Cuento #96: Milagro de milagros

No sé por qué lo hice, pero ahí estábamos de nuevo el Mati y yo en mi departamento, tomando piscolas y hablando pura mierda, tal y como había jurado no volver a hacer nunca más en mi vida. Este güeón me contaba algo de una mina que había conocido por sus historias y que, desafortunadamente, se había hecho caca mientras se la tiraba; pero tanto copete y cansancio en mi organismo impedía que le prestarse toda la atención debida. Eran ya más de las tres de la mañana y yo tenía que estar a las ocho en punto en el centro para hacer unos trámites de mierda que eran de vida o muerte al día siguiente.
            −Oye, culiao –le dije bostezando−. Es tarde; mañana tengo que hacer unas mariconadas en la mañana. Si querís te quedai a dormir acá y güeá, y mañana seguimos güeando.
            −Vale, güeón –dijo el Mati−. Porque estoy pa’ la cagá, y así no puedo llegar a mi casa.
            −Pero obvio que vai a estar pa’ la cagá, si te estai tomando esa botella de pisco solo.
            −Puta, güeá mía.
            Hice un gesto con la cabeza y me fui a mear al baño. Tomé el cepillo de dientes para desinfectarme el hocico, pero me dio tanta paja, que lo dejé de lado y me fui sin más a la cama, pensando en que si no iba a dormir con una mina esa noche, no valía de nada tener buen aliento.
            −Chao, Mati culiao –me despedí del Mati, que seguía todavía en el living. Pero no me escuchó o no me hizo caso: estaba tan enfrascado cantando la versión bolero de Has sabido sufrir con un montón de desafinaciones, que no pude hacer otra cosa que encogerme de hombros e irme a mi pieza, cayendo como un verdadero saco de papas en la cama.
            Recuerdo que lo último que pensé antes de irme a negro, fue que por el volumen de la música y el canto de mierda del Mati, probablemente tendría un montón de problemas con mis vecinos al día siguiente. “Que se vayan a la chucha”, balbuceé (eso creo), y todo se fue a la mierda.
            Cuando me despertó la alarma a las horas después, tenía la sensación de haber dormido con cuea un segundo, y las ganas de cagar eran superiores a cualquier cosa sobre la Tierra; bueno, no tan superiores a cualquier cosa en realidad: la resaca, debo admitir, me estaba partiendo la cabeza, y yo sólo quería seguir durmiendo o morir para acabar de una vez por todas con tanto sufrimiento…
            Hasta que recordé que el Mati se había quedado güeando en el living, vaciando la otra botella de pisco que habíamos comprado mientras cantaba. Fue como si una alarma se hubiera disparado en mi cabeza; me levanté de un salto y salí de mi pieza para buscar a este güeón; pero este güeón no estaba por ningún lado: no estaba en el living durmiendo en el suelo como acostumbraba, ni en mi pieza de invitados, entre ese montón de mierda que no dejaba de acumularse como si padeciera el peor caso de Mal de Diógenes. No, este culiao no estaba por ningún lado.
            −Chesumadre –dije, pensando en que este güeón podría haber salido todo borracho del departamento sin saber ni de su culo. “En volá se lo culiaron en la calle”, pensé, y sin saber por qué, me reí al respecto…
            Y como si se tratara de algún tipo de karma instantáneo, por la puta madre, al dejar que mi cuerpo se relajara tras haber liberado un puñado de endorfinas por culpa de la risa, sentí que algo entre mis nalgas cedía y daba paso a una enorme avalancha cremosa y fétida bajando por mis piernas; para cuando intenté correr al baño y evitar tal atrocidad, supe que era demasiado tarde.
            Me bastó echar una rápida mirada a mis pantalones para darme cuenta que los había arruinado por completo y que tenía que hacer algo para quitarme toda esa inmundicia de encima. Caminé como pude hasta el baño, me quité la ropa para acumularla en un rincón sin importar que se mezclara lo sucio con lo (entre comillas) “limpio”, y me senté en el trono para terminar la tarea comenzada infortunadamente.
            Mientras cagaba me sentí fatal, el güeón más imbécil del mundo; todavía me dominaba la resaca y tenía la sensación de que la cabeza me iba a explotar en cualquier momento, sin que pudiera hacer nada para evitarlo. En ningún momento volví a pensar en el Mati y su probable destino funesto por no haber dormido en mi departamento en el estado en el que se encontraba; estaba tan ocupado en no perder la conciencia ahí sentado, echando las pestes más grandes sobre y alrededor de la taza, que mi mente parecía hallarse completamente en blanco; pero su imagen regresó inmediatamente a mí cuando luego de echarme una limpiada escueta e insuficiente por culpa de quedarme sin papel, metí mi cuerpo en la bañera sin que se me ocurriera revisarla antes. Al principio pensé que era barro, o agua estancada; pero por el color y los trozos mal digeridos y masticados de papas fritas con vienesas (que me hicieron recordar de inmediato todas las salchipapas que nos comimos con el Matías la noche anterior mientras nos bajábamos el primer pisco), supe que ese maldito bastardo hijo de la perra me las iba a pagar.
