Historia #247: Un cristal sucio y arañado

Cada vez que Bruno miraba por la diminuta ventana de su nuevo cuarto, recordaba lo mucho que extrañaba la tierra donde había nacido, allá, a miles de kilómetros de donde se encontraba. La habitación era oscura y pequeña, claro, con sus pocas pertenencias apretujadas, apiladas y en posiciones realmente incómodas para el movimiento de quien durmiera ahí dentro, pero aun así era mucho más grande que en la que había vivido en un comienzo, apenas había arribado al país, junto a otros tantos compatriotas igual de esperanzados y expectantes.
            La ventana, cuyo cristal sucio y rasmillado impedía que la luz solar penetrara con facilidad en la estancia durante el día, daba a un reducido patio lleno de objetos en desuso, basura oxidada y olvidada, y un árbol de aspecto viejo y cansino en medio de todo el desperdicio que no dejaba de recordarle la casa donde había nacido y sido criado; la basura no importaba cuando se fijaba en las hojas que le iban quedando, su tronco vetusto y sus nudos de figuras circulares. Era como un pequeño símbolo de permanencia, un sortilegio que le devolvía a casa, su verdadera casa.
            La mujer que regentaba la abotargada pensión ni siquiera parecía fijarse en el árbol; de hecho Bruno tenía la impresión de que no ser por él, que la regaba cada vez que iba al baño que estaba del otro lado, éste ni siquiera seguiría en pie, estoico entre tanto abandono. No, la mujer de la pensión parecía más interesada en cuánta plata recaudaba gracias a él y sus compatriotas, que en darle vida al lugar que administraba.
            Bruno vio caer unas cuantas hojas del árbol, arrastradas por el viento invernal del exterior, y sintió el frío estremecer su cuerpo, como largos dedos arrastrándose por su espalda. Jamás había sentido algo así hasta que empezó el invierno, furioso y cruel; llegó incluso a pensar que tal vez esa tierra no fuera para gente como la suya, después de todo; quizá todo esto no fuera más que un sueño efímero que terminaría pronto en un gran desastre. El país estaba sufriendo cambios, y no todo parecía ir sobre ruedas; las cosas, como estaban, podían derrumbarse en cualquier momento.
            Su abuela fue la que le enseñó que los años están divididos en cuatro estaciones, cada una especial y peculiar, las mismas que hacían florecer y envejecer a la vegetación. Cuando Bruno vio por primera vez el árbol de su casa sin hojas, desnudo y frágil, cayó en una desdicha que no supo entender hasta que ella se lo explicó, como si hubiera podido leerle la mente en ese mismo momento. Bruno recordó que una noche hubo mucho viento y al otro día el árbol se hallaba totalmente vacío, nada más que tronco y ramas desoladas.
            “Los árboles mueren y viven cada cierto tiempo”, le dijo su abuela, tal vez no con esas mismas palabras o ese orden, pero Bruno se acordaba que el primer acercamiento con esas delicadas expresiones la vida, la muerte fue ahí, en ese mismo momento en que reparó que todo lo que nacía, tenía que morir en un determinado punto de la historia.
            Pero los árboles morían y renacían; ellos, los mortales, no. Porque no existían estaciones para los humanos que revivieran a quienes habían partido; no, para ellos sólo existía el tiempo contado, un reloj a punto de estallar en cualquier momento, a punto de descomponerse en tan sólo un instante.
            Quizá de eso se trataba: los árboles trataban de enseñar algo, de decir que no todo estaba asegurado en la vida, que las situaciones podían oscurecerse en cualquier eventualidad y que todo se podía ir a la mierda cuando menos se pensara.
Bruno no podía concebir la idea de un espectáculo tan emocionante, tan magnífico, fuera designado por la naturaleza para suscitar algo tan doloroso como ese mensaje, pero de alguna manera se encontraba enraizado en su conocimiento. Su abuela, su mamá y su papá habían sido personas jóvenes un día, llenas de energía y vida, hasta que el viento invernal los sentenció e hizo su irrevocable trabajo. Su abuela le había dicho que cada cierto tiempo los árboles que morían, volvían a vivir. Porque ella era un árbol; él era árbol, igual que sus padres. Todos en realidad, después de todo, eran árboles. Se nace, se florece, se muere; sucedía en todas partes: ocurría en la tierra donde nació, en el extranjero, en el país donde residía ahora. Era algo irrevocable y duro, inevitable y omnipresente.
Ver ese árbol abandonado ahí afuera le hacía sentir de alguna forma como en casa, aunque fuera a través de un vidrio sucio y dañado; era como volver el tiempo atrás y fingir que no se había movido de donde había crecido, que seguía allá y que las cosas jamás habían cambiado.

El viento que azotó la ventana por la que miraba Bruno, fue el mismo que se llevó las últimas hojas del árbol, ahí de pie, en el patio, con su tronco desnudo y sus ramas desoladas.