Cuento #95: Creencias españolas

−¡Oye, qué haces! ¡Por qué arrojaste ese papel al piso!
            Eduardo observó cómo el papel que acababa de botar al suelo era arrastrado por el viento sin inmutarse.
            −Estoy generando trabajos para los pobres –dijo éste, haciendo un gesto de indiferencia−. Si no fuera por la basura desperdigada por ahí, seguro no buscarían barrenderos para limpiarlo todo. Así que ya ves –añadió, con tono pomposo−: estoy generando oportunidades para este país en decadencia.
            Jorge, que lo miraba con el ceño fruncido, sintió que su odio hacia Eduardo crecía como la espuma. Y eso era mucho decir, porque hasta unos segundos antes, sentía que su animadversión hacia él no podía ser ya más grande. Pero ahora lo era.
            No obstante, en vez de decirle algo punzante, Jorge prefirió callarse y seguir avanzando junto a sus demás compañeros de carrera, con aquellos que le caían mejor que ese maldito estúpido de Eduardo. Sólo esperaba que éste no se acercara a ellos para hacer sus típicos y egocéntricos comentarios sobre lo genial y maravilloso que era. Estaba de más decir que no era el único que lo odiaba de entre los presentes.
            Los estudiantes entraron en el museo siguiendo a la profesora de la asignatura, quien se detuvo un rato para hablar con el guardia de la recepción y explicarle la razón de su visita. Una vez acabó, se dirigió a sus alumnos para hacerles un breve resumen de la historia del recinto en el que se encontraban.
Jorge podía escuchar el incesante y molesto murmullo de Eduardo hablándole a dos compañeros de carrera unos cuantos metros más atrás; no le costó imaginarse las expresiones de fastidio pintadas en sus rostros, manoseando firmemente la idea de hacer callar a aquel imbécil para poder escuchar toda la información que entregaba la profesora, la misma que con toda seguridad entraría en la prueba escrita de la próxima semana.
             Alguien rechistó pidiendo un poco de silencio y respeto por la profesora, pero Eduardo, como era de esperar, no se calló hasta que ésta les señaló a sus estudiantes que la siguieran y prestaran atención a todos los comentarios que hacía respecto de las obras y antigüedades que iban a examinar a continuación.
            −Esto es pura basura –escuchó Jorge que le decía Eduardo a una de sus compañeras−. Esto no es nada más que basura.
            Pero la joven, en vez de responderle, lo miró con un dejo de asco y se largó de su lado, dejándolo solo.
            El grupo se detuvo un rato en la lóbrega sala contigua para analizar una gran exposición de óleos de naturaleza muerta que databa del período de la colonia. La profesora les explicó que aquello fue fundamental para la gente de aquellos tiempos, puesto que estas obras entregaban claros mensajes para quienes carecían de la capacidad para descifrar las palabras y los misterios que encerraba el conocimiento.
            −Ahora si me siguen –continuó la profesora, avanzando hacia la siguiente sala−, podremos ver un montón de objetos requisados de esta misma época. Objetos requisados por los españoles –agregó con un tono misterioso−. Objetos que se creían malditos y cargados de energía oscura.
            La habitación contigua estaba llena de muestrarios acristalados con un montón de objetos rudimentarios de la época en su interior: relojes de bolsillos, peines con unos cuantos dientes menos, un cáliz desteñido por el tiempo, relicarios, vasos de cristal, etcétera. Todos parecían haber sido arrancados de casas poco acomodadas, a juzgar por la poca dedicación que ofrecían sus detalles.
            −Por un par de años –prosiguió la profesora− los españoles creyeron que todos estos artículos les permitían a sus propietarios adquirir ciertos poderes fuera de lo normal. Sí, ríanse, pero eso es lo que pensaban los hombres de esa época –La mujer se aclaró la garganta−. Algunos diarios de vida de españoles de ese período declaran que las personas que tenían estos objetos en su poder eran capaces de volar y hasta arrojar fuego por sus manos –Un silencio expectante se apoderó de los estudiantes; aunque, naturalmente, se podía escuchar a Eduardo hacer sus clásicos comentarios que a nadie le importaban unas cuantas filas más atrás−. Es gracioso, porque si de verdad estos objetos podían brindar alguna clase de poder, quizá sus propietarios no se hubieran dejado sustraer tan fácil como lo indican los documentos españoles. Pero bueno, la gente de hoy les da importancia por este mismo hecho. Extraño, ¿no?
