Cuento #85: El día que no fuimos al colegio (parte #2)



Antes de llegar a la inclinación del terreno que habían visto desde la cima de la quebrada, Gustavo y Roberto se detuvieron al menos unas tres veces para comenzar a gritarle a la nada, chillando los nombres de lo que Maribel entendía por los monstruillos que ellos (y los demás jugadores del jueguito ése) debían ir capturando mientras caminaban, mirando la pantalla de sus celulares como si a través de ella pudieran ver cosas que el ojo humano era incapaz de apreciar.
            −¡Jamás pensé que hubiera un Pikachu por aquí! –dijo Roberto, alzando su delgado brazo al cielo nublado con aire triunfal. Era la tercera vez que paraba.
            −¡Ni tantos Scyters ni Pinsirs! –añadió Gustavo. Maribel se percató que ninguno de los dos quitó la vista de sus celulares en ningún momento mientras hablaban−. ¡Eso significa que quizá los del Tercero Medio tengan razón con lo del Dragonite!
            −¿No habías dicho en la mañana que lo de esa cosa, ese monstruo que deben capturar, era seguro? –le espetó Maribel, que era muy buena para recordar detalles que podrían beneficiarle a futuro−. Me refiero a que si me hiciste faltar a clases por algo de lo que no están seguros…
            −Bueno –dijo Gustavo, rascándose la cabeza−, eso fue lo que escuchamos de la conversación de los de Tercero en el pasillo; pueden haberse estado tomando el pelo entre ellos, ¿no?
            Roberto guardó su celular en uno de sus bolsillos y optó por quedarse callado.
            −Maribel, no seas tan aguafiestas, por favor –le dijo su hermano mayor con tono indiferente−. Mejor aprovecha el paisaje; sé una chica positiva y vele el lado amable a toda esta aventura.
            Su hermana bufó a modo de respuesta y siguió avanzando hacia la inclinación caminando entre ellos, esperando que con eso el par de amigos decidiera continuar con el trayecto de una vez por todas; cosa que no dudó en comprobar apenas alcanzó la parte más alta de elevación avistada desde la reja allá arriba, la misma que separaba la explanada del bosque con el sector del canal al que Gustavo y Roberto deseaban llegar.
            −Aún nos falta un buen trecho –dijo Roberto, limpiándose el sudor de la frente con el puño de su chaqueta−. ¿Me puedes dar un poco de agua, Gus?
            Al final decidieron quedarse a descansar ahí por unos cuantos minutos, bebiendo agua de la misma botella. Para cuando se pusieron en marcha de nuevo, los tres se percataron que el cielo comenzaba a abrirse poco a poco, dejando pasar algunos agradables rayos de sol sobre sus cabezas.
            Del otro lado, el escenario variaba un poco: el bosque iba lentamente quedando atrás para dar paso a la vista de un cerro (el único que había en todo aquel sector) rodeado de unos cuantos árboles y el canal cuya agua reflejaba los rayos del sol que asomaban entre las nubes.
            Maribel se sintió muy sorprendida cuando vio a su izquierda, a mucha distancia, un perro liderando una majada hacia el lado opuesto del canal. Llevaba un buen tiempo sin ver animales de campo, menos criaturas tan adorables como las ovejas, corriendo azuzadas por un perro amaestrado. En la villa donde vivían no se veían cosas así todos los días; a menos que invirtieras algo de tu tiempo y salieras a dar una vuelta por sus alrededores, naturalmente.
            −Ese sí que es un buen Growlithe –comentó Roberto, provocando que su amigo se desternillara de la risa. Maribel podía jurar que la raza de los perros ovejeros no se llamaba de esa manera, mas tampoco recordaba cuál era el nombre científico que había leído (o le había parecido leer) en uno de los libros que su tío les había dejado en la pequeña biblioteca de la casa como regalo tiempo atrás.
            −Entonces no deben de tardar en aparecer los Rapidash y los Ponyta –comentó Gustavo, secándose las lágrimas de los ojos−. ¿No ha aparecido nada cerca en el mapa?
            −No, no se ve nada cerca –replicó Roberto.
