La
gente levantó sus ramos de olivo apenas supieron que se acercaba el que había
revivido.
En un comienzo, como era de esperar,
nadie creía lo que se anunciaba por las calles: todos lo habían visto morir
colgando, ser llorado por su propia madre, e incluso ser sepultado por sus
seguidores más fieles. Sin embargo, existía un gran número de personas que aseguraban
haberlo visto salir de su tumba, como si pudiera volver a gozar de las
facultades de un viviente.
−¡Ahí viene, ahí viene! −exclamó un
hombre, apuntando hacia el recodo interno de una calle. La gente se conmocionó
y comenzó a gritar, eufórica, alzando sus brazos al cielo. Los perros aullaban,
las gallinas cacareaban escandalizadas. Todas las células parecían bullir en el
interior de cada ser ahí presente.
Entonces apareció él, moviéndose por entre medio de las personas,
dejándolos pasmados. Sin darse cuenta, muchos soltaron sus ramos de olivo.
Nadie pronunció ni una sola palabra.
−Es… es él −tartamudeó alguien, involuntariamente. Nadie supo si era una
aseveración o una pregunta.
El que había revivido se acercaba a paso ágil, como si no le importara el tiempo. Y con él venían también sus
amigos, quienes nunca lo dejaron de lado; venían cantando a gritos, con la voz
cascada y aguardentosa. Todos se afirmaban de un gran palo, sosteniéndolo lo
más recto posible mientras caminaban por medio de los anonadados espectadores.
Avanzaban decididos, pero con la vista nublada y perdida; ninguno miró a nadie.
Sólo se dedicaron a cantar y a marchar, sujetando ese gran palo del que colgaba
él, él con su túnica raída y sucia, su pelo desgreñado y desordenado,
su quijada dislocada y sus ojos vacíos y oscuros. Parecía que ninguno de ellos
reparaba en que el cuerpo que llevaban amarrado al palo estaba sin vida, que era imposible que después de cuarenta días y
cuarenta noches muerto pudiera volver a caminar entre los vivos. Pero ahí
estaban, llevando a su maestro por entre la gente, la misma que lo había visto
morir y ser llorado. Se mostraban decididos, sí, como si en eso se jugaran incluso
sus vidas después de la muerte. Y mientras seguían caminando, con su mirada
nublada, con su voz aguardentosa, gritaban: ¡ha
vuelto, ha vuelto, el que revivió ha vuelto!