            Un murmullo aprobador recorrió la sala entera.
            −Bueno, pues –dijo la profesora−. Sigamos.
            Jorge se acercó a unas teteras metálicas que se encontraban a un costado de la sala. No tenían un cristal encima que las protegiera como los demás objetos, pero un simple cordón de seguridad y un mensaje de NO TOCAR indicaban que seguían siendo tan valiosos como todo ahí dentro, a pesar de su aspecto común y destartalado.
            −No sé qué le ven a estas cosas –dijo Eduardo, posicionándose a su lado−. Son tan feas, tan toscas, tan pobres. No sé cómo los españoles pudieron fijarse en cosas tan absurdas como éstas.
            −Lo mismo podríamos decir de tu madre con respecto a ti –le dijo Jorge, perdiendo la paciencia−. No sé qué mierda vio adentro tuyo como para no abortarte y dejarte vivir.
            −¿Perdón? –Eduardo puso cara de no haber escuchado bien−. ¿Qué acabas de decir?
            −Que eres una persona horrible, la más odiada de todas, y que no sé por qué mierda tu mamá te dejó vivir, si eres detestable.
            Eduardo lo miraba con la vista húmeda y temblorosa; Jorge sabía (o intuía) que muy pocos realmente le habían dicho todo lo que pensaban sobre su persona. Jorge no entendía por qué nadie se atrevía a decirles a personas como ésta lo que pensaban al respecto de ellas; a veces sucedía que el más odiado ni siquiera deseaba un cambio: simplemente era el odiado, todo un arquetipo de la sociedad.
            −Oh, hijo de puta –farfulló Eduardo, bullendo de rabia−. ¡Cómo te atreves…!
            Pero Jorge había previsto los movimientos del otro joven: al intentar Eduardo de darle un derechazo en su rostro, Jorge se hizo a un lado para esquivarlo sin muchas dificultades, dejando a su adversario con medio cuerpo balanceándose en el aire…, hasta que éste perdió el equilibrio y cayó de espaldas contra una de las teteras a su espalda, arrastrando consigo el “efectivo” cordón de seguridad que prevenía situaciones como ésas.
            Entonces un estrépito metálico llenó la estancia y sus habitaciones contiguas.
            Jorge estaba a punto de decirle a Eduardo que eso era lo que tenía por ser todo un hijo de perra, sin embargo un creciente temblor bajo sus pies le quitó las palabras de la boca. Un destello tibio provenía de la tetera que acababa de estrellarse contra el suelo; algo parecía pugnar por escapar de su interior.
            −¡¿Qué mierda está pasando?! –exclamó Eduardo aún en el suelo, escapando a gatas de la brillante tetera.
            La tetera se alzó en el aire, hasta la altura de la cabeza de Jorge, y se iluminó por completo despidiendo una voluta de humo que no demoró en transformarse en un ser con fornidas características humanas. Parecía de verdad muy fastidiado.
            −¿Qué está pasando aquí? –dijo la voz de una mujer arrastrando las palabras. Jorge se giró para ver cómo la profesora y todos sus compañeros tras ella observaban la escena con la boca abierta.
            −Soy Rocimento –dijo el ser, flotando por la sala con cara de pocos amigos−. ¡Me han despertado mientras soñaba, y eso me ha puesto de muy mal humor! Pero condiciones son condiciones –resopló, como si odiara tener que pronunciar aquellas palabras−, y por haberme sacado de la tetera, le puedo conceder un deseo a uno de ustedes. Cualquiera.
            Jorge se percató que el ser, al referirse a uno de ellos, lo estaba haciendo por todos los que se hallaban ahí en la sala, incluso aquellos que no habían presenciado ninguno de los acontecimientos previos a la revelación que tenían frente a sus ojos.
