Como
la tienda de ropa americana le quedaba al paso entre el banco y su casa, Loreto
no dudó en entrar para echar un vistazo luego de haber pagado todas sus cuentas
del mes.
Haciendo un gesto con la cabeza, Loreto saludó a la
joven que atendía el local y se sumergió entre los colgadores llenos de prendas
de vestir con cierta ansiedad. Al principio encontró dos poleras de su talla
que le gustaron un montón, pero juzgando a partir del clima invernal que
comenzaba a asentarse en la región, optó por invertir su dinero en algo mucho
más útil como un polerón o una chaqueta bien acolchada.
Transcurridos unos minutos, la joven llegó a tener dos
polerones y tres chaquetas entre sus manos; estaba tentada de comprarlo todo,
pero a raíz de un percance económico ocurrido unos cuantos meses atrás, Loreto
aprendió a no gastar más dinero del presupuestado sin antes haber sacado
cuentas en casa. Por lo mismo tomó ambos polerones seleccionados, dejando las
tres chaquetas atrás, y los llevó hasta la joven que atendía. Luego de
pagarlos, recibir la boleta y dar un paso fuera de la tienda, sintiendo la
temperatura un poco más baja que cuando entró al local, pensó que lo mejor sería
ponerse uno de los polerones por sobre el delgado chaleco que ya llevaba
encima. Loreto se acomodó su prenda nueva, un polerón ancho y mullido con el
nombre de una universidad gringa estampado en la espalda, y continuó avanzando
por la calle en dirección a su casa.
Después de caminar unas cuantas cuadras y ver a un
gato siamés acomodado en el jardín de una casa a su izquierda, a Loreto se le
ocurrió que le era más conveniente pasar primero por el supermercado a comprar
comida para su mascota, que ir directamente a su hogar: de esa manera no
tendría que volver a salir del cálido ambiente de ésta hasta el día siguiente…,
a menos, claro, que una emergencia la obligara a hacerlo. La joven iba con eso
en mente, revolviendo sus manos dentro de los bolsillos de su polerón para
abrigarlas, cuando una de éstas, la derecha, se encontró con algo duro que en
un comienzo no logró identificar. Loreto pensó que el objeto estaba ahí, junto
a su mano, pero una examinación más concienzuda le hizo caer en la cuenta que
éste se hallaba en el interior de la prenda, entre los géneros que la
conformaban; de seguro había llegado ahí por medio de un hoyo abierto en algún
lugar del polerón. La joven estuvo a punto de ponerse a reír al respecto: le
parecía gracioso que su antiguo dueño hubiera olvidado algo en su interior, un
objeto común y corriente que eventualmente podría serle útil. Por lo mismo, y
sin quitar la sonrisa de su rostro, Loreto empezó a jugar con el objeto de su
bolsillo con el fin de concluir qué era este realmente antes de tenerlo frente
a sus ojos.
No se trataba de una moneda, pues el objeto era mucho
más grande y ancho que una de ellas; tampoco era un listón para el pelo por su
consistencia, ni una batería pequeña o un juguete diminuto. De todas las cosas
que pudieron ser y que pasaron por su cabeza, Loreto las fue descartando una
tras otra al darse cuenta que la cosa en su bolsillo era irregularmente
cilíndrica, de unos ocho o diez centímetros de alto y con una marcada
protuberancia con forma lineal que le rodeaba casi por la mitad. Detenida
frente a un semáforo que acababa de dar rojo, y con la curiosidad picándole
cada vez más fuerte por dentro, la joven concluyó que lo que había en su
polerón no era otra cosa más que un lápiz labial que su antigua dueña
seguramente había dado por perdido.
Loreto creyó que quitarse el polerón para buscar el
boquete por el cual había ingresado el objeto perdido y luego extraerlo por ahí
mismo, en plena calle, sería un acto muy mal visto por los demás transeúntes;
pero tampoco se creía capaz de aguantar las ansías de saber su verdadera
identidad hasta llegar a casa, por lo que decidió darse un receso en esa
esquina con el fin de saber de qué se trataba éste de una vez por todas.
La joven hizo el ademán de quitarse el polerón para
revisarlo cuando algo cayó a su lado, un objeto pequeño, cilíndrico y pálido.