            Grité un insulto que de seguro despertó a los demás vecinos y eché a andar el agua para limpiar toda esa mierda bajo mis pies, sintiendo un asco horrible. Podía sentir los trozos de vienesas y papas fritas –insisto: muy mal masticados− flotando alrededor de mi pantorrilla, produciéndome escalofríos, potenciando las ganas mutantes que tenía de vomitar por culpa de la resaca y el haber dormido tan poco.
             Al principio no pude dar con la respuesta a un fenómeno tan sencillo, pero como llegó un punto en que en vez de sentir que el nivel del agua en la bañera decrecía, no me cupo duda que algo estaba interfiriendo el filtro de ésta.
            −Mati hijo de la perra –dije entre dientes, antes de agacharme y meter mis dedos entre esa mezcla avinagrada de vómito, comida y bilis. Era como embutirlos en una pecera sin limpiar por meses, con peces monstruosos nadando en su interior.
            Me costó lo que consideré una eternidad limpiar el maldito filtro, empujando los trozos acumulados de comida cañería abajo. “Ya lo arreglará alguien”, pensé, despejando el filtro cada vez que era necesario, aguantando las horribles arcadas que me daban a cada ocasión que contactaban los pedazos de flemas y papas fritas del Mati con mi mano.
No sé cuánto rato estuve en esa faena, pero cuando terminé, la espalda me dolía un montón, como si hubiera estado cosechando papas un día entero. Con cada punzada que me daba, repetía mentalmente “Mati culiao”, “Mati culiao” como un mantra. Estaba totalmente emputecido, dispuesto a sacarle los ojos apenas lo tuviera al frente; sin embargo, tras sentir el chorro de agua tibia en mi cabeza y cayendo por mi espalda, no pude evitar sonreír y sentirme un poco mejor.
De todas maneras no podía quedarme ahí por mucho rato. Así que apuré mi baño y salí de la bañera rodeándome el cuerpo con una toalla, pensando en que no sabía qué hora era y cuánto tiempo me quedaba todavía para ir al centro de la ciudad a por mis trámites importantes.
Estaba en eso de secarme los pies cuando supe que había sido parte de un poderoso milagro: mis pies, siempre mal cuidados, hediondos y llenos de hongos, se encontraban ahora en un estado completamente diferente, limpios, sin zonas en carne viva ni cicatrices producto de aventuras en el campo libre (y mi consiguiente torpeza) durante mi niñez; incluso mis uñas encarnadas y amarillentas se habían curado por completo. ¡Mis pies parecían como nuevos!
            −¡Conchetumare: el güitre del Mati me curó las patas!
            Necesitaba decírselo a alguien, compartir el milagro que con toda seguridad iba revolucionar la ciencia y el mundo de la medicina. Pero se hacía tarde y necesitaba llegar puntual a mi destino.
            −¡A la mierda! –dije después de meditarlo un rato. ¡A la mierda la reunión para conseguir una prórroga del banco, a la mierda perder el departamento y todas esas mierdas! Con mi nuevo descubrimiento, podía tener todo el dinero que quisiera: era cosa de conseguir más vómito del Mati, enfrascarlo y venderlo, ganar millones de millones, pasarme por la raja al Banco culiao y sus mariconadas−. ¡Banco culiao! –grité sin poder contenerme, estallando en una sonora carcajada. De seguro mis vecinos pensaron que por fin había perdido el juicio después de todo, pero ya verían ellos cuando me vieran paseándome por ahí con sendas mujeres del brazo, borracho de copete caro y luciendo ropa en mucho mejor estado que la que usaba a diario. ¡Ya verían esos culiaos!
            Como había limpiado todo el desastre de la bañera, se me ocurrió que para tener materia prima para comercializar debía encontrar primero al Mati, hacerle comer más salchipapas y llenarle el hígado de piscola para que terminara por volver a hacer de sus milagros. Así que me vestí ligero y salí de mi departamento en su búsqueda, esperando que no fuera demasiado tarde para hallarlo por ahí, borracho, apuñalado y/o violado.
