Apenas me subí al colectivo para
volver a casa a eso de las 11 de la noche, el último asiento disponible fue
ocupado por un hediondo hombre que no paraba de moverse para todos lados; nos
miró a todos con un gesto rápido antes de saludar al conductor:
−Holaholahola, Davizito,
tepagoalabajá’ –modulando como si fuera una metralleta; todos quedamos helados,
y estoy seguro que no fui el único que pensó: “chucha, este güeón nos va a
robar”; porque el hombre olía fétido, llevaba una ropa llena de costras de
mierda y su cara parecía un enorme crucigrama sin resolver−.
Vo’cachai’dondemebajo, ¿no?
El conductor lo miró por el
retrovisor y asintió amargamente, sabiendo que aquello de ninguna manera iba a
terminar bien.
Entonces el hombre siguió con lo suyo.
−¿Ycómoe’tatuhermano, oe’,
Davizito? ¡Noloe’vi’tohacendía’!
−No sé qué le pasa al Davicito
–le respondió el hombre, mientras recibía el pago de los demás pasajeros−. Debe
andar por ahí. No sé.
−¿Ytuzeñorae’poza? ¿Cómoe’tálaMirnita?
−Ahí está, maomeno’nomá’.
−¿QuélepazóalaMirnita? –El hombre
inclinó su cuerpo hacia adelante, como si la respuesta del chofer le interesara
sobremanera.
−Tiene cáncer –dijo el colectivero,
y estoy seguro que así como yo, todos los demás (excepto el hombre con el que
conversaba, obvio) sintieron el dolor con que había pronunciado esas palabras.
−¡Ohquémal, Davizito! –El tipo se
pasó nerviosamente una mano por su sucia cara−.
PerohayquetenerfeenDiozitonomá’, Diozitolozolucionatodo, Davizito.
El chofer lo miró fugazmente por
el espejo retrovisor, con cara de: “cállate luego, mierda” y empezó el ascenso
hacia nuestra población; todos dimos nuestras direcciones antes que el hombre
volviera a abrir su fétida boca para decir:
−Cuandoyoe’tuveenrehabilitazión,
me’nzeñaronunacanziónlinda –El tipo se aclaró la garganta y empezó a cantar
desafinadamente−: El Zeñor ez mi pastor, nada me ha de faltar. El Zeñor ez
mi pastor, nada me ha de faltar –Entonces se detuvo un rato−.
Zeme’lvidólaotraparte.
Nadie dijo nada al respecto.
Por suerte me di cuenta (y estoy
seguro que los demás también lo hicieron) que ya quedaba poco para que el tipo llegara
a su destino y por fin se bajara del vehículo.
−Tengafe, Davizito, tengafe.
U’te’haziounapersonabuenabuena –El hombre le palmeó el hombro al chofer, como
dándole ánimos, antes que el colectivo se detuviera en la dirección que le
había indicado−. Yahorapázemela’monea’noma’, Davizito, zinoquierequelomate –El
hombre, en un ágil movimiento que nadie alcanzó a ver, había sacado una navaja
del interior de su zarrapastrosa chaqueta−. Yu’tede’también, cabro’, loziento
–agregó, apuntándonos a todos los demás con su arma.
−Puta’ que soy paletiao’, maricón
–le dijo el conductor con la voz quebrada−. Vei’, uno te da la mano y agarrai’
el codo al tiro.
−Davizito, nozemepongachúcaro,
Davizito.
−Puta’, güeón, qué culpa tenemo’
nosotro’ que seai’ un pastero culiao’ –le dijo el colectivero, con pesar−. A
nosotro’ también nos cuesta la güeá’, si vo’ no soy na’ el único que la sufre,
maricón.
−Mira, Davizito –dijo el hombre,
más tenso y agresivo que antes−, zinoquerí’quetemate, damelaplataaltiro; igual
u’teden –repitió, mirándonos a los demás; su vista estaba completamente
desenfocada, como si estuviera fuera de sí.
−Güeón, ni cagando.
−¿Cómoquenicagando?
−¡Ni cagando, güeón!
−¡Cuidao’, Davizito!
−¡Qué cuidao’, culiao!
Entonces ambos comenzaron a
forcejear, siendo el colectivero el más perjudicado por la desventaja de sus
ubicaciones.
−¡No, culiao’! –le gritaba el
chofer, apretando sus dientes.
−¡E’tai’negro, Davizito! −Y sin
que nadie se diera cuenta y pudiera hacer algo al respecto, el hombre le dio un
rápido navajazo en la garganta al colectivero; fue como si en un segundo el
conductor tuviera intacta su garganta, y al segundo siguiente se le hubiera
abierto una gran hendidura como por arte de magia, manchando la mitad del
interior del colectivo con su sangre. La chica que estaba ubicada en el asiento
del copiloto comenzó a gritar como loca, mientras el chico sentado detrás del
herido llevó sus manos hasta su herida, intentando contener así la hemorragia
que parecía ser superior a cualquier otra cosa.
El hombre de la navaja miraba la
escena como si no pudiera creerlo, aún con su arma ensangrentada en la mano;
hizo el ademán de decir algo, quizá pedir disculpas o algo así, pero en vez de
eso abrió la puerta y salió del colectivo como una exhalación, perdiéndose
entre las oscuras calles de la población donde estábamos estacionados.
−¡Llama a una ambulancia, güeón!
–me espetó el joven a mi lado sin dejar de apretar la garganta del colectivero.
−¡Sí, sí, al tiro! –dije sin
saber muy bien qué hacer a continuación: estaba confundido, asqueado y, por
sobre todas las cosas, bloqueado por un solo pensamiento. Saqué mi celular,
marqué el número de las emergencias y esperé por más de un minuto a que me
contestaran, sin dejar de pensar en ningún momento en todo el mal premeditado
que había provocado el Régimen Militar al dejar entrar la pasta base a este
país.