A Maribel le pareció muy
raro que su hermano mayor estuviera ya vestido y despierto para cuando sonó la
alarma esa mañana. Deambulaba por su cuarto compartido de un lado a otro sin
soltar el celular de sus manos, moviendo sus dedos sobre la pantalla como un
verdadero poseso.
−¿Qué hora es? –le preguntó Maribel con la vaga idea de
estar retrasados.
−Son las siete con veintiséis minutos –le respondió
Gustavo, su hermano, ajustándose los lentes bajo sus espesas cejas con un
movimiento nervioso−. Pero eso no importa. Hoy no irás al colegio.
−¿Qué pasó?; ¿hubo un terremoto mientras dormía?
−Ya verás, Mari, ya verás.
Del otro lado de la puerta, en el pasillo, se escuchaba
el rutinario y caótico ajetreo matinal de su madre, llevando las llaves del
auto de un lado para olvidarlas junto a su taza de café en otro.
−¡Gustavo! –gritó ésta; sus pasos acelerados delataban
que no dejaba de moverse en ningún instante−. ¡Se está haciendo tarde; no
quiero que lleguen tarde al colegio!
−¡No, mamá, no llegaremos tarde! –le devolvió el
aludido−. ¡No te preocupes!
−¡El desayuno está servido en la mesa! –Se oyó cómo el
cerrojo de la puerta del living se abría−. ¡Nos vemos a la noche!
−¡Adiós, mamá!
−¡Adiós, mamá! –dijo Maribel a su vez.
Apenas se oyó la puerta cerrarse del otro lado que
Gustavo dio un ligero respingo, como si se hubiera quebrado un hechizo dentro
de él, y comenzó a quitarse la ropa del colegio. Balbuceaba algo de lo latoso
que era haber tomado tantas precauciones al respecto, o algo así.
−¿Qué estás haciendo? –quiso saber Maribel, extrañada y
algo preocupada−. ¿Te vas a acostar de nuevo? ¿Quién me llevará al colegio?
−Nadie –le dijo su hermano, quitándose los pantalones
mientras saltaba en un pie−. Hoy no iremos al colegio.
−¿Pero entonces…? –A
Maribel, que iba en Segundo Básico, le preocupaba sobremanera el faltar a
clases, pues estaba segura que los inspectores y profesores del colegio no
dudarían en llamar a su madre para notificarles su ausencia; y lo que menos
quería ella en el mundo, era preocupar a su mamá mientras estuviera trabajando.
−Tranquila, Maribel, ya he tomado cartas en el asunto –le
explicó su hermano−. Ayer le dije al inspector Díaz que hoy día teníamos que
visitar a nuestra tía María al locario ese que está en las afueras de la
ciudad…, acompañados de nuestra mamá, obvio.
−¡Pero si nuestra tía María no está en el locario! –dijo
la niña, incorporándose en la cama−. Mentir así es feo…
−Ya, pero esta es nuestra primera mentira. Y la primera
mentira no cuenta, ¿cierto?
Gustavo siempre le había dicho que la primera mentira no
contaba.
−Pero ésta vendrían a ser dos mentiras –repuso la niña
con rapidez−. El decir que nuestra tía está en el locario y el haberle dicho al
inspector que teníamos que…
−Maribel, déjalo, hoy día no iremos a clases –Gustavo se
sentó en su cama y comenzó a ponerse su buzo del fin de semana para hacer lo
mismo con sus zapatillas−. Así que mejor vístete como después de clases y vamos
a comer algo. Hoy tenemos mucho que caminar.
−¿Qué dices? –dijo Maribel sin entender muy bien a qué se
refería su hermano. Mas éste salió del cuarto para dirigirse al baño, dejándola
sola en la penumbra.
Maribel no tenía idea de lo que podía estar tramando Gustavo,
pero supuso que debía ser algo muy grande e importante como para que llegase a
usar su comodín de la primera mentira (como le habían nombrado ellos una noche en
que no podían conciliar el sueño) un día tan frío y sin asunto como aquél; porque
de saber que su hermano tenía que rendir una prueba ultra mega difícil ese día,
Maribel podría haberle hallado sentido práctico a su uso –o mejor dicho al de
ambos−; pero nada de eso iba a suceder durante la mañana ni la tarde: Maribel
lo tenía claro porque los dos compartían un calendario donde lo anotaban todo,
permitiéndoles estar al tanto de las actividades del otro sin ningún
inconveniente.
−¡Maribel, será mejor que te prepares! –le gritó su
hermano desde el baño−. ¡Roberto estará acá en cualquier momento!
