−¡Oye,
qué haces! ¡Por qué arrojaste ese papel al piso!
Eduardo observó cómo el papel que
acababa de botar al suelo era arrastrado por el viento sin inmutarse.
−Estoy generando trabajos para los
pobres –dijo éste, haciendo un gesto de indiferencia−. Si no fuera por la
basura desperdigada por ahí, seguro no buscarían barrenderos para limpiarlo
todo. Así que ya ves –añadió, con tono pomposo−: estoy generando oportunidades
para este país en decadencia.
Jorge, que lo miraba con el ceño
fruncido, sintió que su odio hacia Eduardo crecía como la espuma. Y eso era
mucho decir, porque hasta unos segundos antes, sentía que su animadversión
hacia él no podía ser ya más grande. Pero ahora lo era.
No obstante, en vez de decirle algo
punzante, Jorge prefirió callarse y seguir avanzando junto a sus demás
compañeros de carrera, con aquellos que le caían mejor que ese maldito estúpido
de Eduardo. Sólo esperaba que éste no se acercara a ellos para hacer sus
típicos y egocéntricos comentarios sobre lo genial y maravilloso que era.
Estaba de más decir que no era el único que lo odiaba de entre los presentes.
Los estudiantes entraron en el museo
siguiendo a la profesora de la asignatura, quien se detuvo un rato para hablar
con el guardia de la recepción y explicarle la razón de su visita. Una vez
acabó, se dirigió a sus alumnos para hacerles un breve resumen de la historia
del recinto en el que se encontraban.
Jorge podía escuchar el incesante y molesto murmullo
de Eduardo hablándole a dos compañeros de carrera unos cuantos metros más
atrás; no le costó imaginarse las expresiones de fastidio pintadas en sus
rostros, manoseando firmemente la idea de hacer callar a aquel imbécil para
poder escuchar toda la información que entregaba la profesora, la misma que con
toda seguridad entraría en la prueba escrita de la próxima semana.
Alguien rechistó pidiendo un poco de silencio
y respeto por la profesora, pero Eduardo, como era de esperar, no se calló
hasta que ésta les señaló a sus estudiantes que la siguieran y prestaran
atención a todos los comentarios que hacía respecto de las obras y antigüedades
que iban a examinar a continuación.
−Esto es pura basura –escuchó Jorge
que le decía Eduardo a una de sus compañeras−. Esto no es nada más que basura.
Pero la joven, en vez de responderle,
lo miró con un dejo de asco y se largó de su lado, dejándolo solo.
El grupo se detuvo un rato en la lóbrega
sala contigua para analizar una gran exposición de óleos de naturaleza muerta
que databa del período de la colonia. La profesora les explicó que aquello fue
fundamental para la gente de aquellos tiempos, puesto que estas obras
entregaban claros mensajes para quienes carecían de la capacidad para descifrar
las palabras y los misterios que encerraba el conocimiento.
−Ahora si me siguen –continuó la
profesora, avanzando hacia la siguiente sala−, podremos ver un montón de
objetos requisados de esta misma época. Objetos requisados por los españoles
–agregó con un tono misterioso−. Objetos que se creían malditos y cargados de
energía oscura.
La habitación contigua estaba llena
de muestrarios acristalados con un montón de objetos rudimentarios de la época
en su interior: relojes de bolsillos, peines con unos cuantos dientes menos, un
cáliz desteñido por el tiempo, relicarios, vasos de cristal, etcétera. Todos
parecían haber sido arrancados de casas poco acomodadas, a juzgar por la poca
dedicación que ofrecían sus detalles.
−Por un par de años –prosiguió la
profesora− los españoles creyeron que todos estos artículos les permitían a sus
propietarios adquirir ciertos poderes fuera de lo normal. Sí, ríanse, pero eso
es lo que pensaban los hombres de esa época –La mujer se aclaró la garganta−.
Algunos diarios de vida de españoles de ese período declaran que las personas
que tenían estos objetos en su poder eran capaces de volar y hasta arrojar
fuego por sus manos –Un silencio expectante se apoderó de los estudiantes;
aunque, naturalmente, se podía escuchar a Eduardo hacer sus clásicos
comentarios que a nadie le importaban unas cuantas filas más atrás−. Es gracioso,
porque si de verdad estos objetos podían brindar alguna clase de poder, quizá
sus propietarios no se hubieran dejado sustraer tan fácil como lo indican los
documentos españoles. Pero bueno, la gente de hoy les da importancia por este
mismo hecho. Extraño, ¿no?
