Sintió
el contacto de las finas hebras que caían del techo incluso antes de abrir los
ojos. Entraba luz desde algún punto, luz solar, no artificial, pero no podría
saber desde dónde; molestaba en los globos oculares, era de lo único que tenía
certeza; trató de cubrirse los ojos con una de sus manos, mas ésta no le
respondió.
Al principio era todo brillo, pero
la claridad se fue dando como cuando se barre la niebla, o se alumbra un cuarto
oscuro con una linterna. Aunque por Dios, ojalá nunca hubiera abierto sus ojos.
Primero tuvo conciencia que se
hallaba en una habitación que no conocía, en una cama que no conocía, y que
todo ahí estaba desordenado y sucio. Luego, que la estancia estaba plagada de
arañas de todos los tamaños posibles, colgando del techo, moviéndose por las
paredes, recorriendo su cuerpo.
En un comienzo creyó que seguía
siendo parte del sueño que tenía antes de abrir los ojos, en el que le
gritaban, en el que le hacían daño, pero el pringoso tacto de las hebras que lo
rodeaban y el suave cosquilleo de las muchas patas arácnidas que se posaban
sobre su cuerpo desnudo hicieron que una alarma en su cabeza se disparara con
absoluta desesperación: aquello no era un sueño ni una pesadilla; aquello era
la realidad.
Sus músculos volvieron a la vida con
la celeridad propia de quien está muerto de terror y realiza un acto de genuina
defensa; sin embargo sus extremidades no lograban responder; las sentía, claro,
pero estaban firmemente amarradas a la cama, con correas, dejando roja aquellas
zonas donde le apretaban.
Entonces gritó. Gritó como nunca
había hecho en su vida.
Su mente se hallaba fuera de control; la vista se
volvió borrosa, mas aún podía ver cómo la habitación parecía estar viva, cómo
las paredes parecían estar vivas, con millones de ojos observándolo gritar
totalmente fuera de sí.
Agitó su cuerpo intentando quitarse las arañas que
tenía encima; sólo unas pocas, las más pequeñas, huyeron despavoridas; las más
grandes se quedaron ahí, como preguntándose qué mierda ocurría.
Sus gritos comenzaron a sonar roncos; su garganta
empezó a resentirse. Ya no le quedaba voz para seguir chillando como un loco.
Su mente repetía una y otra vez la misma negación: ¡NO, NO, NO, NO, NO! Nada de
eso debía estar ocurriendo, nada de eso podía ser real, pero las arañas se
balanceaban sobre su rostro, sobre su pecho, recorrían sus piernas, y todo
aquello era muy real.
Así llegó un momento en que no dio más y no halló otra
posibilidad de escapatoria que calmarse y analizar la situación para poder huir
de ahí; en un principio le pareció imposible: las arañas caminando por su piel,
las arañas colgando del techo, arrastrándose por todos lados le estaban haciendo perder la cabeza; pero pudo
lograrlo…, al menos en cierto grado.
Entonces consideró la situación: estaba amarrado a una
cama (o mejor dicho a una camilla), formando una equis, en un cuarto
desconocido y lleno de arácnidos; entraba luz por una ventana ubicada en la
pared detrás de su cabeza, aunque no lograba verla dada su incómoda ubicación;
había un destartalado ropero y un mueble con cajones apegados a la pared a su
izquierda y una puerta ubicada del lado contrario de la ventana, recibiendo
toda la luz del sol como una muestra clara de cuál debía ser su siguiente
movimiento. Por desgracia, toda la claridad ahí presente le hizo dar cuenta que
toda la estancia se hallaba repleta de telas de arañas, brillosas, finas y
pegajosas, y que en algunos puntos, éstas parecían más densas y llenas de
puntos negros y titilantes. Intentó mirar al suelo, volteando su cabeza, pero el
ángulo en el que se encontraba se lo impedía olímpicamente.
