Cuento #94: El objeto perdido


Como la tienda de ropa americana le quedaba al paso entre el banco y su casa, Loreto no dudó en entrar para echar un vistazo luego de haber pagado todas sus cuentas del mes.
Haciendo un gesto con la cabeza, Loreto saludó a la joven que atendía el local y se sumergió entre los colgadores llenos de prendas de vestir con cierta ansiedad. Al principio encontró dos poleras de su talla que le gustaron un montón, pero juzgando a partir del clima invernal que comenzaba a asentarse en la región, optó por invertir su dinero en algo mucho más útil como un polerón o una chaqueta bien acolchada.
Transcurridos unos minutos, la joven llegó a tener dos polerones y tres chaquetas entre sus manos; estaba tentada de comprarlo todo, pero a raíz de un percance económico ocurrido unos cuantos meses atrás, Loreto aprendió a no gastar más dinero del presupuestado sin antes haber sacado cuentas en casa. Por lo mismo tomó ambos polerones seleccionados, dejando las tres chaquetas atrás, y los llevó hasta la joven que atendía. Luego de pagarlos, recibir la boleta y dar un paso fuera de la tienda, sintiendo la temperatura un poco más baja que cuando entró al local, pensó que lo mejor sería ponerse uno de los polerones por sobre el delgado chaleco que ya llevaba encima. Loreto se acomodó su prenda nueva, un polerón ancho y mullido con el nombre de una universidad gringa estampado en la espalda, y continuó avanzando por la calle en dirección a su casa.
Después de caminar unas cuantas cuadras y ver a un gato siamés acomodado en el jardín de una casa a su izquierda, a Loreto se le ocurrió que le era más conveniente pasar primero por el supermercado a comprar comida para su mascota, que ir directamente a su hogar: de esa manera no tendría que volver a salir del cálido ambiente de ésta hasta el día siguiente…, a menos, claro, que una emergencia la obligara a hacerlo. La joven iba con eso en mente, revolviendo sus manos dentro de los bolsillos de su polerón para abrigarlas, cuando una de éstas, la derecha, se encontró con algo duro que en un comienzo no logró identificar. Loreto pensó que el objeto estaba ahí, junto a su mano, pero una examinación más concienzuda le hizo caer en la cuenta que éste se hallaba en el interior de la prenda, entre los géneros que la conformaban; de seguro había llegado ahí por medio de un hoyo abierto en algún lugar del polerón. La joven estuvo a punto de ponerse a reír al respecto: le parecía gracioso que su antiguo dueño hubiera olvidado algo en su interior, un objeto común y corriente que eventualmente podría serle útil. Por lo mismo, y sin quitar la sonrisa de su rostro, Loreto empezó a jugar con el objeto de su bolsillo con el fin de concluir qué era este realmente antes de tenerlo frente a sus ojos.
No se trataba de una moneda, pues el objeto era mucho más grande y ancho que una de ellas; tampoco era un listón para el pelo por su consistencia, ni una batería pequeña o un juguete diminuto. De todas las cosas que pudieron ser y que pasaron por su cabeza, Loreto las fue descartando una tras otra al darse cuenta que la cosa en su bolsillo era irregularmente cilíndrica, de unos ocho o diez centímetros de alto y con una marcada protuberancia con forma lineal que le rodeaba casi por la mitad. Detenida frente a un semáforo que acababa de dar rojo, y con la curiosidad picándole cada vez más fuerte por dentro, la joven concluyó que lo que había en su polerón no era otra cosa más que un lápiz labial que su antigua dueña seguramente había dado por perdido.
Loreto creyó que quitarse el polerón para buscar el boquete por el cual había ingresado el objeto perdido y luego extraerlo por ahí mismo, en plena calle, sería un acto muy mal visto por los demás transeúntes; pero tampoco se creía capaz de aguantar las ansías de saber su verdadera identidad hasta llegar a casa, por lo que decidió darse un receso en esa esquina con el fin de saber de qué se trataba éste de una vez por todas.