Entonces había otra persona además metida en los planes
de aquel día. A la niña se le ocurrió que quizá las cosas habían sido fraguadas
con antelación.
Maribel bostezó y se puso de pie para buscar algo con qué
vestirse en el cajón de la ropa de fin de semana, mientras escuchaba que su
hermano tiraba la cadena del baño y se dirigía a la cocina para calentar los
sándwiches que les había dejado su madre, los mismos que siempre terminaban por
enfriarse antes de ser devorados.
−¿Por qué vendrá Roberto tan temprano a casa? –le
preguntó la niña una vez hubo lavado sus dientes. Roberto era dos años mayor
que ella, la misma edad que Gustavo, y parecía ser el mejor amigo de este
último; al menos eso deducía a partir que de todos los amigos que tenía, era él
con el que más tiempo le veía compartiendo. El aludido dejó su vaso de leche
frío a un lado (a ambos le gustaba a la misma temperatura) y la miró a los
ojos, como si fuera a explicarle algo muy importante. No soltó su celular en
ningún momento.
−Mira, ayer en el
colegio, mientras estábamos con Roberto en el pasillo del casino, escuchamos a
un par de los de Tercero Medio hablando sobre haber capturado a un Dragonite en
esa explanada que está más allá del límite del bosque, cerca del canal.
−¿Ese canal que vimos cuando fuimos con mamá?
−Ese mismo.
−¡Pero si está lejísimos! –exclamó Maribel, llevándose
una mano a la boca−. ¡Además es peligroso! ¡Nos puede salir un guardabosques o
algo pare…!
−No saldrá nadie si no entramos al bosque –le espetó
Gustavo con un gesto seguro−. Además no es necesario entrar ahí para llegar al
punto donde los de Tercero Medio dijeron que estaba el Dragonite.
Maribel agachó la cabeza sin poder creer que todo aquello
de faltar a clases y la primera mentira se debiera al tonto juego de celular
que le había arrebatado el cerebro a su hermano y a todos sus amigos y a todo
el mundo.
−Yo pensaba que hoy día íbamos a faltar por algo más
importante… −farfulló la niña, antes que su hermano le interrumpiera.
−¡Pero si es algo importante! Sólo que tú no lo entiendes
porque no estás en onda.
Maribel pensó en responderle algo pesado, pero calló y
decidió hincar sus dientes en su sándwich. No tenía sentido generar tensión
entre ellos cuando estaba presupuestado pasar la tarde juntos.
Luego de terminar con su desayuno de manera ávida,
Gustavo se levantó de la mesa para llenar un par de botellas plásticas con
agua, preparar unos cuantos sándwiches con queso y mantequilla, y echar unas
cuantas manzanas y naranjas dentro de una bolsa plástica. Maribel lo miraba sin
decir palabra, masticando su sándwich y tragando su leche lo más calmada
posible ahora que sabía que la inasistencia a clases era completamente
inevitable.
−Será mejor que te pongas algo abrigado encima –le dijo
Gustavo, trayendo su mochila vacía hasta la mesa−. El día tiene pinta de seguir
frío hasta la tarde.
−Ya lo sé, ya lo sé. Desde aquí puedo ver que el cielo
está nublado y gris.
−Mejor termina luego tu desayuno, que Roberto debe estar
por llegar –Y como si fuera parte de un truco programado por Gustavo y este
último, en ese mismo momento sonó el timbre de la casa, llenando la estancia
con un (a esa hora) molesto, agudo y digital sonido de campanas. Cuando sonó
por segunda vez, Gustavo gritó “¡ya va, ya va!” dejando lo que hacía en ese
momento.
Maribel escuchó cómo los dos amigos se saludaban
emocionados antes de entrar al living y seguir hablando sobre el mismo tema que
venían tratando desde el lanzamiento de aquel jueguito estúpido. Suspirando
sonoramente, la niña se incorporó para dejar los platos y vasos sucios en el
fregadero.
−Hola, Maribel –le saludó Roberto con la mano, flacucho y
alto como siempre−. ¿Lista para el paseo?
−Nunca nadie está lista para un paseo sorpresa –dijo la
aludida, tratando de no mostrarse todo lo molesta que se sentía.
−Pero es algo que hay que vivir en la vida –dijo Gustavo,
tratando de mostrarse apaciguador−. Como la canción, ¿te acuerdas?.
−Ya –balbuceó Maribel, mordiéndose los labios−, pero la
canción no habla de algo tan idiota como eso de buscar monstruitos con los
celulares por todos lados como ustedes.
Gustavo y Roberto la quedaron mirando un buen rato
callados; Maribel pensó que le dirían algo hiriente en respuesta, pero en vez
de eso se observaron mutuamente y comenzaron a reírse como si hubieran oído el
mejor chiste del mundo.