No dejó de sentir las patas de las arañas recorrer sus
manos, sus piernas, su estómago, su pecho, su cuello y su cara en ningún
momento; quería darles un manotazo, aplastarlas, quemarlas, pero estaba
totalmente imposibilitado. Cuando un par de arañas se acercaron a su boca,
sopló hacia ellas inclinando un poco la cabeza, consiguiendo que se alejaran un
tanto. Recordó entonces que un estudio declaraba que mientras dormían, las
personas tragaban al menos una araña en la vida sin apenas notarlo. Quizá
cuántas había tragado ya hasta ese momento, mientras se hallaba inconsciente.
Lo pensó y le entraron ganas de reírse, pero la garganta le escocía y hubiera
dado lo que fuera por un trago de agua.
Miró hacia sus manos, descubriendo unas cuantas arañas
recorrer sus falanges, dejando rastros de seda a su paso; las correas que lo
apresaban, reparó, tenían hebillas y ofrecían un aspecto gastado, como si ya
hubieran apresado a un montón de gente antes que él; sus orificios, por otro
lado, se veían gastadísimos, cosa que le infundió un poco de esperanza: al
menos existía una oportunidad para salir de ahí y vengarse de los hijos de puta
que le habían dejado a merced de todas esas arañas de mierda. Pero debía ser paciente,
muy paciente.
Soplando a las arañas que se acercaban a su rostro y
teniendo mucho cuidado de no hacerlas enojar, empezó a mover su muñeca derecha
de tal manera que la punta de la hebilla jugueteara con el orificio que la
apresaba, buscando que así la primera se desprendiera de la segunda y liberara
su extremidad. Pero parecía imposible; era
imposible: por algo se implementaban artilugios así: para que los cautivos no
pudieran huir y vengarse de quienes les habían dejado ahí.
No obstante siguió intentando, mientras el silencio
parecía engullir la habitación entera. ¿Dónde se encontraba? No tenía ni la
menor idea, pero pronto lo sabría, aunque fuera lo último que hiciera.
Como se dio cuenta que los movimientos hacia los
costados de sus manos no servían para liberarlo, probó con nuevos ademanes
circulares, en dirección de las manecillas del reloj. Si lo hacía de forma
rápida, la punta de la hebilla jamás se despegaba del orificio que lo retenía,
pero si lo hacía de manera lenta…
Las arañas seguían cayendo y colgando del techo por
todos lados, como deportistas practicando rapel; algunas eran grandes y negras
como el carbón, posiblemente venenosas, no lo sabía con certeza; por lo mismo
debía ser premuroso sin dejar de lado la delicadeza.
Meneo de mano, meneo de mano, meneo de mano; el
orificio de la correa estaba desgastado, y la punta de la hebilla se encontraba
cada vez más cerca de desprenderse de él. Sólo un poco más, un poco más…
Entonces vio cuatro arañas
descendiendo hacia su cara; intentó soplarlas, intimidarlas, pero ya se habían
curado de espanto: estaban decididas a posarse sobre él y hacer quién sabía qué
cosa.
Meneo suave, meneo suave, meneo
suave.
Las arañas se acercaban, moviendo
sus patas con frenesí.
El sudor le caía por los costados,
acarreando miedo puro; tal vez fuera eso lo que atraía a las muy hijas de puta.
Por un momento no consiguió
entenderlo: fue a mover su mano de la misma manera que llevaba haciéndolo hasta
ese instante, pero el círculo trazado se hizo más amplio, desconcertándolo.
Cuando observó su mano, sin embargo, estuvo a punto de gritar de felicidad (si
hubiera podido). ¡Su mano derecha se encontraba libre!
Hizo un inmediato ademán para
espantar a las arañas que se le acercaban, desparramando unas cuantas de tamaño
pequeñísimo que recorrían su brazo; dos de las cuatro arañas que colgaban sobre
su cabeza se alejaron, volviendo por donde habían venido; pero las otras dos
continuaban con su descenso totalmente decididas. Era el sudor, pensó, con toda
seguridad debe ser mi sudor.
