−Yo creo que tenemo’ fumar
esta güeá ahora –dijo el Mauro mientras caminábamos hacia la plaza donde nos
reuniríamos con nuestro vendedor de drogas.
−Güeón, cálmate un poco y espera –El Juan, sin detenerse
en ningún momento, sacó su celular de uno de sus bolsillos y chequeó la hora−.
Deberíamo’ estar en esa plaza en die’ minuto’ má’, y aún no´ faltan como veinte
pa’ llegar.
Por mi lado no dejaba de observar el suelo, pero advertí
que el Mauro dejó caer su mirada sobre mi persona unos cuantos segundos, como
regañándome: y es que el único que tenía la culpa por tanto retraso era yo:
como aún no se me pasaba la diarrea de los días anteriores y mi organismo tuvo
la mala idea de querer echarlo todo afuera cuando más necesitábamos de tiempo,
no me quedó otra que sentarme en el frío trono de la casa y esperar a que lo
peor pasara, que dicho sea de paso, fue mucho y muy doloroso.
−Pero güeón, si podemo’ fumarlo mientra’ caminamo’
–insistió el Mauro−. Es como comer chicle y caminar a la vez.
−Ya, pero esta güeá es distinta. Además no lo vamo’ a
disfrutar.
−¡A la mierda con disfrutarlo!
El Juan y el Mauro estuvieron debatiéndose así por un
buen rato, sin dejar de avanzar a trancos largos por la población donde
vivíamos. Era la tarde, como eso de las cinco y media, y un montón de niños
estaban llegando a sus casas del colegio. Pensé por un breve momento en lo
genial que eran esos días, cuando llegabas del colegio y no tenías nada de qué
preocuparte en casa… Aunque bueno, siendo sincero, ahora seguía haciendo prácticamente
lo mismo, con mi cuerpo mucho más peludo y deteriorado que en aquel entonces,
en todo caso.
−Ya, loco, sabí’ que pásame el encendedor mejor –dijo el
Mauro con avidez.
−No, güeón, no te lo voy a pasar, vamo’ a llegar…
−¡Ajá –exclamó el Mauro, sacando el encendedor de uno de
los bolsillos de su chaqueta−, acá estaba!
−Mierda –balbuceó el Juan, y todos nos detuvimos: si el
pito se iba a prender, debíamos fumarlo todos.
El Mauro se llevó el pito a la boca, rodeó su punta con
una mano y con la otra colocó la llama del encendedor bajo ésta.
−Oh, sí… −dijo tras darle una calada fuerte−. Cabro’
culiao’, esta güeá está…
Un ruido estrepitoso y violento nos hizo saltar a todos
en ese preciso instante, quedando los tres con el corazón en un puño; alguien,
una señora que pasaba por la calle del frente se puso a chillar y nosotros
pensamos que estábamos acabados.
Nos demoramos un par de segundos en percatarnos que a
unos cuatro o cinco metros de nuestra posición había ahora un auto (un Toyota
no sé qué –sé muy poco de autos) hecho mierda contra la pared de una de las
casas del pasaje, con una persona atrapada adentro; también nos demoramos otro
poco en darnos cuenta que la persona en cuestión aún seguía con vida, pues
trataba de desembarazarse de su cinturón de seguridad y salir de ahí lo más
rápido que podía, como si temiera que el auto estallara de un momento a otro
como en las películas o algo así.
Miré al Juan y al Mauro y vi sus bocas desencajadas, tal
como debía estar la mía, sin poder creer nada de lo que estábamos presenciando.
Nos demoró un buen rato sacar el cálculo de que si el Mauro no hubiera
encendido el pito y nosotros no nos hubiéramos detenido para fumarlo con él,
probablemente habríamos seguido caminando y el auto, que después supimos había
sufrido un corte de frenos de manera súbita, nos habría dado de lleno,
aplastándonos contra la pared de la casa a nuestro lado. Habíamos eludido a la
muerte por una cuestión de segundos.
−La marihuana nos salvó –dijo el Mauro sin ser consciente
de hacerlo−. ¡La marihuana nos salvó la vida!
La señora que había gritado en primera instancia llamaba
ahora a los pacos y a Urgencias, mientras que otros vecinos intentaban sacar al
hombre desesperado de su asiento. Por nuestro lado, terminamos el pito
presenciando todo a nuestro alrededor y seguimos adelante, con la idea en mente
de consultar luego en Internet sobre los pormenores del accidente.
−Güeón, nos salvamo’ por un pelo –dijo el Mauro mientras
seguíamos avanzando calles arriba.
−Quizá el destino no’ tiene deparado una güeá buena –dijo
el Juan−. Como crear la cura para el Sida o la forma para limpiar este mundo de
todo’ lo’ políticos corruptos o una güeá por el estilo.
−Puede ser –farfullé, temblando aún por el choque y la
idea de haber estado a punto de morir−. Aunque dicen también que la hierba mala
nunca muere.
−Eso también entra dentro de las posibilidades –dijo el
Mauro.
Después nos mantuvimos callados, sintiendo el efecto de
la marihuana en nuestro interior, hasta llegar a la plaza donde habíamos
acordado juntarnos con el tipo que nos iba a vender más hierba. En un principio
temimos que el tipo se hubiera ido, aburrido de tanto esperarnos, pero como si
todo siguiera un guión estipulado con anterioridad, resultó que éste llegó al
mismo tiempo que nosotros con aire cansado y drogado.
−Sorry, cabro’ –nos dijo, haciendo un gesto de disculpa con
la cabeza−. Pero me retrasé un poquito.
−Na’, no importa, no pasa nada –dijo el Juan, sacando los
billetes para pagarle por la mercancía.
Las coincidencias y situaciones como éstas siempre me
ponían los pelos de punta; pensé en que algún día ya no habría un pito qué
fumar, que simplemente seguiríamos adelante cuando no tuviéramos nada que hacer
y ¡PUM!, un auto nos arrollaría sin ningún tipo de premeditación, acabando
inmediatamente con nuestra vida.
Pero la vida era ahora: la vida era echar marihuana en un
papelillo, enrollarlo y fumarlo para disfrutar de las nubes arremolinándose
encima nuestro, de las hojas que se balanceaban en las ramas de los árboles, de
los momentos en que creías que todo podía acabar pero seguías adelante, como si
nada hubiera pasado.