Cristián llevaba trabajando
cerca de dos años como guardia del mismo supermercado, a kilómetros de
distancia de la casa donde vivía absolutamente solo. Sus jefes le consideraban
un buen trabajador, uno de los mejores, por ser esforzado y siempre mostrarse renuente
a que la empresa sufriera pérdidas por culpa de los robos efectuados a diario
dentro del recinto. Estuvo al borde de la muerte cuando
detuvo al cabecilla de una banda de ladrones un sábado por la mañana y uno de
sus compañeros le encañonó el pecho para que lo soltara, pero nada de eso
pareció intimidarle después de todo. Por lo mismo, ninguno de sus jefes tenía duda al
respecto: Cristián era uno de los mejores guardias que habían contratado desde
hacía tiempo.
Por lo mismo les pareció extraño que un día éste llegara
atrasado al trabajo, la cara larga y pálida y ojeroso, como si no hubiera dormido absolutamente nada. Uno de ellos le
dijo algo en modo de chiste, algo así como “oye, tenís la almohada pegá’ a la
cara”, lo que sacó abundantes risas a los demás, mas el guardia hizo caso omiso
de él, como si ni siquiera le hubiera escuchado. En vez de eso, se llevó las
manos a la cabeza, agarrándose los mechones de pelo de los costados, y comenzó
a gritar con la máxima potencia que daban sus cuerdas vocales, inundando el
recinto entero con su voz. Al principio sus colegas, sus jefes, la gente que lo
rodeaba y miraba, pensaron que se trataba de una broma, una actuación, pero
tras ver que el hombre estaba al borde de la afonía por todo el esfuerzo realizado
y que muchos se veían muy preocupados al respecto, los guardias restantes no
demoraron en acercarse a él para pedirle que se detuviera.
Cristián se interrumpió, claro, pero en vez de dar una
respuesta sobre su comportamiento y volver al puesto que ocupaba en el
supermercado prácticamente todos los días, se acercó con ligereza a una de las
cajas registradoras ocupadas, se encaramó en ella, bajó sus pantalones hasta
los tobillos y tras un breve pero fuerte esfuerzo, defecó encima una pasta
oscura y fétida ante el horror de todos los ahí presentes. Entonces sus colegas
se abalanzaron sobre él, llevándolo al suelo desde la caja registradora, y lo
redujeron para subirle los pantalones y llevarlo a la bodega del recinto para
interrogarlo.
Como es obvio, Cristián fue despedido esa misma tarde sin
ningún derecho a reclamo, y de él no se volvió a saber nada hasta que un par de
semanas después, en el periódico local, apareció una breve noticia acerca de su
persona: había sido hallado ahorcado en su casa por su hermana, colgando de una
de la vigas altas de la cocina. Se hablaba de depresión, de problemas
económicos, de problemas para volver a encontrar trabajo, pero todos supimos
que la gran razón había sido que tenía sus días contados: en la noticia su
hermana declaraba que tras haber hecho una concienzuda revisión de todas sus
pertenencias en su hogar, había encontrado un examen reciente, el último
realizado con vida, que decía que los médicos habían hallado en él un cáncer terminal
al estómago, uno que le daba apenas cinco meses de vida, como mucho.
Entonces entendimos por qué su desesperado grito aquella
mañana hasta que sus cuerdas vocales no dieran más del esfuerzo, por qué el
cagarse encima de la caja frente a todos, jefes, clientes y colegas, todos; porque
todos necesitamos desahogar un último grito ante lo que nos ha devorado toda la
vida, ante lo que nos devora continuamente hasta el cansancio; porque todos necesitamos
cagarle encima al sistema al que le juramos y damos lealtad por años, día tras
día, sin recibir nada verdaderamente útil a cambio; porque todos necesitamos
hacernos notar por sobre el abuso, la esclavitud moderna, la poca vida y amor
propio que nos hacen cosechar como un mandato irrevocable para la existencia.
Todos lo necesitamos: un último grito y cagarnos encima de todo antes de dejar
nuestra existencia.