Así fue que esperó, apretando los
dientes, apretando los músculos, preparando la mano derecha para cuando los
malditos arácnidos tocaran su piel y pudieran ser aplastados.
Las paredes parecían moverse; los
rincones parecían moverse; todo se movía ahí dentro. Las arañas se mecieron un
poco ante sus exhalaciones, pero apenas posaron las patas sobre su piel
(dejando un rastro viscoso, asqueroso), las golpeó con su palma abierta,
triturándolas contra él; el crujido resonó espantoso en su cabeza, provocándole
serias ganas de vomitar y un nerviosismo inusitado; fue así que continuó
golpeando el mismo lugar una y otra vez, una y otra vez, sin importarle el
dolor sordo que le producía, no fuera que las arañas siguieran con vida y le
picaran (¿o mordieran?).
Luego de un rato se miró la mano
hallando trozos de araña en ella (patas aún en movimiento, la mitad de un
cuerpo, líquido que venía a ser la sangre de estas horribles criaturas), y
pensó en el aspecto que debía ofrecer su cara con el resto de los arácnidos
aplastados contra ella; un acceso de asco le provocó arcadas que logró retener
por poco.
Utilizó la mano libre para
desprenderse de un montón de arañas sobre su pecho (sintiendo unas cuantas
finas e invisibles hebras cortarse entre sus dedos) y se arrojó de lleno a
liberar su mano izquierda; el tiempo valía oro, se decía, el tiempo era vida;
el tiempo era su vida.
Concluir con su acción le llevó un buen rato, pues no
era cosa fácil volver a utilizar sus miembros adormecidos por las correas que
lo apresaban. Sin embargo una vez fuera su mano izquierda, liberarse de las
correas de los pies fue pan comido; lo único incómodo era presenciar sus pies
envueltos en telarañas, con cientos de pequeñas arañas acumuladas a unos
cuantos centímetros de ellas; no pudo evitar recordar un video de Internet en
que aparecían un montón de arañas devorando a un pájaro atrapado en una de sus
redes tan nefastas, mientras éste aún se debatía entre la vida y la muerte,
como si se resignara a su funesto e imperturbable destino.
Pero fue como si las imágenes dentro de su cabeza
acabaran por hacerse reales y las terminara por presenciar con sus propios
ojos, provocándole una repugnancia atroz; una vez hubo desatado su cuerpo de la
camilla y se sentó en su borde para contemplar mejor la escena, se percató que
en medio de la sala, ahí, en el suelo, había un cuerpo boca abajo envuelto bajo
una capa de gruesa telaraña, gris, sucia; adentro el cuerpo parecía borbotear,
como si hirviera agua en su interior; pero sabía que no era agua hirviendo,
lógicamente, sino que cientos de arañas dándose un festín con su carne muerta…
Echó la cabeza a un lado y vomitó lo que parecía ser
agua, sin ningún atisbo de nada sólido; no recordaba cuándo había sido la
última vez que había probado bocado, pero de la misma manera se podría haber
preguntado desde hacía cuánto llevaba inconsciente y amarrado a esa cama.
Se limpió la boca, los ojos llorosos, y se dio cuenta
que la ventana a su izquierda estaba llena de arañas devorando insectos
incautos. Observó el suelo, sucio, lleno de rastros arácnidos y más arañas y
contó mentalmente los metros que lo separaban de la única salida de la
habitación; no debían ser más de seis u ocho pasos. No era nada. Podría correr,
abalanzarse contra ella e intentar abrirla antes que los arácnidos tomaran
cartas en el asunto…
Pero su vista siempre volvía al cuerpo al medio de la
sala, al cuerpo y el montón de arañas que debían estarlo devorando por dentro,
hipnotizante, provocándole más arcadas que le sacudían el cuerpo entero.