Loreto se sintió un tanto confundida, pues pensaba encontrarse con un lápiz
labial o algún cosmético por el estilo; pero haciendo a un lado la suave
sensación de hastío y extrañeza por no haber acertado a la identidad del
objeto, la joven se agachó para recogerlo y se percató que éste estaba frío
como la cera. Entonces cayó en la cuenta que el objeto estaba lejos de ser un
cosmético o un juguete como había pensado en un comienzo: lo que tenía al
frente, entre sus manos, frío, pálido e irregularmente cilíndrico, no era otra
cosa más que un dedo finamente cortado con un anillo nupcial engarzado. De ahí
que sintiera Loreto una protuberancia lineal rodeando todo el objeto. Era el
dedo cortado de alguien, y era tan real como el asco, el miedo y la parálisis
que la joven sentía correr por todo su cuerpo. Negó involuntariamente con la
cabeza y sintió deseos de gritar mientras se incorporaba costosamente, pero su
voz parecía no querer responderle, al igual que sus manos que no soltaban el
dedo con su anillo engarzado por nada del mundo.
Fue el codazo involuntario de una persona que pasó a
su lado el que la hizo reaccionar y percatarse que el semáforo para peatones
volvía a estar en verde. Loreto miró a todos lados con aire paranoico y cruzó
la calle con la cabeza gacha, como si temiera ser reconocida por alguien.
El trayecto restante a casa lo hizo casi trotando:
sentía que el cuerpo se le había enfriado, en parte por culpa del miedo, así
como por las terribles ganas de volver a sentirse segura en su hogar. De vez en
cuando miraba por sobre su hombro para confirmar si alguien le seguía, pero
sólo conseguía confirmar que no estaba haciendo otra cosa que perder los
estribos. Al siguiente semáforo en rojo se detuvo y respiró hondo, tratando de
bajar las aceleradas revoluciones de su cuerpo; no podía seguir dejándose
llevar por el impulso del momento como una loca: ya tendría tiempo para
serenarse y responder (o al menos tratar de responder) todas las interrogantes
que significaba el hallazgo que acababa de hacer en su nueva prenda de vestir.
Sin embargo, apenas Loreto llegó a su casa, su gata
carey le recordó con fuertes maullidos que había olvidado comprar comida para
ella. Loreto se dio un fuerte golpe en la cara, frustrada, y procurando entrar
en calma, se dirigió a la cocina ante los heridos gruñidos de Mary
Elizabeth. Estaba decidida a no volver a salir a la calle a no ser que
fuera realmente necesario, por lo que rebuscó en los estantes más bajos de la
cocina algún paquete de comida con restos capaces de apaciguar el hambre de su
mascota hasta el día siguiente, cuando no hiciera tanto frío y estuviera mucho
más animosa.
Por fortuna, Loreto encontró una porción razonable de
comida para su gata en el último paquete que le había comprado.
−De la que me he salvado –dijo antes de detenerse y
percatarse que estaba demostrando un miedo irracional que esa tarde, antes de
salir a pagar sus cuentas, no existía en su interior. Así recordó el dedo con
el anillo engarzado y sintió un fuerte escalofrío recorrerle la espalda.
El bufido grave de Mary Elizabeth hizo que
Loreto diera un respingo y comenzara a verter en su pocillo lo que quedaba de
comida del paquete.
−Está bien, no te enojes. Mañana tendrás más.
Pero su gata intentó darle un violento zarpazo como
por toda respuesta.
−¡Hey, no te pongas idiota, gata de mierda! –le espetó
Loreto, sintiéndose algo ofendida por su actitud. Intentó acercarse para
acariciarla, mas su gata estaba imposible.
Obviándola, y pensando que tenía mejores cosas que
hacer, Loreto hirvió un poco de agua y se preparó un té con miel y un par de
sándwiches tostados de queso con el pan que le había sobrado del desayuno. Así,
con su frugal comida preparada, se dirigió a su cuarto para recostarse en su
cama y seguir viendo películas y series por Internet como el día anterior.
Estaba desvistiéndose luego de haber guardado el otro
polerón que había comprado en la tienda, cuando Loreto volvió a reconocer el
objeto en su bolsillo, palideciendo al instante. “¡Pero si estoy segura de
haberlo botado!”, pensó mientras sentía formarse un nudo en su estómago; dio un
paso atrás, alejándose de la silla donde dejó el polerón que llevaba puesto, y
trató de recordar qué había hecho con el dedo al momento de haberlo
descubierto. Sabía que lo había tomado con sus manos, confirmando la macabra
sospecha que éste era tan real como sus propias extremidades, pero luego
alguien le había golpeado casualmente, pidiéndole perdón, y después había
continuado con los pasos hasta su casa. Mas, ¿habían sucedido así las cosas
exactamente? ¡No lo recordaba, no podía recordarlo!