La joven hizo el ademán de quitarse el polerón para revisarlo cuando algo cayó a su lado, un objeto pequeño, cilíndrico y pálido. Loreto se sintió un tanto confundida, pues pensaba encontrarse con un lápiz labial o algún cosmético por el estilo; pero haciendo a un lado la suave sensación de hastío y extrañeza por no haber acertado a la identidad del objeto, la joven se agachó para recogerlo y se percató que éste estaba frío como la cera. Entonces cayó en la cuenta que el objeto estaba lejos de ser un cosmético o un juguete como había pensado en un comienzo: lo que tenía al frente, entre sus manos, frío, pálido e irregularmente cilíndrico, no era otra cosa más que un dedo finamente cortado con un anillo nupcial engarzado. De ahí que sintiera Loreto una protuberancia lineal rodeando todo el objeto. Era el dedo cortado de alguien, y era tan real como el asco, el miedo y la parálisis que la joven sentía correr por todo su cuerpo. Negó involuntariamente con la cabeza y sintió deseos de gritar mientras se incorporaba costosamente, pero su voz parecía no querer responderle, al igual que sus manos que no soltaban el dedo con su anillo engarzado por nada del mundo.
Fue el codazo involuntario de una persona que pasó a su lado el que la hizo reaccionar y percatarse que el semáforo para peatones volvía a estar en verde. Loreto miró a todos lados con aire paranoico y cruzó la calle con la cabeza gacha, como si temiera ser reconocida por alguien.
El trayecto restante a casa lo hizo casi trotando: sentía que el cuerpo se le había enfriado, en parte por culpa del miedo, así como por las terribles ganas de volver a sentirse segura en su hogar. De vez en cuando miraba por sobre su hombro para confirmar si alguien le seguía, pero sólo conseguía confirmar que no estaba haciendo otra cosa que perder los estribos. Al siguiente semáforo en rojo se detuvo y respiró hondo, tratando de bajar las aceleradas revoluciones de su cuerpo; no podía seguir dejándose llevar por el impulso del momento como una loca: ya tendría tiempo para serenarse y responder (o al menos tratar de responder) todas las interrogantes que significaba el hallazgo que acababa de hacer en su nueva prenda de vestir.
Sin embargo, apenas Loreto llegó a su casa, su gata carey le recordó con fuertes maullidos que había olvidado comprar comida para ella. Loreto se dio un fuerte golpe en la cara, frustrada, y procurando entrar en calma, se dirigió a la cocina ante los heridos gruñidos de Mary Elizabeth. Estaba decidida a no volver a salir a la calle a no ser que fuera realmente necesario, por lo que rebuscó en los estantes más bajos de la cocina algún paquete de comida con restos capaces de apaciguar el hambre de su mascota hasta el día siguiente, cuando no hiciera tanto frío y estuviera mucho más animosa.
Por fortuna, Loreto encontró una porción razonable de comida para su gata en el último paquete que le había comprado.
−De la que me he salvado –dijo antes de detenerse y percatarse que estaba demostrando un miedo irracional que esa tarde, antes de salir a pagar sus cuentas, no existía en su interior. Así recordó el dedo con el anillo engarzado y sintió un fuerte escalofrío recorrerle la espalda.
El bufido grave de Mary Elizabeth hizo que Loreto diera un respingo y comenzara a verter en su pocillo lo que quedaba de comida del paquete.
−Está bien, no te enojes. Mañana tendrás más.
Pero su gata intentó darle un violento zarpazo como por toda respuesta.
−¡Hey, no te pongas idiota, gata de mierda! –le espetó Loreto, sintiéndose algo ofendida por su actitud. Intentó acercarse para acariciarla, mas su gata estaba imposible.
Obviándola, y pensando que tenía mejores cosas que hacer, Loreto hirvió un poco de agua y se preparó un té con miel y un par de sándwiches tostados de queso con el pan que le había sobrado del desayuno. Así, con su frugal comida preparada, se dirigió a su cuarto para recostarse en su cama y seguir viendo películas y series por Internet como el día anterior.
Estaba desvistiéndose luego de haber guardado el otro polerón que había comprado en la tienda, cuando Loreto volvió a reconocer el objeto en su bolsillo, palideciendo al instante. “¡Pero si estoy segura de haberlo botado!”, pensó mientras sentía formarse un nudo en su estómago; dio un paso atrás, alejándose de la silla donde dejó el polerón que llevaba puesto, y trató de recordar qué había hecho con el dedo al momento de haberlo descubierto. Sabía que lo había tomado con sus manos, confirmando la macabra sospecha que éste era tan real como sus propias extremidades, pero luego alguien le había golpeado casualmente, pidiéndole perdón, y después había continuado con los pasos hasta su casa. Mas, ¿habían sucedido así las cosas exactamente? ¡No lo recordaba, no podía recordarlo!