Entonces reparó en algo brillante entre esa maraña de seda sucia de polvo;
estaba en su mano, sí, en su mano derecha, la que parecía estar apuntando hacia
la puerta, el único rayo de luz en ese maldito cuarto. Era un anillo; no podía
decirlo a ciencia cierta, pues la tela que lo cubría junto con todo su cuerpo
hacía que la figura debajo fuera borrosa, pero sí, parecía un anillo. Y por la
forma que tenía, ese anillo sólo podía pertenecerle al…
Senador Javieres.
Coincidía su tamaño, su figura tras la seda, y aunque
estuviera titilando como si hirviera en agua (o mejor dicho en arañas), sabía
que era él.
Entonces comprendió por qué estaba ahí.
Con desesperación, sintiendo que todo su cuerpo quería
gritar (necesitaba gritar), se abalanzó contra la puerta de madera a su
derecha, la única salida de esa habitación. No le importó el roce de las
criaturas colgantes contra gran parte de su cuerpo ni el hecho de haber pisado
un montón de ellas con la planta de su pie desnudo, sintiendo los horribles
crujidos reverberar en su interior: quería salir cuanto antes de ese lugar;
¡quería salir ya!
No obstante, y para su horrible
sorpresa, la puerta no tenía pomo: se lo habían arrancado de cuajo, al parecer
con una herramienta bastante poderosa.
Las arañas ahora le corrían por la
cara, por los hombros, se le subían por las piernas, y ahí no había forma de
escapar. Empezó a golpear la puerta con sus puños, como lo hiciera el
protagonista de la archiconocida serie de dibujos animados de Hanna-Barbera en
los créditos, pero nadie respondió a sus llamados; la voz le salía apenas:
tenía las cuerdas vocales destrozadas. Se percató que estaba aplastando a un
montón de arañas cada vez que golpeaba la puerta con sus manos; todos sus
pensamientos se resumían en querer salir de ahí, escapar y olvidarse de los arácnidos
para siempre, ojalá nunca más volver a ver una en su vida; podría ser posible
si lograba salir de ahí: el dinero siempre podía hacerlo de una u otra manera.
Sin embargo, en este caso, la puerta
de madera maciza no cedió un ápice; tampoco lo haría en un futuro inmediato,
aunque sus cuentas en el extranjero contaran con cifras de dinero superiores a
los nueve dígitos y de su palabra dependieran un montón de vidas. No, esa
salida estaba vetada. Porque aún queda otra, reflexionó con amargura.
Se sacudió las arañas que le caían
por el pelo y los hombros, sintiendo picaduras (¿o mordeduras?; no podía
recordarlo) por todos lados: en los brazos, en la nuca, en las piernas…
Giró sobre sus talones, trastrabilló
con la mano del Senador Javieres (provocando una apertura en su piel que dejó
escapar un puñado de diminutas y veloces arañas entre sus pies) y avanzó hacia
la ventana; la luz del sol entraba ahora oblicua en la habitación, haciéndole
comprender que ni siquiera era mediodía; ¡no podía creer que ni siquiera fuera
mediodía! Quitó las arañas y sus telas que dominaban el largo y ancho de la
ventana a manotazos y le quitó su seguro ubicado al medio de ésta, consistente
en un simple y clásico pomo; ya sabía que no tendría ningún problema para
abrirla, porque del otro lado…
Porque del otro lado no había nada:
sólo un enorme vacío con un fondo pavimentado abajo; podría decirse que se
hallaba en el piso número catorce de un edificio cualquiera, en medio de la
ciudad, y eso habría sido poco: se encontraba a (lo que parecía) cientos de
metros de altura, rodeado de otros edificios del mismo tamaño. Probablemente
alguien estuviera viéndole desde otra ventana, desde otro edificio, pero sabía
que no era así: la gente que frecuentaba esos lugares jamás miraban hacia otros
edificios; era parte de la egolatría humana, por la mierda, el talón de Aquiles
de los seres humanos.
De todas maneras era bueno volver a
sentir el aire fresco en el cuerpo.
De todas maneras era bueno volver a
ser libre.