−Ay, Maribel –dijo su hermano entre hipidos−, nunca
entenderás nada.
Gustavo tenía razón al
decirle a Maribel que llevara ropa abrigada para salir de casa: la temperatura
afuera estaba tan baja, que si no fuera por la gran chaqueta que llevaba
encima, los dientes de la menor de seguro hubieran castañeado de frío. Pero eso
parecía no ser un impedimento para ninguno de los amigos, que no paraban de
hablar sobre las criaturas que habían capturado y las que aún les faltaba
capturar de la misma manera enérgica y embobada de siempre.
Maribel no lo entendía: cómo podía estar ocurriendo
aquello, faltar a clases por culpa de un maldito videojuego de moda. “Y así
creen que yo soy la tonta que no sabe nada”, pensó con sorna mientras seguía
los pasos de sus dos acompañantes. “Pareciera que le han comido el cerebro los
ratones”.
Demoraron cerca de diez minutos en recorrer el extremo
sur de la villa donde vivían, llegando a una enorme quebrada con rejas de
protección para que la gente no transitara hacia el otro lado, con un enorme y
frondoso bosque de fondo.
−La abertura está más allá –señaló Roberto apuntando con
el dedo, refiriéndose a un boquete abierto en la reja a unos cuantos metros de
donde estaban y que todos los pobladores utilizaban para llegar al otro extremo
de ésta. Maribel estuvo a punto de decirle que eso ya lo sabía, que en realidad
todos los que vivían ahí lo sabían, pero prefirió mantenerse callada y no hacer
un comentario al respecto.
Gustavo fue el primero en pasar por el hueco de la reja,
seguido por Roberto y su hermana. El primero de estos se quedó contemplando el paisaje
que tenía al frente, analizándolo.
−Tenemos que ir hasta allá, ¿cierto? –le preguntó Maribel
señalando el extremo izquierdo del bosque, donde la explanada sufría una
inclinación para continuar más allá de lo que su vista les permitía.
−Así es –le respondió su hermano, el pecho henchido como
si estuviera orgulloso−. Mejor bajemos de inmediato, ¿no?
Los tres niños asintieron y caminaron unos cuantos metros
por el borde de la quebrada hasta dar con unas cuantas piedras y escombros que
formaban una improvisada pero resistente escalera hasta la explanada a sus pies.
No era la primera vez que Maribel se enfrentaba a ella, pero seguía sufriendo
un fuerte acceso de vértigo cada vez que se aproximaba a dar el siguiente paso.
Gustavo y Roberto, en cambio, daban la impresión de estarlo pasando de
maravillas, sonriendo a cada escalón que bajaban. “Quién como ellos”, pensó la
pequeña, resignada, bufando a cada escalón que bajaba.
Demoraron cerca de tres minutos en encontrarse abajo
sanos y salvos, con el frío viento de la mañana golpeándoles el rostro y una
extensión enorme de pasto y bosque creciendo frente a ellos. Maribel pudo
entonces respirar un poco más calmada, agradecida de haber sobrevivido a la
primera prueba del viaje.
−¿Están cansados? –quiso saber su hermano mayor. Los
aludidos replicaron con un gesto negativo de la cabeza. Entonces decidieron
proseguir con su camino de inmediato.
El pasto bajo sus pies estaba húmedo, lleno de rocío
matutino; Maribel pudo sentir cómo éste se colaba por el pequeño orificio de
uno de sus zapatos, mojando progresivamente el calcetín en su interior. La
pequeña se arrepintió un montón de no haberse puesto dos pares de estos en vez
de uno, temiendo resfriarse por culpa del descuido; sin embargo era ya muy
tarde para hacer algo por ello. En vez de eso, la niña se puso a mirar los
inmensos árboles moverse en silencio a unos cuantos metros de ella, agitando
sus hojas como si nada les preocupara en el mundo. Y entonces pensó que eso,
todo lo que les rodeaba en ese instante, era lo que sucedía mientras te
hallabas en la sala de clases, mirando soñolienta los infructuosos intentos de
tu profesora en meterle algo en la cabeza a tus compañeros: los árboles
moviéndose lentos, el aire frío refrescándote la cara, la humedad del pasto mojando
tus calcetines y la planta de tus pies, la explanada extendiéndose frente a ti,
invitándote a seguir siempre por ella. Eso, todo eso ocurría sin que te
enteraras frente al pizarrón y el reloj que no cesaba de marcar un segundo tras
otro, un segundo tras otro, hasta el aburrimiento.