La joven se quedó mirando el polerón por un buen rato sin saber qué hacer. Afuera la tarde declinaba y la ausencia de luz sumía la habitación en un suave ambiente crepuscular. Caviló sobre llamar o no a alguna autoridad para que revelara el origen de aquel dedo: tal vez pudiera ser la pista para llegar a la solución de algún crimen sin resolver. No obstante, luego de darle un par de vueltas más al asunto, supo que lo mejor sería arrojar el polerón junto al dedo y su anillo a la basura, sin remordimientos, y dejar que el tiempo hiciera lo suyo para que se le olvidara aquella situación de una vez por todas. Si otra persona encontraba el dedo y decidía averiguar de dónde provenía, era ya asunto suyo, no de ella.
Loreto tomó el polerón con la punta de sus dedos y lo arrojó dentro del basurero del baño. Acto seguido, cerró la bolsa haciéndole un fuerte nudo en la punta y la llevó hasta el antejardín, donde su gata la siguió para continuar fastidiándole, esta vez tratando de romper la basura con sus filudas garras.
−Por favor, no molestes más, Elizabeth.
La joven se sintió de repente cansada y abrumada: tenía la sensación de estar escondiendo un cadáver, de estar haciendo algo completamente fuera de sus límites. Su corazón no dejó de latir angustiado hasta que dejó la bolsa en el tacho de basura grande del antejardín y volvió a entrar en casa. Iba a cerrar la puerta de entrada cuando se percató que su gata seguía gruñéndole al basurero donde acababa de echar la bolsa. Loreto sintió un fuerte acceso de duda al respecto, pero luego de pensar que ya había tenido bastante por un solo día, decidió tomar a su gata (que intentó rasguñarla apenas la tocó) y guarecerse en su cuarto para descansar un poco, quizá dormir hasta el otro día.
Su té ahora estaba más frío, y sus sándwiches tostados volvieron a estar tan duros como lo estuvieron antes que decidiera comerlos. Por lo mismo los dejó a un lado, sin mucho ánimo, y se puso el piyama para acostarse a ver tele por un rato. No bastó mucho zapping o devaneo de sesos para concluir que estaba muerta de sueño y que prefería dormir (aunque ni siquiera fueran las ocho de la noche) frente a cualquiera otra cosa.
Loreto ni siquiera se percató cuando ya estaba sumida en un sueño profundo y denso. Fue como si no hubiera existido un corte, un punto aparte, y ella volviera a encontrarse de pie frente al espejo del baño, con un traje de novia blanco encima, bien maquillada y peinada para una ocasión importante. Tenía la sensación de estar a punto de concretar algo transcendental, de dar un paso importante en su vida. Se miró más de cerca en el cristal y notó que sus ojos habían cambiado de color: ahora eran claros, no castaños como los suyos. Su pelo también tenía otro tono, y estaba mucho más corto que antes. Sus pómulos anchos se habían esculpido un poco, dándole un aire más avejentado pero refinado. Se echó atrás para volver a verse de cuerpo completo y comprobó, horrorizada, que ese cuerpo no le pertenecía: debía haber envejecido unos diez años en menos de un minuto.
Alguien golpeó la puerta del baño con aire presuroso.
−Hey, Amalia, debes salir –dijo un hombre del otro lado−. Ya es hora.
Loreto sintió el pánico anidar en su pecho. Observó a todos lados, buscando una salida (porque tenía que encontrarla, y pronto), pero sólo dio con la estrecha ventana colindando con la ducha, por la cual, naturalmente, no cabía.
El hombre del otro lado volvió a golpear la puerta, esta vez de manera mucho más impaciente.
−¿Amalia, estás ahí? Por favor, sale, Roberto se está poniendo un poco molesto.
A Loreto el nombre de Roberto le parecía familiar, y no porque fuera uno común y corriente dentro de su entorno, sino porque tenía plena consciencia de conocer al Roberto que acababan de mencionarle, y porque sintió una fuerte punzada de miedo al oírlo.
De repente quiso despertar y salir de ahí, huir del cuerpo en el que se encontraba atrapada y volver al suyo, en su cuarto, a un par de metros del baño donde se hallaba.
