Largo camino a la ruina #26: 11/S

−¿Te acordai’ de cuando quedó la cagá con las Torres Gemelas? –me preguntó el Mauro, de la nada. Estábamos en el supermercado, abriendo la bolsa de los panes sellada para echarle unos cuantos más adentro sin que nadie se diera cuenta.
            −Estaba en la Básica –respondí, tratando de ocultar su cuerpo de los otros clientes−. Me acuerdo que nos dejaron ir a la casa más temprano. No sé si me pasó algo más ese día.
            −¡Güeón, ese día estaba la media cagá en todos lados! La gente creía que se venía la Tercera Guerra Mundial.
            −Me acuerdo que mi mamá decía harto eso, que se venía la Tercera Guerra Mundial –Hice una pausa−. Al final no pasó ni una güeá.
            −No pasó nada entre comillas –dijo el Mauro, enfatizando las últimas dos palabras−. Cacha que en mi colegio la profesora que nos hacía clases se volvió loca.
            −¿Loca, loca sicópata?
            −Pucha, se volvió loca nomá’. La güeá fue que después de ver las noticias (ese día nos dejaron ver la tele toda la mañana), se desesperó y empezó a alarmar a todos que la Tercera Guerra Mundial era inminente. Algunos niños lloraban terrible cuático; imagínate tu profe viene y te dice que todo se va a ir a la mierda.
            −Pa’l hoyo.
            −Sí, pa’l hoyo –El Mauro miró para todos lados y volvió a poner la etiqueta del precio en la bolsa después de cerrarla. Empezamos a caminar hacia las cajas recaudadoras−. Cacha que al día siguiente, disolvimos unas tizas blancas que encontramos en el taller y la echamos en un sobre y se lo mandamos a la profe por correo, para que pensara que era Ántrax.
            −O sea que la güeá estuvo bien organizada.
            −En mi curso había un güeón terrible malo; le gustaba dejar la cagá siempre, de chico.
            −¿Y qué hizo la profe?
            −La güeá la recibió al día siguiente, y le llegó al colegio, justo en un recreo; fue el medio güeveo.
            −¿Se desmayó? –Nos detuvimos para saludar a la cajera y le pasamos la bolsa del pan para que la marcara. Nos miró como diciendo: “¿en serio?; no traten de hacerme güeona, cabros culiaos”; y bueno, no era menor una reacción así, si en la bolsa iban más de dos kilos de pan, mientras que en la pantalla los dígitos anunciaban apenas $484. Sólo le sonreímos a la manera de limosneros universitarios y ella chascó la lengua, dejando pasar nuestro embauque.
            −Mejor que eso –dijo el Mauro, entregándole una moneda de $500 a la cajera; le hizo un gesto para que se quedara con el vuelto−. Como pensó al tiro que era Ántrax, la vieja se desmayó en medio del patio, como un saco de papas. Después, cuando nos acercamos para verla de cerca, nos dimos cuenta que también se había cagao’. Desde ese momento que la llamábamos La Cagona…, bueno, hasta que se fue al año siguiente.
            −Qué hijos de perra fueron ustedes –le dije sonriendo−. Seguro que se fue por depresión, ¿no?
            −No –dijo el Mauro, mientras salíamos del supermercado−. La echaron porque abusaba de un compañero menor de edad.

            −Oh...