Siempre
que entra, le atrae inmediatamente el resplandor penetrante de las cosas que lo
conforman; porque ahí dentro todo brilla más que en otros lados, las pisadas
suenan más fuerte que de costumbre y las conversaciones parecen multiplicarse a
cada segundo, como si las voces pudieran expandirse por todos sus rincones sin
dejar ningún espacio libre, mientras personas van y vienen con sus bolsas de
compras, niños no dejan de lengüetear sus gigantescos helados derretidos y adultos
no paran de hablar por sus inmensos celulares como si nadie más existiera. Su
mamá entonces le toma la mano con fuerza para que no se separe de su lado, y
ella piensa que primero irán a ver juguetes, como siempre, pero siente cierta
congoja al percatarse que en realidad se dirigen a las escaleras que suben por
sí mismas ubicadas al fondo, las que no todos ocupan por ser las más antiguas;
le invade la acostumbrada sensación de vacío al subirse en uno de sus peldaños,
cosa que al parecer su madre nota, porque la toma aún más fuerte, como si quisiera
asegurarle que nada malo va a ocurrir realmente. Sin embargo, para cuando
llegan a la mitad del trayecto, un par de niñas del liceo le hacen enérgicas
señas con sus brazos; al principio no escucha bien por el ruido de siempre, el
que tanto le atrae cuando entra en aquél recinto, pero luego de esforzar un
poco más su oído, entiende que gritan: “¡aléjense, peligro, peligro!” sin saber
a qué se refieren. Su madre, en cambio, parece notar que algo va mal, porque la
toma por las axilas y la levanta para sostenerla contra su pecho; queda así poco
para llegar al descanso metálico de la escalera; las niñas, por su lado, no han
dejado de gritar, mientras que los adultos, como es costumbre, no han parado de
hablar por sus celulares en ningún momento, como si dentro de su mente no
existiera nadie más que ellos; entonces el piso de metal se retuerce como una
boca hambrienta, abriéndose luego para mostrar un montón de ansiosos y afilados
redondos dientes como engranes. La niña cree que lo han logrado, que después de
todo han evitado la muerte de la gran boca, pero se percata que en tierra firme
solo queda ella junto las dos niñas del liceo a su lado que no paran de gritar
y ocultarle la cara entre los pliegues de sus chalecos. La niña intenta gritar,
llamar a su madre, pero todo es en vano; entonces trata de desprenderse de
quien le oculta la cara, utilizando todas sus fuerzas, hasta que por fin lo
logra: las pisadas suenan más fuerte que de costumbre y las conversaciones
parecen multiplicarse a cada segundo, mientras que del suelo metálico sólo se
asoma el brazo de lo que alguna vez fue su madre, como si entre todo ese humo
negro y sangre, quisiera despedirse por última vez de ella, su querida y única
hija.