            Varios farfullaron con aire incrédulo, totalmente confundidos. Nadie sabía realmente qué estaba sucediendo en aquella sala. Jorge, en un intento de entender la escena, se dio cuenta que el guardia observaba al ser ingrávido desde el umbral, pálido como una vela.
            −¡Yo! –se escuchó exclamar a alguien, y Jorge sintió como si le hubieran brindado un puñetazo en el estómago−. ¡Yo tengo un deseo! –repitió Eduardo, incorporándose con una triunfal sonrisa en el rostro−. ¡Quiero que mi pene llegue a tocar el suelo!
            La última frase reverberó por toda la estancia, y nadie pudo creer que Eduardo, ese idiota que por desgracia cursaba la misma asignatura de artes que ellos, lo había hecho de nuevo. Verdad o mentira lo del único deseo que ese hombre
(¿hombre?)
estaba ofreciendo, flotando
(¿flotando?)
frente a sus expectantes ojos, Eduardo volvía a demostrar que nunca pensaba en otra cosa que no fuera en él mismo, y eso era detestable.
El ser de la tetera lo quedó mirando con aire pensativo, hasta que por fin comenzó a mover sus manos en círculos, sacando imposibles chispas de sus palmas; mientras hacía eso, dijo:
−Muy bien, chico, tendrás lo que deseas –Entonces juntó sus manos con un sonoro chasquido y la estancia se saturó de una luz blanca que los cegó a todos por unos cuantos segundos.
Antes que cualquiera de ellos pudiera recobrar la visión, supieron de inmediato que algo malo había ocurrido; y no porque no pudieran ver nada, sino porque unos agudos gritos llenos de profundo dolor lo llenaban todo, como la alarma de una vertiginosa realidad que se avecinaba a pasos agigantados e implacables.
−Ah, pero si eres tú –dijo la profesora al corroborar la procedencia de los chillidos. Varios de los estudiantes balbucearon algo parecido.
Frente a ellos tenían a un Eduardo de un metro y diez centímetros de largo, sin piernas (cortadas limpiamente a la altura de la cadera) y con una gran posa de sangre bajo sus muñones. Lloraba y gritaba mirando al techo, evitando así que sus ojos tuvieran contacto directo con los desperdicios que ahora tenía por extremidades posteriores. Jorge se fijó en que una pequeña porción de lo que quedaba de su cuerpo se apoyaba en lo que bien podían ser sus testículos o su pene, un pequeño bulto bajo sus manchados pantalones al medio de sus amputaciones.
−¡Ayuda, por favor! –gritó Eduardo, desesperado−. ¡Me estoy muriendo!
Nadie lograba entender cómo habían llegado a ese punto, nadie lograba entender cómo Eduardo había perdido ambas piernas de aquella forma tan fina e inclemente. Los presentes recordaban haber escuchado que algo se caía, una tetera contra el suelo, y luego Eduardo estaba lloriqueando sobre el piso, sin piernas y un montón de sangre bajo él.
La profesora dio un respingo, siendo consciente de que si no procedía con urgencia, uno de sus estudiantes iba a morir de una manera particular e inexplicable. Buscó con la mirada al guardia sólo para verlo vomitar apoyado de la pared del otro extremo. Sacó su celular del bolso con manos temblorosas y marcó el número de las emergencias. Demoraron un montón en responder del otro lado.
−¡Sí, sí, tenemos una urgencia acá en el museo! –dijo la mujer atropelladamente−. ¡Sí, aquí en la calle…!
Jorge dejó de escuchar la conversación de la profesora y volvió su cabeza hacia Eduardo; notó que éste estaba quedándose rápidamente sin energías y que su rostro palidecía a una velocidad peligrosa. Tuvo las ganas de acercarse a él y decirle al oído que le parecía bueno que volviera a colaborar con este país en decadencia, brindado nuevos elementos para que las personas pobres pudieran trabajar en algo, como por ejemplo en limpiar su sangre del suelo del recinto, dado el caso.

En vez de eso, se acercó a sus compañeros de carrera para salir juntos de aquella sala, aguantando las crecientes ganas de vomitar, y comenzar a hacer conjeturas sobre lo que realmente había sucedido ahí dentro.