            El cielo no demoró en despejarse por completo y dejar que el sol comenzara a hacer que los niños sudaran a chorros bajo sus chaquetas. Tuvieron que hacer una pausa para quitárselas, secarse el sudor de sus cuellos y rostro y tomar unos cuantos sorbos de agua de la botella.
            −Es lo que odio de este maldito clima –dijo Gustavo, guardando ésta dentro de su mochila−. Nunca puedes estar seguro si hará mucho frío o mucho calor.
            Maribel estimó que desde que habían partido de casa hasta ése punto debía haber transcurrido mucho más de una hora; la inclinación del astro rey se lo confirmaba. En el colegio, allá lejos, sus compañeros de curso probablemente volvían a clases luego del primer recreo de la mañana.
            −¿Alguien tiene hambre? ¿Maribel, Roberto?
            −No, gracias –dijo la primera.
            −No, estoy bien, gracias –dijo el segundo.
            −¿Continuamos?
            Los demás asintieron y prosiguieron con sus chaquetas amarradas a la cintura.
            No pasó mucho rato hasta que los dos amigos volvieran a encontrarse con las criaturas invisibles que debían capturar, gritando y pataleando como unos verdaderos poseídos. Maribel se sentó en el pasto y prefirió tomar un breve descanso mirando las ovejas en la lejanía, hacia los campos del otro extremo del terreno; y cuando ya los animales hubieron casi desaparecido de su vista, comenzó a mirar hacia las nubes despedazadas del cielo y a imaginar imágenes y figuras con ellas: una mariposa, un dragón, un mundo, una oveja gigante y esponjosa.
            −¿Qué haces mirando al cielo? –quiso saber Gustavo; la aludida no se había percatado que los dos habían parado ya con todo su patético espectáculo−. ¿Buscas amenaza extraterrestre?
            −Estaba pensando –respondió la niña, incorporándose− en cuándo fue el momento en que ustedes dos perdieron el cerebro y lo mandaron alcantarilla abajo junto a toda la inteligencia que les quedaba.
            Gustavo y Roberto no dijeron nada; no obstante, unos cuantos pasos más allá empezaron a comentar que si querían capturar al famoso monstruo del que habían hablado los de Tercer Año, debían racionar los objetos que les permitirían hacerlo, dejar de detenerse a cada criatura que avistaban en sus celulares y gastarlas como locos.
            −¿Te imaginas lleguemos al Dragonite y no nos queden Pokébolas? –dijo Roberto.
            −Todo esto habría sido en vano… −le siguió Gustavo, y Maribel sintió ganas de cerrar sus manos en su cuello.
            Sin embargo, los deseos de ésta se esfumaron de manera sustancial al estar ya en las inmediaciones del cerro al que se dirigían: Roberto fue el primero en gritar y anunciar que era cierto, que por ahí cerca había un Dragonite. El asunto era verdad después de todo, pensó Maribel, un poco más tranquila; después de todo valía la pena todo lo que estaban haciendo. Roberto y Gustavo se abrazaron y empezaron a caminar más deprisa.
            El terreno se volvió inclinado y pedregoso en las faldas del cerro, imposible de subir sin ayuda de las manos para aferrarse en raíces secas y darse impulso para el ascenso. Maribel estuvo a punto de caer en una ocasión en que la piedra bajo uno de sus pies se desprendió sin haber dado señales de debilidad; por un segundo temió lo peor, una pierna o el cuello rotos, pero el actuar de su hermano fue mucho más rápido, extendiendo una mano para tomarla justo a tiempo.
            −Gracias –le dijo la niña, azorada.
            −Debes tener más cuidado, ¿ya? –le respondió Gustavo, mirando a su alrededor. Se encontraban en lo alto de la inclinación, con el canal que habían visto antes al lado, bordeando toda la base del cerro.
            −¿Ahora qué? –preguntó Roberto, sin despegar la vista de la pantalla de su celular−. El Dragonite debe estar cerca, pero…
            −Escuché que los de Tercero Medio decían que estaba dentro de una cueva por acá cerca, rodeando el cerro por el canal –clarificó Gustavo−. Una vez venimos con mamá acá, de paseo, y la encontramos –El chico apuntó hacia el este, por donde venía el agua−. Está más allá, si mal no recuerdo.