Un murmullo aprobador recorrió la
sala entera.
−Bueno, pues –dijo la profesora−.
Sigamos.
Jorge se acercó a unas teteras
metálicas que se encontraban a un costado de la sala. No tenían un cristal
encima que las protegiera como los demás objetos, pero un simple cordón de
seguridad y un mensaje de NO TOCAR indicaban que seguían siendo tan valiosos
como todo ahí dentro, a pesar de su aspecto común y destartalado.
−No sé qué le ven a estas cosas
–dijo Eduardo, posicionándose a su lado−. Son tan feas, tan toscas, tan pobres. No sé cómo los españoles
pudieron fijarse en cosas tan absurdas como éstas.
−Lo mismo podríamos decir de tu
madre con respecto a ti –le dijo Jorge, perdiendo la paciencia−. No sé qué
mierda vio adentro tuyo como para no abortarte y dejarte vivir.
−¿Perdón? –Eduardo puso cara de no
haber escuchado bien−. ¿Qué acabas de decir?
−Que eres una persona horrible, la
más odiada de todas, y que no sé por qué mierda tu mamá te dejó vivir, si eres detestable.
Eduardo lo miraba con la vista
húmeda y temblorosa; Jorge sabía (o intuía) que muy pocos realmente le habían
dicho todo lo que pensaban sobre su persona. Jorge no entendía por qué nadie se
atrevía a decirles a personas como ésta lo que pensaban al respecto de ellas; a
veces sucedía que el más odiado ni siquiera deseaba un cambio: simplemente era el
odiado, todo un arquetipo de la sociedad.
−Oh, hijo de puta –farfulló Eduardo,
bullendo de rabia−. ¡Cómo te atreves…!
Pero Jorge había previsto los
movimientos del otro joven: al intentar Eduardo de darle un derechazo en su
rostro, Jorge se hizo a un lado para esquivarlo sin muchas dificultades,
dejando a su adversario con medio cuerpo balanceándose en el aire…, hasta que
éste perdió el equilibrio y cayó de espaldas contra una de las teteras a su
espalda, arrastrando consigo el “efectivo” cordón de seguridad que prevenía
situaciones como ésas.
Entonces un estrépito metálico llenó
la estancia y sus habitaciones contiguas.
Jorge estaba a punto de decirle a
Eduardo que eso era lo que tenía por ser todo un hijo de perra, sin embargo un
creciente temblor bajo sus pies le quitó las palabras de la boca. Un destello tibio
provenía de la tetera que acababa de estrellarse contra el suelo; algo parecía
pugnar por escapar de su interior.
−¡¿Qué mierda está pasando?!
–exclamó Eduardo aún en el suelo, escapando a gatas de la brillante tetera.
La tetera se alzó en el aire, hasta
la altura de la cabeza de Jorge, y se iluminó por completo despidiendo una
voluta de humo que no demoró en transformarse en un ser con fornidas
características humanas. Parecía de verdad muy fastidiado.
−¿Qué está pasando aquí? –dijo la
voz de una mujer arrastrando las palabras. Jorge se giró para ver cómo la
profesora y todos sus compañeros tras ella observaban la escena con la boca
abierta.
−Soy Rocimento –dijo el ser,
flotando por la sala con cara de pocos amigos−. ¡Me han despertado mientras
soñaba, y eso me ha puesto de muy mal humor! Pero condiciones son condiciones
–resopló, como si odiara tener que pronunciar aquellas palabras−, y por haberme
sacado de la tetera, le puedo conceder un deseo a uno de ustedes. Cualquiera.
Jorge se percató que el ser, al
referirse a uno de ellos, lo estaba haciendo por todos los que se hallaban ahí
en la sala, incluso aquellos que no habían presenciado ninguno de los
acontecimientos previos a la revelación que tenían frente a sus ojos.
