Historia #37: El brillante salón de los ecos



Siempre que entra, le atrae inmediatamente el resplandor penetrante de las cosas que lo conforman; porque ahí dentro todo brilla más que en otros lados, las pisadas suenan más fuerte que de costumbre y las conversaciones parecen multiplicarse a cada segundo, como si las voces pudieran expandirse por todos sus rincones sin dejar ningún espacio libre, mientras personas van y vienen con sus bolsas de compras, niños no dejan de lengüetear sus gigantescos helados derretidos y adultos no paran de hablar por sus inmensos celulares como si nadie más existiera. Su mamá entonces le toma la mano con fuerza para que no se separe de su lado, y ella piensa que primero irán a ver juguetes, como siempre, pero siente cierta congoja al percatarse que en realidad se dirigen a las escaleras que suben por sí mismas ubicadas al fondo, las que no todos ocupan por ser las más antiguas; le invade la acostumbrada sensación de vacío al subirse en uno de sus peldaños, cosa que al parecer su madre nota, porque la toma aún más fuerte, como si quisiera asegurarle que nada malo va a ocurrir realmente. Sin embargo, para cuando llegan a la mitad del trayecto, un par de niñas del liceo le hacen enérgicas señas con sus brazos; al principio no escucha bien por el ruido de siempre, el que tanto le atrae cuando entra en aquél recinto, pero luego de esforzar un poco más su oído, entiende que gritan: “¡aléjense, peligro, peligro!” sin saber a qué se refieren. Su madre, en cambio, parece notar que algo va mal, porque la toma por las axilas y la levanta para sostenerla contra su pecho; queda así poco para llegar al descanso metálico de la escalera; las niñas, por su lado, no han dejado de gritar, mientras que los adultos, como es costumbre, no han parado de hablar por sus celulares en ningún momento, como si dentro de su mente no existiera nadie más que ellos; entonces el piso de metal se retuerce como una boca hambrienta, abriéndose luego para mostrar un montón de ansiosos y afilados redondos dientes como engranes. La niña cree que lo han logrado, que después de todo han evitado la muerte de la gran boca, pero se percata que en tierra firme solo queda ella junto las dos niñas del liceo a su lado que no paran de gritar y ocultarle la cara entre los pliegues de sus chalecos. La niña intenta gritar, llamar a su madre, pero todo es en vano; entonces trata de desprenderse de quien le oculta la cara, utilizando todas sus fuerzas, hasta que por fin lo logra: las pisadas suenan más fuerte que de costumbre y las conversaciones parecen multiplicarse a cada segundo, mientras que del suelo metálico sólo se asoma el brazo de lo que alguna vez fue su madre, como si entre todo ese humo negro y sangre, quisiera despedirse por última vez de ella, su querida y única hija.