            −¿Estás seguro?
            −Segurísimo.
            Uno tras otro comenzaron a caminar en la dirección señalada, saltando pequeños huecos en la tierra y evitando acercarse mucho al borde a sus derechas; el agua se veía fría y caudalosa, efecto de las constantes lluvias que había dejado el principio del invierno en la región. Maribel no quiso ni imaginarse lo que sucedería si llegaba a caerse en ellas, ni dónde terminarían por encontrarla.
            Estuvieron así por unos cuantos minutos, rodeando el cerro hasta su cara opuesta. A veces se detenían un momento para comprobar sus mapas virtuales, pero seguían sin tener noticias de nada. Hasta que Gustavo dio un fuerte respingo y comenzó a gritar:
            −¡Ahí está, ahí, miren, está ahí, la cueva, la cueva del Dragonite!
            Los demás se acercaron a mirar como si esperaran que ahí hubiera de verdad un monstruo o algo por el estilo, incluso Maribel, que no tenía idea de cómo podía ser la apariencia de la criatura en cuestión; pero tal y como recordaba, la cueva se hallaba del lado del cerro, a unos cuantos metros de altura, del otro lado del cauce. 
            −¿Sabes cómo cruzarlo, cierto? –quiso saber Roberto, nervioso ante la fuerza del agua.
            Gustavo no dijo nada y siguió avanzando con una sonrisa dibujada en el rostro. Su hermana y su amigo le siguieron, dejando la famosa cueva atrás, hasta que dieron con un par de troncos dispuestos a modo de puente de una rivera a otra.
            −¡Aún siguen aquí! –exclamó Maribel−. Creí que alguien podría haberlos sacado y…
            −¡Pero no lo hicieron! –le espetó Gustavo, radiante de alegría−. ¡Vamos, crucemos cuanto antes!
            Primero fue Gustavo, naturalmente; luego su hermana, que ya había cruzado por aquellos troncos antes, y por último Roberto, quien después de debatirse por un buen rato si cruzar o no por miedo a que estos se abrieran y le dejaran caer al agua, se dijo a sí que si una niña dos años menor que él lo había hecho, cómo no iba a poder hacerlo él.
            −¡Ya nos queda poco! –les azuzó Gustavo, caminando con cuidado por entre las resbalosas piedras de la base del cerro en dirección a la cueva.
            Maribel podía sentir la excitación de su hermano y su amigo en el aire; se notaba también en la forma en que actuaban y daban sus pasos, como si quisieran acortar todo el trecho restante (que era poco) a un solo segundo.
            Entonces, de la nada, su hermano empezó a correr cuesta arriba como si no pudiera reprimir más sus impulsos, directo a la cueva que debía estar a unos cuantos metros de distancia. Le siguió Roberto, por supuesto, quien pareció acabar con su miedo a caer al agua de un momento a otro. Maribel, por su lado, aumentó el ritmo de sus pisadas sin perder el cuidado para no resbalar y caer al caudal del costado, encontrándose con una zapatilla relativamente nueva entre unas piedras y los jirones de una polera color calipso enganchados en las ramas de unos arbustos.
            Desde el punto en el que estaba podía ver la entrada de la cueva, de unos dos metros de alto, pero no a su hermano ni a Roberto; probablemente estaban dentro, dándole caza al monstruo que les había hecho faltar a clases ese día.
            Del interior de la cueva salía una corriente de viento frío, proveniente de la oscuridad en su profundo fondo; Maribel no vio a ninguno de sus dos acompañantes. Tampoco se escuchaban gritos ni otras muestras de felicidad. Maribel tuvo un inesperado acceso de querer marcharse de ahí cuanto antes, de esperar a sus amigos afuera, bajo la luz del sol, y no meterse más en sus asuntos.
            Pero una voz totalmente desconocida le asaltó sin previo aviso.
            −Quédate donde estás, y no te muevas.