            A mi izquierda tenía un paradero a esa hora atestado de gente, y a mi derecha, a un par de calles más allá, una plaza donde todos se juntaban a fumar marihuana, pasta base, jalar y tomar sin que les importara nada. Mi instinto y mis estadísticas mentales me aseguraron que ahí se encontraría este güeón, así que sin perder más tiempo encaminé hasta allá mientras no paraba de llamarlo desde mi celular. Naturalmente su aparato se debía de hallar apagado, sin batería o en el poder de uno de los rateros que siempre pululaban por mi barrio, porque su tono se encontraba tan muerto como nuestro querido Mamo Contreras.
            Y bueno, apenas llegué a la plaza, me di cuenta que mi instinto no había fallado un ápice: porque ahí estaba este güeón, durmiendo y roncando boca abajo, como un saco de papas desparramado.
            Le tomé el pulso, temiendo lo peor.
Respiraba.
            “Mierda”, pensé. “¡Sigue vivo el culiao!”. Pero recordé de inmediato lo valioso que era para la humanidad; este güeón no podía morir de una forma tan humillante.
            Le di vuelta, le pegué unas cuantas cachetadas y un par de combos en la tula, pero no ocurrió nada. Entonces respiré hondo, resistí unas salvajes ganas de vomitar por culpa de respirar hondo en primer paso, volví a intentar respirar hondo, y me hice el ánimo de cargar con su humanidad de vuelta a mi departamento.
            Cosa que obviamente me dejó hecho pico, deseoso de morir de un paro cardiaco o alguna mierda que me aniquilara de una vez por todas y sin mucho dolor que cualquier otra cosa en el mundo. Por lo mismo lo deposité en el sillón de mi living como pude y me hice un pequeño espacio entre su cuerpo y el precipicio, rodeando su brazo ante mi pecho para protegerme.
            No sé cuánto tiempo pasó; sin embargo la luz del sol filtrándose por las cortinas hechas mierda me hizo saber que ya era casi mediodía. Moví la cabeza sin reconocer donde estaba (escuchando mi cuello crujir peligrosamente) y miré instintivamente hacia atrás, sintiendo como si faltara algo.
−Despertaste, culiao.
Levanté mi cara hacia el lugar del que provenía la voz para encontrarme con el Mati sentado a la mesa, tomando lo que parecía ser una piscola. Se notaba trémulo y borracho, pero consciente.
−Conchetumare, la media caña –dije a la vez que me incorporaba trabajosamente en el sillón.
−Esto te va a hacer bien.
El Mati me extendió su vaso de contenido oscuro y burbujeante y se lo recibí.
−Oh, güena, culiao.
Sí: lo que estaba tomando el Mati era efectivamente una piscola. Sentí cómo mi cuerpo volvía a energizarse.
−¿Por qué te fuiste de mi casa anoche, güeón? –le pregunté al Mati luego de darle un cuarto sorbo al vaso−. ¿Qué güeá te pasó?
−No sé, güeón –respondió, tomando un vaso de la mesa para preparar otra piscola−. Llegó un momento en que me fui a negro y no recuerdo ni una güeá hasta despertar hace poco…, abrazado contigo –agregó mirándome más raro que la chucha.
−Mira que te ponís maraco, Mati.
Acto seguido le conté que lo había encontrado durmiendo en la plaza cerca del departamento a eso de las ocho de la mañana, completamente inconsciente, y que lo tuve que traer con todas mis fuerzas hasta la cómoda seguridad de mi casa.
−¿Me estai güeando? –dijo él.
−No: todo esto es tan cierto como que esta piscola nos está quitando un puñado de días de vida de nuestra existencia.
−Erís el mejor, culiao.
Pero entonces le dije que él era en realidad el mejor culiao, no yo. Para corroborarlo, le conté todo acerca de lo de su milagro, comenzando por las putiadas que tiré en su nombre al comprobar que mi bañera estaba llena de su vómito, hasta que me percaté, fortuna de fortunas, en que éste había curado las totales inmundicias que eran mis pies.
−¿Me estai diciendo que mi vómito te curó tus patas de mierda?
−Así es.
El Mati me miró de una forma insondable por unos cuantos segundos; acto seguido, y como si hubiera despertado de una breve ensoñación, dio un respingo y se echó todo el contenido de su vaso recién servido a la boca, acabándolo en lo que me pareció un pestañeo.
−Ya, güeón –dijo el Mati, golpeando el vaso en la mesa para servirse otro−. Pa esta güeá hay que ponerle güeno.
Así fue que mientras el Mati se dedicaba a seguir emborrachándose, yo me dirigí a la cocina para cocer unas vienesas y pelar y cortar en tiras unas cuantas papas para luego freírlas. Tenía la idea de que para que volviera a ocurrir otro milagro como el de la bañera, debíamos seguir el mismo procedimiento de la noche anterior.