La joven se quedó mirando el polerón por un buen rato
sin saber qué hacer. Afuera la tarde declinaba y la ausencia de luz sumía la
habitación en un suave ambiente crepuscular. Caviló sobre llamar o no a alguna
autoridad para que revelara el origen de aquel dedo: tal vez pudiera ser la
pista para llegar a la solución de algún crimen sin resolver. No obstante,
luego de darle un par de vueltas más al asunto, supo que lo mejor sería arrojar
el polerón junto al dedo y su anillo a la basura, sin remordimientos, y dejar
que el tiempo hiciera lo suyo para que se le olvidara aquella situación de una
vez por todas. Si otra persona encontraba el dedo y decidía averiguar de dónde
provenía, era ya asunto suyo, no de ella.
Loreto tomó el polerón con la punta de sus dedos y lo
arrojó dentro del basurero del baño. Acto seguido, cerró la bolsa haciéndole un
fuerte nudo en la punta y la llevó hasta el antejardín, donde su gata la siguió
para continuar fastidiándole, esta vez tratando de romper la basura con sus
filudas garras.
−Por favor, no molestes más, Elizabeth.
La joven se sintió de repente cansada y abrumada:
tenía la sensación de estar escondiendo un cadáver, de estar haciendo algo
completamente fuera de sus límites. Su corazón no dejó de latir angustiado
hasta que dejó la bolsa en el tacho de basura grande del antejardín y volvió a
entrar en casa. Iba a cerrar la puerta de entrada cuando se percató que su gata
seguía gruñéndole al basurero donde acababa de echar la bolsa. Loreto sintió un
fuerte acceso de duda al respecto, pero luego de pensar que ya había tenido
bastante por un solo día, decidió tomar a su gata (que intentó rasguñarla
apenas la tocó) y guarecerse en su cuarto para descansar un poco, quizá dormir
hasta el otro día.
Su té ahora estaba más frío, y sus sándwiches tostados
volvieron a estar tan duros como lo estuvieron antes que decidiera comerlos.
Por lo mismo los dejó a un lado, sin mucho ánimo, y se puso el piyama para
acostarse a ver tele por un rato. No bastó mucho zapping o devaneo de sesos
para concluir que estaba muerta de sueño y que prefería dormir (aunque ni
siquiera fueran las ocho de la noche) frente a cualquiera otra cosa.
Loreto ni siquiera se percató cuando ya estaba sumida
en un sueño profundo y denso. Fue como si no hubiera existido un corte, un
punto aparte, y ella volviera a encontrarse de pie frente al espejo del baño,
con un traje de novia blanco encima, bien maquillada y peinada para una ocasión
importante. Tenía la sensación de estar a punto de concretar algo
transcendental, de dar un paso importante en su vida. Se miró más de cerca en
el cristal y notó que sus ojos habían cambiado de color: ahora eran claros, no
castaños como los suyos. Su pelo también tenía otro tono, y estaba mucho más
corto que antes. Sus pómulos anchos se habían esculpido un poco, dándole un
aire más avejentado pero refinado. Se echó atrás para volver a verse de cuerpo
completo y comprobó, horrorizada, que ese cuerpo no le pertenecía: debía haber
envejecido unos diez años en menos de un minuto.
Alguien golpeó la puerta del baño con aire presuroso.
−Hey, Amalia, debes salir –dijo un hombre del otro
lado−. Ya es hora.
Loreto sintió el pánico anidar en su pecho. Observó a
todos lados, buscando una salida (porque tenía que encontrarla, y pronto), pero
sólo dio con la estrecha ventana colindando con la ducha, por la cual,
naturalmente, no cabía.
El hombre del otro lado volvió a golpear la puerta,
esta vez de manera mucho más impaciente.
−¿Amalia, estás ahí? Por favor, sale, Roberto se está
poniendo un poco molesto.
A Loreto el nombre de Roberto le parecía familiar, y
no porque fuera uno común y corriente dentro de su entorno, sino porque tenía
plena consciencia de conocer al Roberto que acababan de mencionarle, y porque
sintió una fuerte punzada de miedo al oírlo.
De repente quiso despertar y salir de ahí, huir del
cuerpo en el que se encontraba atrapada y volver al suyo, en su cuarto, a un
par de metros del baño donde se hallaba.