            −¿Gustavo? –preguntó la niña, con un miedo creciente en su pecho. Algo no iba bien−. ¿Estás bien…?
            −¡Dije que te quedaras donde estás y no te muevas, niña, si no quieres que mate a tus amigos!
            La voz provenía de un adulto, a todas luces. Maribel optó por callarse y no moverse, muerta de miedo.
            Como sus ojos empezaron a acostumbrarse con cierta rapidez a la oscuridad reinante del lugar, la niña pudo notar que a unos cuantos metros de su posición, habían tres siluetas entre las sombras: las dos de Roberto y Gustavo, y una tercera mucho más grande que ellos; daba la impresión que les estaba apuntando con algo.
            −Acércate –le ordenó la voz, con autoridad, y Maribel accedió, avanzando a pasos pequeños e inseguros.
            Gustavo lloraba en silencio, con resignación, mientras Roberto no dejaba de temblar y mirar a todos lados desesperado, tratando de hallar una salida en alguna parte.
            −Jamás pensé que eso del Dragonite fuera a dar resultado –dijo el hombre, con calma y sorna−. ¡Qué niños más tontos! ¡Y lo curioso es que no han sido los únicos: ustedes vendrían a ser los terceros que llegan hasta aquí por lo mismo!
            Maribel no entendió de qué estaba hablando el tipo; miró a sus acompañantes, pero se percató que continuaban en sus trances.
            Entonces comprendió cuál había sido el último paradero de aquellos niños que se habían perdido hacía dos semanas en la ciudad: habían aparecido en las noticias, y nadie sabía qué diantres les había ocurrido. Habían faltado a las clases de la tarde un día, después de almuerzo, y de ahí no se supo nada más. Ellos…, ellos habían sido…
            −Jamás pensé que esos idiotas iban a hacer tan bien su trabajo –dijo el hombre, respirando sobre sus cabezas−, propagar por ahí la historia del Dragonite encerrado aquí, en esta cueva… ¡Y todo por un programa de computador capaz de falsear los datos de esas malditas criaturas de moda, eh! La tecnología está al servicio del hombre, niños, deberían recordar eso siempre.
            Maribel no podía creer que habían caído en una trampa como ésa de una manera tan fácil, como moscas en una tela adhesiva.
            −¿Quieren saber qué les sucederá cuando lleguen los demás, niños? –les preguntó el hombre, acercando su cara a las suyas, echándoles su mal aliento encima. Ninguno de ellos dijo nada−. ¿No quieren saberlo, verdad? De seguro están muertos de miedo; y no es un alcance menor, debido a todo lo que les sucederá cuando lleguen, como se lo hicieron a esos pequeñajos que llegaron antes que ustedes.
            Maribel, sin poder reprimirlo por más tiempo, rompió a llorar como si fuera la última vez que fuera a hacerlo, temblando de pies a cabeza…, cosa que atrajo la atención del hombre: éste se puso tras ella, se agachó y comenzó a pasar una de sus manos –una mano gruesa y grande, áspera− por su rostro, su cuello, sus brazos, sus…
            Ahí fue que Roberto no dio más y, sin preocuparse de las consecuencias que contraería lo que tenía pensado hacer, se aprestó a salir corriendo de la cueva lo más rápido que pudo.
            Ni Maribel ni Gustavo creyeron que aquello podía estar sucediendo, pero cuando sintieron que el hombre detrás suyo se levantaba de un brinco para dispararle a Roberto por la espalda, llenando el sitio con olor a pólvora y un ensordecedor eco, se percataron que aquello era la vida real, y que sus vidas estaban perdidas de todas maneras; Roberto alcanzó a dar un paso más antes de desplomarse de bruces sobre el suelo y quedarse ahí tirado. Estaba muerto.
            La mente de Maribel no dejaba de dar vueltas vertiginosamente: el amigo de su hermano estaba muerto, ahí, frente a sus ojos, una sombra entre las sombras, y ellos iban a ser los próximos. No quiso imaginarse la suerte que corrieron los que vinieron antes que ellos.
            −¡Eso es para demostrarles que estoy hablando en serio! –les gritó el hombre−. Así que mejor cooperen, si no quieren terminar con un disparo en la espalda como él.