Para cuando el Mati acabó su quinta piscola (ya borrachísimo y todo), mis salchipapas estaban listas. Las rocié con un poco de sal y se las serví.
−¿No vai a querer, culiao? –me preguntó.
−Tú erís el próximo Nobel de medicina, no yo. Así que come nomá, güeón.
El Mati se alzó de hombros y comenzó a engullir los trozos de papas y vienesas como si estuviera muerto de hambre. Y a decir verdad yo también lo estaba, pero sentía que cualquier cosa sólida que entrara en mi organismo iba a provocar una lluvia de vómito de dimensiones dantescas. Por lo mismo opté por mirarlo y seguir tomando de mi vaso, resistiéndome las ganas de pellizcar unas cuantas papas de su plato.
−Estaban güenas las güeás –dijo el Mati, eructando−. Vale, culiao.
−De nada, güeón –le dije−. Y ahora es mejor que te pongai a güitrear, que un montón de enfermos espera por más milagros.
Así nos encontramos en el baño, con la pila de ropa cagada por mí esa mañana y el ambiente cargado de un olor nauseabundo.
−¿Oye? –dijo el Mati.
−¿Qué?
−¿Esa ropa de ahí, ese pantalón en el rincón…?
−Me cagué esta mañana –le respondí, escueto−. Un percance.
−Ah…
−¿Te falta mucho para vomitar? –quise saber.
−No sé, como que no siento tanto asco…
−Ya, güeón, cómo no vai a poder vomitar, si lo pasai haciendo.
−Ya, pero esa güeá me nace –dijo el Mati−. No me gusta provocarme el vómito.
−Güeón maraco. Mira, piensa en estos pantalones cagados. ¿Te da asco eso?
−No…, no tanto…
−Puta, a ver –Medité por un breve momento−. ¡Ya, lo tengo: imagínate a la Paty Maldonado haciéndote un Trombón…!
Pero creo que el solo hecho de haber pronunciado el nombre de la mujer de la tele fue suficiente: el Mati abrió su boca y dejó escapar una cascada de vómito sobre la bañera como si se tratara de un verdadero grifo. Podía ver cómo trozos de vienesas y papas fritas salían despedidos, estrellándose contra las paredes y la superficie de la bañera.
−Oh, güeón, eso estuvo brígido –me dijo el Mati con un hilo de voz, apoyándose en el borde de la bañera.
−Aún puede ser más.
−Me estai güeando, no sé si pueda hacerlo otra vez…
−¡La Paty Maldonado haciendo un trío con vo y tu viejo!
Entonces el Mati volvió a vomitar grotescamente sobre la bañera.
−Ya, muy bien –le dije−. Ahora sí.
−¿Suficiente?
−Sí, sí, todo bien, Mati culiao, todo bien.
El Mati resopló y se dejó caer a un lado; me di cuenta que apoyó su espalda en mis pantalones cagados, pero se veía tan cansado, que no quise hacer ningún comentario al respecto.
−Bien –empecé a decirle−, ahora lo que tenemos que hacer es buscar… −Mi celular empezó a vibrar en el bolsillo de mi pantalón−. Lo que tenemos que hacer ahora es buscar algo con qué probar tu vómito –Saqué el aparato con dificultad y contesté−. ¿Aló?
−Hola –dijo un hombre mayor del otro lado de la línea−. ¿Tú erís amigo del Mati, cierto?
−¿Matías Belano?
−Sí, ese mismo –me dijo la voz.
−Sí, sí, soy su amigo. ¿Por qué lo pregunta?
−¿Está ahí contigo?
−Sí, aquí está –Le hice un gesto con la cara al Mati; el pobre ni siquiera podía moverse−. ¿Quiere hablar con él?
−Ya, pásamelo.
−Parece que es tu viejo, Mati –le dije al aludido, extendiéndole mi celular.
−Por la puta –rezongó, pero aún así se incorporó un poco y contestó−. ¿Aló? Sí, sí, estoy bien. Acá, donde un amigo… No, no es gay. No, papá, no me culea… No, no… −Una pausa−. ¿Que qué estoy haciendo? Nada, vomitando un poco en una bañera… Sí, es que descubrimos que mi vómito cura heridas y esas güeás… Sí, justamente necesitamos a alguien con quien probarlo… Ya, sí –El Mati tapó el celular con una mano−. ¿Cuál es la dirección de este departamento? –me preguntó. Se la di y él se la dio a su padre−. Ya, sí, ven cuanto antes. Chao.
−¿Era tu papá, cierto?
