Cada
vez que Bruno miraba por la diminuta ventana de su nuevo cuarto, recordaba lo
mucho que extrañaba la tierra donde había nacido, allá, a miles de kilómetros
de donde se encontraba. La habitación era oscura y pequeña, claro, con sus
pocas pertenencias apretujadas, apiladas y en posiciones realmente incómodas
para el movimiento de quien durmiera ahí dentro, pero aun así era mucho más
grande que en la que había vivido en un comienzo, apenas había arribado al
país, junto a otros tantos compatriotas igual de esperanzados y expectantes.
La ventana, cuyo cristal sucio y
rasmillado impedía que la luz solar penetrara con facilidad en la estancia
durante el día, daba a un reducido patio lleno de objetos en desuso, basura
oxidada y olvidada, y un árbol de aspecto viejo y cansino en medio de todo el
desperdicio que no dejaba de recordarle la casa donde había nacido y sido
criado; la basura no importaba cuando se fijaba en las hojas que le iban
quedando, su tronco vetusto y sus nudos de figuras circulares. Era como un
pequeño símbolo de permanencia, un sortilegio que le devolvía a casa, su
verdadera casa.
La mujer que regentaba la abotargada
pensión ni siquiera parecía fijarse en el árbol; de hecho Bruno tenía la
impresión de que no ser por él, que la regaba cada vez que iba al baño que
estaba del otro lado, éste ni siquiera seguiría en pie, estoico entre tanto
abandono. No, la mujer de la pensión parecía más interesada en cuánta plata recaudaba
gracias a él y sus compatriotas, que en darle vida al lugar que administraba.
Bruno vio caer unas cuantas hojas
del árbol, arrastradas por el viento invernal del exterior, y sintió el frío
estremecer su cuerpo, como largos dedos arrastrándose por su espalda. Jamás
había sentido algo así hasta que empezó el invierno, furioso y cruel; llegó
incluso a pensar que tal vez esa tierra no fuera para gente como la suya,
después de todo; quizá todo esto no fuera más que un sueño efímero que
terminaría pronto en un gran desastre. El país estaba sufriendo cambios, y no
todo parecía ir sobre ruedas; las cosas, como estaban, podían derrumbarse en
cualquier momento.
Su abuela fue la que le enseñó que
los años están divididos en cuatro estaciones, cada una especial y peculiar,
las mismas que hacían florecer y envejecer a la vegetación. Cuando Bruno vio
por primera vez el árbol de su casa sin hojas, desnudo y frágil, cayó en una
desdicha que no supo entender hasta que ella se lo explicó, como si hubiera
podido leerle la mente en ese mismo momento. Bruno recordó que una noche hubo
mucho viento y al otro día el árbol se hallaba totalmente vacío, nada más que
tronco y ramas desoladas.
“Los árboles mueren y viven cada
cierto tiempo”, le dijo su abuela, tal vez no con esas mismas palabras o ese
orden, pero Bruno se acordaba que el primer acercamiento con esas delicadas
expresiones –la
vida, la muerte– fue
ahí, en ese mismo momento en que reparó que todo lo que nacía, tenía que morir
en un determinado punto de la historia.
Pero los árboles morían y renacían;
ellos, los mortales, no. Porque no existían estaciones para los humanos que
revivieran a quienes habían partido; no, para ellos sólo existía el tiempo
contado, un reloj a punto de estallar en cualquier momento, a punto de
descomponerse en tan sólo un instante.
Quizá de eso se trataba: los árboles
trataban de enseñar algo, de decir que no todo estaba asegurado en la vida, que
las situaciones podían oscurecerse en cualquier eventualidad y que todo se
podía ir a la mierda cuando menos se pensara.
Bruno no podía concebir la idea de un espectáculo tan
emocionante, tan magnífico, fuera designado por la naturaleza para suscitar
algo tan doloroso como ese mensaje, pero de alguna manera se encontraba
enraizado en su conocimiento. Su abuela, su mamá y su papá habían sido personas
jóvenes un día, llenas de energía y vida, hasta que el viento invernal los sentenció
e hizo su irrevocable trabajo. Su abuela le había dicho que cada cierto tiempo
los árboles que morían, volvían a vivir. Porque ella era un árbol; él era
árbol, igual que sus padres. Todos en realidad, después de todo, eran árboles.
Se nace, se florece, se muere; sucedía en todas partes: ocurría en la tierra
donde nació, en el extranjero, en el país donde residía ahora. Era algo
irrevocable y duro, inevitable y omnipresente.
Ver ese árbol abandonado ahí afuera le hacía sentir de
alguna forma como en casa, aunque fuera a través de un vidrio sucio y dañado;
era como volver el tiempo atrás y fingir que no se había movido de donde había
crecido, que seguía allá y que las cosas jamás habían cambiado.
El viento que azotó la ventana por la que miraba
Bruno, fue el mismo que se llevó las últimas hojas del árbol, ahí de pie, en el
patio, con su tronco desnudo y sus ramas desoladas.