            Pero la mente de la niña estaba en otro lado: pensaba en su mamá, en sus compañeros de clase, en su cama, en el piyama que había dejado sobre ésta, todo desordenado…
            Se escuchó un quejido, seguido de un barboteo y un chapoteo. Maribel miró hacia al frente y se percató que la sombra del cuerpo de Roberto se estaba moviendo en la oscuridad, como si intentara levantarse. Su corazón se detuvo por un instante, sin poder creerlo en lo absoluto −¡está vivo, está vivo!−; el hombre detrás ahogó una exclamación, y sin pensarlo dos veces, se dirigió hasta Roberto con la clara intención de quitarle la vida de una vez por todas. Maribel quiso cerrar los ojos, olvidarse del mundo por un rato para no presenciar la fea escena que se presentaría a continuación; mas no pudo al ver cómo Gustavo, sin que ella misma lo esperara, salía de su estupor y su puesto para atacar al hombre por la espalda al momento en que éste acercaba su pistola a la cabeza de Roberto dispuesto a cegarle la vida. Sonó un golpe, el grito del tipo enfadado y el rebotar del arma unos metros más allá; luego las sombras se debatieron y la de Gustavo, la más pequeña, saltó por el suelo hasta alcanzar el punto en el que había caído el arma; el niño no dudó en tomarla entre sus manos y apuntar con ella al hombre estático frente al cañón.
            −Ya, niño, tranquilízate –le dijo el hombre−, si me entregas esa pistola te juro que te dejaré…
            Pero Gustavo fue precavido y alcanzó a disparar dos veces antes que retroceso del arma le hiciera daño a su propio brazo. De todas maneras, el hombre se desplomó como una torre dinamitada sobre las sombras, desparramándose completamente sin vida.
            Maribel no lo podía creer.
            Gustavo se arrastró hasta su amigo con su brazo derecho colgando, dio vuelta su cuerpo y comenzó a llorar ruidosamente. Su hermana se acercó lentamente a su lado, como si caminara en sueños, y gracias a que sus ojos estaban acostumbrados a la reinante oscuridad del lugar, pudo verificar que Roberto había sufrido su último aliento de vida para morir igual que el hombre que le había quitado la vida. La expresión de su cara era de un total desconcierto, como si nunca hubiera llegado a entender el por qué había recibido un disparo en la espalda, por qué estaba muriendo lentamente si era apenas un niño.
            −Debemos… debemos ir… −intentó decir Gustavo, pero las palabras parecían haberlo abandonado por completo−. Debemos…
            Maribel le ayudó a levantarse y salir de ahí a la cegadora luz del exterior; recordó entonces que ni siquiera era mediodía, mientras trataba de que su hermano no tropezara ni cayera en el trayecto de vuelta a los troncos del canal. Una vez del otro lado, hizo que ambos descendieran la pendiente a las faldas del cerro por entre unos árboles, dado el caso aparecieran los amigos del tipo que les había capturado en la cueva.
            −¿Quieres descansar un poco? –le preguntó Maribel a su hermano, mas éste persistió con su mirada perdida y su brazo derecho colgante. Su hermana lo tomó como un apremiante mensaje para salir de ahí cuanto antes.
            El viaje de retorno se les hizo corto y confuso, un abrir y cerrar de ojos de respiración cíclica y agonizante. Maribel pensó que jamás llegarían de vuelta a casa, pero al verla alzada frente a sus sudados y sucios rostros, quiso llorar de la felicidad por poder estar otra vez ahí, en el hogar.
            La niña hizo que su hermano se sentara en el sofá del living a descansar un rato para después tomar el celular para hacer llamadas de la casa y marcar el número de su mamá. Pasaron cerca de quince segundos antes que ella contestara y dijera con tono preocupado:
            −¿Aló, qué sucede? ¿No deberían estar en el colegio?; ¿ha pasado algo malo?
            −Mamá –dijo Maribel, con un nudo en la garganta−. Hoy no hemos ido al colegio –y entonces rompió a llorar por segunda vez en el día.