Pero su cuerpo cedió sin poder dominarlo y se encontró del otro lado de la puerta con un hombre vestido de gala y con un pasillo totalmente diferente del de su casa. El hombre le sonrió con frialdad y le tomó del brazo, conduciéndola entre personas elegantes que le hacían un leve gesto con la cabeza a modo de saludo. Loreto no reconoció ninguno de los rostros ahí presentes, haciéndole sentir muy incómoda. No había nadie familiar, ninguna cara conocida, y eso le producía un terror cada vez más incontrolable.
El hombre la llevó por un amplio vestíbulo con lámparas de araña colgando del techo, hizo que atravesara un último pasillo hacia la izquierda y que entrara a una sala espaciosa lleno de gente bien vestida que parecía estarle esperando, formando un pasaje hasta el fondo donde le esperaba (sabía que le esperaba a ella) un tipo de pelo corto bien peinado, oscuras cejas prominentes y un rictus que le heló la sangre.
La cabeza le daba vueltas mientras escuchaba a alguien vestido de túnica oscura pronunciar unas cuantas oraciones sin sentido. El hombre a su lado, que debía rondar los cincuenta años, no dejaba de mirarla con sus ojos estremecedoramente oscuros, como si quisiera tener lo mejor de ella en ese momento, engullirla, destriparla
El cuerpo le temblaba, pero seguía sin responderle. De pronto todos prorrumpieron en aplausos y sintió que alguien le tomaba la mano izquierda entre la bruma que se había transformado su vista. Miró al frente y vio borrosamente cómo el hombre a su lado le engarzaba un anillo nupcial en el dedo sin dejar de sonreír triunfal. El corazón se le paralizó y supo con pánico que ya no había vuelta atrás: el rito estaba sellado.
A su alrededor todo era luces, risas y gritos achispados. Su cabeza continuaba dándole vueltas aceleradamente, y Loreto no quería otra cosa más que salir de ahí. De repente todo se había vuelto muy real, demasiado real, y ella quería escapar de todo. Intentó correr, mas sus pies tropezaron y terminó por caer de bruces.
La despertó el incesante golpeteo de su gata desde el otro lado de su habitación, como si estuviera muerta de hambre. Su habitación se encontraba sumida ahora en la fina oscuridad previa al amanecer. Loreto alcanzó a reconocer su propio territorio antes de asomarse a un lado de la cama y vomitar sobre su alfombra.
Los oídos le retumbaban, su corazón intentaba volver a latir con normalidad. El sueño había sido tan real, que Loreto despertó completamente angustiada y desorientada. Sin importarle la desgracia que había hecho con su alfombra comprada hacía tan poco, Loreto se recostó e hizo caso omiso de los llamados desesperados de Mary Elizabeth; en vez de eso esperó que sus ojos se acostumbraran a la oscuridad y repasó los últimos detalles de su sueño.
Pasado un rato, y tras recordar el suceso del día anterior, concluyó que todo se debía, primordialmente, al efecto que había producido el hallazgo dentro de su polerón.
Respiró hondo, tratando de mantener la calma, y encendió la luz de su mesita de noche con el fin de ver el estrago que había provocado al vomitar el piso. Sin embargo, un inquietante brillo en su mano le robó la atención, inundándola de miedo. Al comienzo tuvo que tocarlo, sentirlo frío rodeando su dedo para comprobar que realmente se encontraba ahí, engarzado a ella.
Loreto tuvo deseos de echarlo todo afuera de nuevo, de ponerse a gritar ahí mismo. Quizá continuara soñando, un sueño dentro de otro sueño, pero era inevitable: lo real estaba ahí, en su cuarto, con ella, y era como una maldición que no deja de transmitirse de una persona a otra, no importaba si necesitara de algo tan simple como un polerón usado para extender su poder.
Su gata carey seguía gruñendo y maullando del otro lado del cuarto como si quisiera auxiliarla, salvarle, advertirle que había cargado con un mal, un odio, una rabia inmensa que llevaba años acumulándose en un solo núcleo, en un punto indescriptible de la realidad. Pero era ya demasiado tarde: Loreto comprendió por qué la mujer del sueño entonces había amputado su propio dedo para luego perderlo y olvidarse del anillo que portaba. Había querido erradicar un daño, tenía que hacerlo, pero existían males que perduraban por años y no había forma de exterminarlos.
            Pero tal vez pudiera ganar algo más de tiempo, poder salvar su propia existencia y quizá también la de otro, de terminar con la maldición de una vez por todas. Entonces pensó en el filudo y eficaz cuchillo que colgaba de la pared de su cocina. Sí, con toda seguridad eso ayudaría. Al menos de momento.