Largo camino a la ruina #27: Carne pa' la picadora

Como en la casa del Juan me podía concentrar poco y nada con tanta gente carreteando, no me quedó otra que ir a estudiar al parque municipal después de clases. Eran apenas eso de las cuatro de la tarde y el lugar se veía lleno de colegiales y parejas jóvenes, la mayoría sin haber cumplido siquiera los veinte años o la mayoría de edad. Me costó un buen rato encontrar una elevación vacía donde sentarme y sacar mis apuntes y guías (todas llenas con dibujos de penes) para leerlas de una vez por todas. Al principio me incomodó la dureza del suelo, luego el frío y por último el incesante griterío de las personas que andaban por ahí, cortejándose para aparearse lo más pronto posible; pero tras unos cuantos minutos de preparación (en que fumé un par de cigarros), me tranquilicé y pude por fin concentrarme en la materia.
            Debió de haber transcurrido un tercio de hora cuando sentí el casi nulo pronunciar de un joven hablándole a su pareja. Levanté la vista de mi cuaderno y los vi acercarse hasta las faldas de mi elevación. Eran, cómo no, una pareja de flaites de no más de dieciocho años, acompañados de un niño de unos dos que con toda seguridad era el hijo de ambos. Ninguno parecía preocuparse mucho por él.
            Como la voz del flaite comenzó a llegarme inevitablemente, decidí tomarme un breve descanso antes de seguir con lo mío. Así pude escuchar las interesantes cosas que el joven le decía a su pareja:
            −¡No, si no pasa na’; el gil culiao’ me la’ va a pagar to’a, to’a, por maricón y qué zarpa!
            Su novia parecía mucho más centrada y tranquila, porque le respondió:
            −Oye, no, no hagai’ na’ mejor. ¿Veis que te pueden meter preso de nuevo?
            −¡Qué, a los pacos culiaos me los paso por la raja!
            A partir de eso me pude hacer una idea más o menos general de quienes tenía frente a mis ojos. Me sorprendía que ninguno de ellos se percatara que su hijo subía peligrosamente la elevación, caminando entre piedras altas y resbaladizas.
            El flaite encendió un cigarro y siguió con lo suyo. Por lo que pude entender de sus confusas palabras y mal sintetizadas oraciones, acababa de ser engañado por un primo con el cual había cometido un violento atraco a una casa del centro, llevándose prácticamente todo lo que había en su interior; sin embargo el primo de éste, al parecer mucho mayor y más avieso que él, terminó por quedarse finalmente con todo lo robado, engañándolo de la manera muy ruin. Ahí entendí por qué entonces quería matar a disparos al otro tipo.
            −¡Se lo merece el gil culiao’!
            Su polola no sabía dónde tener la atención: si en su interlocutor, o en su hijo que andaba por ahí jugando.
            −Oye, mira la guagua, se va a hacer cagar –dijo el joven, apuntando con el cigarro a su hijo−. Llámalo.
            −Podríai’ llamarlo tú también, si es tu hijo –balbuceó su polola.
            −¿Qué güeá? ¿Me estai’ diciendo que tengo que hacer tu pega también, ah?
            La joven se quedó callada y llamó a su hijo, quien se devolvió corriendo hacia ellos. Ahí supe que se llamaba Michael.
            −Oye, cabro culiao’ –le dijo el flaite a su hijo, con voz rasposa−, no te vayai’ lejo’, ¿me escuchaste? –y dicho esto, le pegó fuertemente con el encendedor en la cabeza a modo de regaño.
            −¡Oye, no le peguí’ a la guagua!
            −¡O’e, si no pasa na’ o’e! No seai’ cuática.
            El tipo encendió otro cigarro y le importó una mierda que su hijo estuviera ahí, al alcance del humo.
            No tardaron mucho en irse; mas cuando lo hicieron, mi concentración se había ido al carajo: no podía dejar de pensar en que casos como éste se repetían en un sinnúmero de hogares del país: jóvenes con niños a su haber, con muy poca experiencia y habilidades para ser padres, de edad inferior a los veinte años y muy pocas posibilidades de poder darles una vida llena de los cuidados y garantías que necesitan para que éstos lleguen a la edad adulta sin mayores problemas. 
Pensé en esto y sentí un nudo en el estómago, percatándome que ésta era la solución idónea para un país que no necesita más empresarios ni millonarios posicionados en la clase alta, sino más y más personas capaces de rebajarse a ser sus sirvientes por un puñado miserable de dinero. En otras palabras: carne para la picadora. Porque sin concientizar a la gente del daño que se están haciendo, no están haciendo otra cosa más que asegurar a todas sus generaciones posteriores con más y más casos que no dejarán de repetirse a lo largo de la historia de nuestra nación: jóvenes teniendo hijos cada vez más jóvenes, inconscientes de todo lo que sucede en el mundo real, con una capacidad casi nula de ver las cosas con claridad para el futuro que se les viene encima.
Pensé: ese niño, el Michael que acabo de ver, en diez, doce años más, probablemente se encuentre de nuevo en este mismo parque, con su polola (con la que obviamente jamás se casará) y su hijo al que posiblemente jamás querrá porque le ha arruinado su juventud, porque después de eso tendrá que partirse el lomo para poder darle algo bueno, porque tendrá que robar para poder mantenerlo, porque tiene catorce años y el mundo se le ha venido encima. Pensé: es un método bastante eficaz que no cesará de repetirse nunca.
Pensé: este país es una mierda.