Cuento #36: El que revivió



La gente levantó sus ramos de olivo apenas supieron que se acercaba el que había revivido.
            En un comienzo, como era de esperar, nadie creía lo que se anunciaba por las calles: todos lo habían visto morir colgando, ser llorado por su propia madre, e incluso ser sepultado por sus seguidores más fieles. Sin embargo, existía un gran número de personas que aseguraban haberlo visto salir de su tumba, como si pudiera volver a gozar de las facultades de un viviente.
            −¡Ahí viene, ahí viene! −exclamó un hombre, apuntando hacia el recodo interno de una calle. La gente se conmocionó y comenzó a gritar, eufórica, alzando sus brazos al cielo. Los perros aullaban, las gallinas cacareaban escandalizadas. Todas las células parecían bullir en el interior de cada ser ahí presente.
            Entonces apareció él, moviéndose por entre medio de las personas, dejándolos pasmados. Sin darse cuenta, muchos soltaron sus ramos de olivo. Nadie pronunció ni una sola palabra.
            −Es… es él −tartamudeó alguien, involuntariamente. Nadie supo si era una aseveración o una pregunta.
            El que había revivido se acercaba a paso ágil, como si no le importara el tiempo. Y con él venían también sus amigos, quienes nunca lo dejaron de lado; venían cantando a gritos, con la voz cascada y aguardentosa. Todos se afirmaban de un gran palo, sosteniéndolo lo más recto posible mientras caminaban por medio de los anonadados espectadores. Avanzaban decididos, pero con la vista nublada y perdida; ninguno miró a nadie. Sólo se dedicaron a cantar y a marchar, sujetando ese gran palo del que colgaba él, él con su túnica raída y sucia, su pelo desgreñado y desordenado, su quijada dislocada y sus ojos vacíos y oscuros. Parecía que ninguno de ellos reparaba en que el cuerpo que llevaban amarrado al palo estaba sin vida, que era imposible que después de cuarenta días y cuarenta noches muerto pudiera volver a caminar entre los vivos. Pero ahí estaban, llevando a su maestro por entre la gente, la misma que lo había visto morir y ser llorado. Se mostraban decididos, sí, como si en eso se jugaran incluso sus vidas después de la muerte. Y mientras seguían caminando, con su mirada nublada, con su voz aguardentosa, gritaban: ¡ha vuelto, ha vuelto, el que revivió ha vuelto!