Varios farfullaron con aire
incrédulo, totalmente confundidos. Nadie sabía realmente qué estaba sucediendo
en aquella sala. Jorge, en un intento de entender la escena, se dio cuenta que
el guardia observaba al ser ingrávido desde el umbral, pálido como una vela.
−¡Yo! –se escuchó exclamar a
alguien, y Jorge sintió como si le hubieran brindado un puñetazo en el
estómago−. ¡Yo tengo un deseo! –repitió Eduardo, incorporándose con una
triunfal sonrisa en el rostro−. ¡Quiero que mi pene llegue a tocar el suelo!
La última frase reverberó por toda
la estancia, y nadie pudo creer que Eduardo, ese idiota que por desgracia
cursaba la misma asignatura de artes que ellos, lo había hecho de nuevo. Verdad
o mentira lo del único deseo que ese hombre
(¿hombre?)
estaba ofreciendo, flotando
(¿flotando?)
frente a sus expectantes ojos, Eduardo volvía a
demostrar que nunca pensaba en otra cosa que no fuera en él mismo, y eso era
detestable.
El ser de la tetera lo quedó mirando con aire
pensativo, hasta que por fin comenzó a mover sus manos en círculos, sacando
imposibles chispas de sus palmas; mientras hacía eso, dijo:
−Muy bien, chico, tendrás lo que deseas –Entonces
juntó sus manos con un sonoro chasquido y la estancia se saturó de una luz
blanca que los cegó a todos por unos cuantos segundos.
Antes que cualquiera de ellos pudiera recobrar la
visión, supieron de inmediato que algo malo había ocurrido; y no porque no
pudieran ver nada, sino porque unos agudos gritos llenos de profundo dolor lo
llenaban todo, como la alarma de una vertiginosa realidad que se avecinaba a
pasos agigantados e implacables.
−Ah, pero si eres tú –dijo la profesora al corroborar
la procedencia de los chillidos. Varios de los estudiantes balbucearon algo
parecido.
Frente a ellos tenían a un Eduardo de un metro y diez
centímetros de largo, sin piernas (cortadas limpiamente a la altura de la
cadera) y con una gran posa de sangre bajo sus muñones. Lloraba y gritaba
mirando al techo, evitando así que sus ojos tuvieran contacto directo con los
desperdicios que ahora tenía por extremidades posteriores. Jorge se fijó en que
una pequeña porción de lo que quedaba de su cuerpo se apoyaba en lo que bien
podían ser sus testículos o su pene, un pequeño bulto bajo sus manchados
pantalones al medio de sus amputaciones.
−¡Ayuda, por favor! –gritó Eduardo, desesperado−. ¡Me
estoy muriendo!
Nadie lograba entender cómo habían llegado a ese
punto, nadie lograba entender cómo Eduardo había perdido ambas piernas de
aquella forma tan fina e inclemente. Los presentes recordaban haber escuchado
que algo se caía, una tetera contra el suelo, y luego Eduardo estaba
lloriqueando sobre el piso, sin piernas y un montón de sangre bajo él.
La profesora dio un respingo, siendo consciente de que
si no procedía con urgencia, uno de sus estudiantes iba a morir de una manera
particular e inexplicable. Buscó con la mirada al guardia sólo para verlo
vomitar apoyado de la pared del otro extremo. Sacó su celular del bolso con
manos temblorosas y marcó el número de las emergencias. Demoraron un montón en
responder del otro lado.
−¡Sí, sí, tenemos una urgencia acá en el museo! –dijo
la mujer atropelladamente−. ¡Sí, aquí en la calle…!
Jorge dejó de escuchar la conversación de la profesora
y volvió su cabeza hacia Eduardo; notó que éste estaba quedándose rápidamente
sin energías y que su rostro palidecía a una velocidad peligrosa. Tuvo las
ganas de acercarse a él y decirle al oído que le parecía bueno que volviera a
colaborar con este país en decadencia, brindado nuevos elementos para que las
personas pobres pudieran trabajar en algo, como por ejemplo en limpiar su
sangre del suelo del recinto, dado el caso.
En vez de eso, se acercó a sus compañeros de carrera
para salir juntos de aquella sala, aguantando las crecientes ganas de vomitar,
y comenzar a hacer conjeturas sobre lo que realmente había sucedido ahí dentro.