El tiempo transcurría monótono, la oscuridad parecía querer engullirlo
todo y Roberto seguía sin poder conciliar el sueño. Se revolvía de un lado a
otro, inquieto, como si su cuerpo quisiera estar por sobre todas las órdenes de
descanso de su mente. Pensó en relajarse, imaginar azules ciertas zonas tensas
de su cuerpo y, cómo no, contar hasta que ese algo dentro suyo por fin
decidiera dejarlo tranquilo; pero fue imposible.
Un perro ladró a lo
lejos, otro le contestó más allá, un vehículo golpeó su parachoques al saltar un
lomo de toro cercano, alguien manejaba por la calle escuchando regetón a un
volumen demencial. Era como si la noche tuviera vida propia, una secreta y
enigmática. Roberto pensaba esto cuando sintió que la puerta de su pieza se
abría. En un comienzo creyó que era su gata, quien de vez en cuando decidía
pasar la noche junto su almohada; pero luego de sentir unos tenues pasos, pensó
que podía tratarse de su hermana pequeña y sus frecuentes pesadillas.
Sin embargo, Roberto
estaba muy lejos de estar en lo correcto: recortada contra la puerta de su
habitación, se hallaba la silueta de un hombre mayor, sombrero de ala ancha
sobre la cabeza y vestido con una chaqueta larga y pesada que le llegaba hasta
los tobillos. Roberto no conseguía ver su rostro con claridad; era como si
estuviera hecho de sombras y oscuridad.
Roberto, en un acto
completamente instintivo, ahogó un grito y se ocultó bajo sus sábanas,
temblando violentamente. ¡Había alguien ahí con él, a su lado, había alguien,
había alguien ahí!
Entonces aguzó su oído, como esperando a que la
persona en el umbral diera alguna señal de marcharse o cernirse sobre su
cuerpo. Intentó gritar, decirle: “¡ándate, ándate lejos!”, mas su voz no se lo
permitió. Intentó gritar, pedirle ayuda a sus padres, a quién fuera que llegara
a escucharlo y despertar, pero estaba mudo; podía articular las palabras, mas
no pronunciarlas.
En eso sintió que algo se posaba en uno de los
bordes de la cama, como una persona al sentarse; una alarma se disparó de
inmediato en su cabeza, advirtiéndole que después de todo lo que estaba
viviendo no era un sueño: porque algo, sí, algo
estaba sentado junto a él, algo que no parecía ni respirar ni estar vivo.
Roberto se encogió en su cama, esperando el
desenlace en cualquier momento. Sintió que el peso del hombre se volvía
diferente, más ligero, hasta volverlo a sentir en otro punto de la cama, como
si estuviera cambiándose de puesto. Roberto no dejaba de pensar: “por favor,
que se vaya, por favor, que se vaya, por favor, que se vaya…” sin lograr
tranquilizarse. ¿Cómo podía ser todo esto cierto?
El joven, en una acción desesperada, quiso volver a
gritar, tratar de llamar la atención de sus padres como fuera, por lo que
decidió sacar rápidamente su mano de las sábanas y tomar su lámpara del velador
para arrojarlas lejos y así provocar algo de ruido. Contó hasta tres, confiando
en que el hombre, sombra y oscuridad, no pudiera leer sus pensamientos. Uno,
dos, ¡tres! Alargó su brazo por sobre su cabeza, sabiendo que sólo tenía una
oportunidad, y tomó la lámpara para lanzarla al otro rincón de la pieza. El
objeto trazó un limpio arco por la habitación y fue a dar contra su tele,
quebrándole sonoramente la pantalla. Entonces pudo volver a gritar: “¡papá,
mamá!” sin parar. Sus padres no demoraron ni diez segundos en entrar raudos y
encender la luz.
−¿Qué pasa? –Su papá parecía estar más enojado que
preocupado; y luego de ver el desastre que había provocado su hijo, el primero
de sus estados no hizo más que acentuarse−. ¿Por qué hiciste eso?
−Esque, esque… −Roberto pensó en contarles todo lo
ocurrido, pero al recorrer el cuarto con su visión adolorida por la luz, se dio
cuenta que ahí no había nadie.
−¡Mejor deja de jugar esas basuras por Internet! –le
dijo su papá, iracundo, mientras su mamá daba media vuelta y volvía a su cuarto
en silencio−; ¡esas cosas te tienen así! Mejor duerme, que mañana vas al
colegio.
Y dicho esto, cerró la puerta tras de sí, dejando la
luz encendida.
Roberto no podía entenderlo: había sentido a alguien
sentarse a sus pies, lo había visto recortado contra la penumbra y hasta podía
decir cómo iba vestido…
Sin pensar en otra cosa más que en lo vergonzoso que
había sido todo, se levantó, cuidando de no cortarse un pie, y apagó la luz del
techo; con el mismo cuidado volvió a su cama y se arrebujó entre las sábanas,
pensando en lo idiota que había sido al actuar así, rompiéndolo todo.
Se apoyó sobre su
costado derecho y comenzó con los mismos e infructuosos ejercicios para inducir
su sueño. Sin embargo, se detuvo de inmediato al sentir un leve susurro dentro
del cuarto; al principio no pudo dar con su origen, pero luego de sentir una
suave vibración bajo su cama, supo que el hombre, sombra y oscuridad, jamás se
había ido de ahí.
−Hola,
Roberto.