteniendo el teléfono contra uno de sus hombros para ordenar, con toda seguridad, algún porta retratos corrido o las figurillas orientales de porcelana que tenía sobre la mesilla. Ella y sus pequeñas obsesiones.
            −¡Felipe! –Su voz pareció encenderse−. ¡Cómo estai’! No sé de ti desde la semana pasada. ¿Sigues viviendo donde tu amigo?
            −Sí, sigo ahí. Todo bien. ¿Cómo van por allá?
            −Mejor: tu abuela está más animada ahora; de hecho, me demoré en contestarte porque le estaba preparando las onces.
            −Mándale mis saludos –dije con un ligero nudo en la garganta−. Dile que la echo de menos –agregué.
            −¡Se va a alegrar cuando sepa que llamaste!
            −Algo bueno que tengan mis llamadas.
            −¿Necesitas dinero, comida?
            −No, nada; en realidad llamaba porque me sobraron unas monedas y…, bueno, eso.
            −¿Has ido a clases? ¿No te ha costado despertar por las mañanas?
            −No, para na’ –le mentí, sintiéndome un poco mal al respecto−. Me ha ido bien.
            −¡Así me gusta!
            El teléfono público me avisó, con su clásico chillido metálico, que el tiempo de la llamada estaba a punto de culminar. Tomé la siguiente moneda para echarla adentro y continuar conversando con mi mamá. Pero me daba nervios seguir hablando con ella, no sabía por qué: no sabía si era por el miedo y el desagrado de tener que contestar algo que ella quería oír, por el hecho de tener que mentirle al respecto después de cada una de sus preguntas, o si era porque sentía que ya se nos habían agotado los temas de conversación más importantes.
            En la pantalla del aparato apareció un contador de segundos, indicando la cantidad exacta que me quedaban desde ese momento.
            −¡Mamá, mamá! –dije con falso tono de alarma−. ¡Las monedas se me acabaron, y viene la micro que me sirve! –Lo último era una mentira para tener que cortarle de inmediato y evitar así que me llamara de nuevo al celular−. Dale mis saludos a todos por allá. Dile a la abuela que la echo de menos.
            −Nosotros igual te echamos de menos. Ojalá pudieras venir por un fin de semana.
            −Ojalá pudiera –Pero recordé la gran cantidad de fiestas universitarias que se venían dentro de las próximas fechas y supe que eso no sucedería.
            −Espero llamarte luego. Te quiero.
            −Yo igual te quiero, mamá –le dije, mas la llamada se cortó justo antes que mi mensaje le llegara.

            Me quedé con la moneda sobrante en la mano hasta que me di cuenta que la apretaba sin estar consciente de ello. Terminé por echarla en el mismo bolsillo del que la había sacado. Después de quince minutos, pasó la micro que me servía.