Pero su cuerpo cedió sin poder dominarlo y se encontró
del otro lado de la puerta con un hombre vestido de gala y con un pasillo
totalmente diferente del de su casa. El hombre le sonrió con frialdad y le tomó
del brazo, conduciéndola entre personas elegantes que le hacían un leve gesto
con la cabeza a modo de saludo. Loreto no reconoció ninguno de los rostros ahí
presentes, haciéndole sentir muy incómoda. No había nadie familiar, ninguna
cara conocida, y eso le producía un terror cada vez más incontrolable.
El hombre la llevó por un amplio vestíbulo con
lámparas de araña colgando del techo, hizo que atravesara un último pasillo
hacia la izquierda y que entrara a una sala espaciosa lleno de gente bien
vestida que parecía estarle esperando, formando un pasaje hasta el fondo donde
le esperaba (sabía que le esperaba a ella) un tipo de pelo corto bien peinado,
oscuras cejas prominentes y un rictus que le heló la sangre.
La cabeza le daba vueltas mientras escuchaba a alguien
vestido de túnica oscura pronunciar unas cuantas oraciones sin sentido. El
hombre a su lado, que debía rondar los cincuenta años, no dejaba de mirarla con
sus ojos estremecedoramente oscuros, como si quisiera tener lo mejor de ella en
ese momento, engullirla, destriparla…
El cuerpo le temblaba, pero seguía sin responderle. De
pronto todos prorrumpieron en aplausos y sintió que alguien le tomaba la mano
izquierda entre la bruma que se había transformado su vista. Miró al frente y
vio borrosamente cómo el hombre a su lado le engarzaba un anillo nupcial en el
dedo sin dejar de sonreír triunfal. El corazón se le paralizó y supo con pánico
que ya no había vuelta atrás: el rito estaba sellado.
A su alrededor todo era luces, risas y gritos
achispados. Su cabeza continuaba dándole vueltas aceleradamente, y Loreto no
quería otra cosa más que salir de ahí. De repente todo se había vuelto muy
real, demasiado real, y ella quería escapar de todo. Intentó correr, mas sus
pies tropezaron y terminó por caer de bruces.
La despertó el incesante golpeteo de su gata desde el
otro lado de su habitación, como si estuviera muerta de hambre. Su habitación
se encontraba sumida ahora en la fina oscuridad previa al amanecer. Loreto
alcanzó a reconocer su propio territorio antes de asomarse a un lado de la cama
y vomitar sobre su alfombra.
Los oídos le retumbaban, su corazón intentaba volver a
latir con normalidad. El sueño había sido tan real, que Loreto despertó
completamente angustiada y desorientada. Sin importarle la desgracia que había
hecho con su alfombra comprada hacía tan poco, Loreto se recostó e hizo caso
omiso de los llamados desesperados de Mary Elizabeth; en vez de eso
esperó que sus ojos se acostumbraran a la oscuridad y repasó los últimos
detalles de su sueño.
Pasado un rato, y tras recordar el suceso del día
anterior, concluyó que todo se debía, primordialmente, al efecto que había
producido el hallazgo dentro de su polerón.
Respiró hondo, tratando de mantener la calma, y
encendió la luz de su mesita de noche con el fin de ver el estrago que había
provocado al vomitar el piso. Sin embargo, un inquietante brillo en su mano le
robó la atención, inundándola de miedo. Al comienzo tuvo que tocarlo, sentirlo
frío rodeando su dedo para comprobar que realmente se encontraba ahí, engarzado
a ella.
Loreto tuvo deseos de echarlo todo afuera de nuevo, de
ponerse a gritar ahí mismo. Quizá continuara soñando, un sueño dentro de otro
sueño, pero era inevitable: lo real estaba ahí, en su cuarto, con ella, y era
como una maldición que no deja de transmitirse de una persona a otra, no
importaba si necesitara de algo tan simple como un polerón usado para extender
su poder.
Su gata carey seguía gruñendo y maullando del otro
lado del cuarto como si quisiera auxiliarla, salvarle, advertirle que había
cargado con un mal, un odio, una rabia inmensa que llevaba años acumulándose en
un solo núcleo, en un punto indescriptible de la realidad. Pero era ya
demasiado tarde: Loreto comprendió por qué la mujer del sueño entonces había
amputado su propio dedo para luego perderlo y olvidarse del anillo que portaba.
Había querido erradicar un daño, tenía que hacerlo, pero existían males que
perduraban por años y no había forma de exterminarlos.
Pero tal vez pudiera ganar algo más de tiempo, poder salvar su propia
existencia y quizá también la de otro, de terminar con la maldición de una vez
por todas. Entonces pensó en el filudo y eficaz cuchillo que colgaba de la
pared de su cocina. Sí, con toda seguridad eso ayudaría. Al menos de
momento.