−Sí, y viene en camino. Dijo que quería que probásemos el milagro con él.
Algo me dijo en ese momento que ninguna cosa buena podía salir de aquello, pero bueno, necesitábamos un conejillo de indias para nuestro experimento y si el viejo de este güeón se ofrecía, pues qué le íbamos a hacer.
Al cabo de veinte minutos, más o menos, sonó el timbre de mi departamento. Me levanté para abrir la puerta y me encontré de cara con el viejo culiao rancio del papá del Mati.
−Güena, güeón –me dijo, ingresando de inmediato al living−. ¿Dónde está ese vómito milagroso?; no me refiero al Mati, por si acaso.
−En el baño.
−Gracias –dijo el viejo antes de quitarse los pantalones y quedar con su aparato oscilando al frente mío−. ¿Dónde está el baño?
−Al fondo, a la derecha.
Cuando llegué ahí, el papá de este güeón estaba metiéndose en la bañera, observado por su hijo medio inconsciente.
−Vamos a ver qué tal tu vómito, ¿eh? –dijo antes de tomar un poco de vómito con el cuenco de su mano y esparcírselo por toda la superficie de su pene. Parecía contento, esperanzado mientras lo hacía; pero no pude evitar sentir una fuerte arcada ante la presencia de tan horrible espectáculo. Por lo mismo, terminé vomitando al interior del trono lleno de salpicaduras de la cagada que había echado ahí esa mañana.
−Papá –dijo el Mati; su voz se oía débil−. ¿Por qué te estai echando esa güeá en la pichula?
−Por culpa de tu ex, po, por culpa de esa mala mujer.
Por el rostro de su hijo pasó una expresión de duda.
−¿Por qué por culpa de mi ex? ¿Qué hiciste ahora, viejo?
−Puta, te fue a buscar a la casa y terminé afilándomela –dijo su papá, sin dejar de pasar más trozos de vienesas y papas fritas por su aparato−. Fue sin querer. Pero parece que la mina no se cuidaba mucho, y tú me dijiste una vez que tuvo gonorrea, así que esto me va a ayudar para prevenirlo.
−Viejo culiao… −musitó el Mati antes de dejarse caer sobre mi pantalón cagado.
Y bueno, todo siguió a ese mismo ritmo hasta que un grito nos hizo volver en sí. Sin darme cuenta, me había quedado dormido con la cabeza apoyada en la taza del baño; miré a un lado sólo para comprobar que el Mati seguía echado sobre mi ropa arruinada y que su papá no estaba por ningún lado.
Estaba en eso de levantarme cuando volví a escuchar el mismo grito que me despertó. Era el viejo culiao del papá del Mati, estaba seguro. Me tambaleé un poco, me aferré a la puerta y respiré hondo para tranquilizarme. Cuando llegué al living de mi departamento (apoyándome en las paredes del pasillo), me encontré con el papá del Mati pálido como la cera y sin pantalones de pie al medio de la sala; no dejaba de gritar y mirarse lo que colgaba de entre sus piernas.
−¿Qué le pasa? –quise saber. Pero había que ser ciego para no darse cuenta de una cosa así: su pene, su amado pene, estaba ahora verde y lleno de escamas; parecía la muda de una serpiente, o un reptil apachurrado y seco. Era un asco.
−¡Güeón, mira, mira mi pichula! –gritó el viejo−. ¡Güeón, qué mierda le pasó a mi pichula!
Ahogué una exclamación, sintiendo un asco horrible, y mastiqué la idea de explicarle todo lo sucedido; pero pensé que lo mejor sería darle mi propio ejemplo al respecto y hacerle notar que, al menos conmigo, no había ocurrido ningún efecto –por así decir– contraindicante.
Me saqué los zapatos mientras el hombre no paraba de gritar y comprobé, por la misma rechucha, que mis pies seguían igual de horribles que antes. “¡Pero si esta mañana estaban como nuevos!”, me dije sintiéndome muy idiota. Mas, ¿había sucedido así? ¿Los había visto como nuevos?
No, no lo sabía: pudo haber sido la resaca, un juego de luz a esa hora de la mañana, mi propia idea de que el vómito pudiera servir para algo, pero no pude dar nunca con una verdadera respuesta.
“A la mierda”, me dije, sin prestarle mucha atención a los gritos desesperados del papá del Mati, “los milagros suceden una vez en la vida”.
Ahora sólo quedaba esperar qué le deparaba el destino a la tula del viejo rancio éste que no dejaba de proferir insultos hacia su propio hijo y a mi persona. Sólo esperaba que se le cayera a pedazos –y muy dolorosamente– al muy maldito.