Con el afán de fastidiarnos,
un amigo comenzó a preguntarnos, a mi hermano chico y a mí, que qué recuerdos
teníamos juntos de nuestra niñez. Nos costó hacer memoria, puesto que de esos
tiempos ya van muchos años, pero mi hermano se acordó justo de una vez que
encontramos al gato de una vecina atrapado en uno de los árboles de la plaza
donde vivimos. Juramos que nuestras intenciones eran buenas, pero nuestra
vecina casi nos mató cuando se enteró que intentábamos hacer bajar a su mascota
lanzándole piedras para que saltara hacia nosotros. Nos dijo: “¡qué tienen en
la cabeza, niños de porquería! Ojalá fuera su mamá para poder retarlos y
hacerles morder el polvo”. Luego se fue y nos estuvo evitando la palabra por
alrededor de un año, hasta que, suponemos, se dio cuenta que no éramos más que unos
niños que no sabían discernir bien entre lo que era bueno y lo malo, y que la
situación, después de todo, no podía pasar de ser más que un mero malentendido
entre vecinos. Sin embargo, por otro lado, debo admitir que mi hermano y yo nos
sentimos horrible al respecto, puesto que nuestras intenciones eran totalmente
inocentes, pero terminamos, como siempre, haciéndolo todo mal, dañando a un
pobre animalito muerto de miedo que no quería hacer otra cosa más que volver a
casa.
Ahora pienso en lo selectiva que es nuestra mente,
siempre cegando las ventanas de nuestra memoria para no volver a lo que no
deseamos, a eso de lo cual no estamos orgullosos y no deja de hacernos sentir
una vergüenza enorme. Como cuando intentamos bajar al gato de nuestra vecina
con mi hermano y todo salió mal. Pero al carajo: uno no puede sentirse culpable
por todo en la vida, esa no es la gracia. Lo esencial es recordarlo todo,
recordar hasta el último detalle, usarlos como un ladrillo sobre otro ladrillo
y así sucesivamente.
De todas formas el recordar el episodio del gato trajo
para mí una cantidad de buenos recuerdos que creía olvidados, perdidos entre
tanta imagen borrosa dentro de mi cabeza. Nunca es malo recordar cuando uno fue
tan chico e inocente.