Palomo se encontraba totalmente
desorientado; ni siquiera lograba recordar cómo había llegado ahí, a ese lugar
tan alejado de su casa y dueños: era incapaz de sentir olores familiares, y
temía que en vez de estar acercándose a la ciudad, se estaba alejando cada vez
más de ella; lo temía porque los restos de comida habían empezado a escasear,
el agua se hacía más difícil de encontrar y los vehículos transitaban con menor
frecuencia por la carretera a su lado.
Hasta que una noche quedó
completamente solo: el camino estaba desierto, sin luces, y Palomo terminó
por perder toda su fe en volver a casa. No le quedaban energías, realmente se
moría de hambre y el frío se había tornado prácticamente inaguantable.
Sin embargo, y sin que pudiera
creerlo bien en un principio, el perro olió el aroma de la carne fresca
provenir de muy cerca. Levantó la cabeza, ávido, y dirigió su nariz hacia un
camino distinto al que había seguido hasta ese entonces; y así, sin pensarlo
dos veces, siendo manipulado por una especie de instinto primitivo, se lanzó de
lleno a su presa, sintiendo el sabor de la carne incluso mucho antes de tenerla
entre sus mandíbulas. Su hambre era tan grande, que ni siquiera le importó que
su presa estuviera viva, que chillara hasta hacerle doler los oídos, o que
tuviera un enorme parecido físico con su dueña. No, no le importó en lo
absoluto: sólo arrancó trozos de carne con su fuerte mandíbula, se alimentó de
ella, e hizo guardia a su lado hasta el día siguiente, siendo sorprendido por
un camionero que no dejó de vomitar después de ver todo lo que había provocado.
Cuando éste se recompuso, entró
inmediatamente a la cabina de su vehículo y llamó por su celular, con las manos
sudadas y temblorosas, pálido como la cera.
−¡Aló, aló, Carabineros! ¡Encontré
una mujer amarrada a una silla de ruedas…! ¡Sí…! ¡No, no, está muerta! ¡No,
mierda: un perro le ha comido las piernas! ¡Sí, un perro…! ¡Dios Santo, por
Dios, deben venir ahora!