La proximidad de la Pascua
de Resurrección siempre me trae a la cabeza un momento especial de mi niñez en
el que está involucrado mi hermano menor. Cuando teníamos seis y tres años
correspondientemente, solíamos educarnos mucho con ayuda de la televisión; y
qué cosa más educativa en estas fechas festivas que ver un montón de películas
bíblicas, llenas de azotes, paisajes áridos y crucifixiones.
Por lo mismo, y bajo la influencia del heroico sacrificio
de Jesús por nuestros pecados, mi hermano, sin que nadie se diera cuenta, armó
una rústica cruz de madera que enterró cuidadosamente en un rincón del patio,
debajo un viejo romero que ya no existe. Nadie se percató de sus intenciones
hasta que mis papás lo vieron perseguir al gato con un martillo y clavos en las
manos; cuando le preguntaron por qué lo hacía, dijo que lo quería crucificar
para que todos pudiéramos irnos al Cielo, como lo había hecho Cristo. Mis
papás, me los imagino consternados, le explicaron de qué iba el asunto de las
películas, que en realidad las cosas no eran tan literal como las presentaban.
Supongo que para un niño de esa edad era algo difícil de entender; o sea: lo
ves en la tele, tratas de imitarlo. Por eso sigo pensando hasta hoy que mi
hermano no fue tan culpable de la crucifixión del gato como algunos llegaron a
pensarlo: la culpa fue (y es) de los canales de televisión abierta por mostrar
algo tan denso, emocionante y escalofriante a la vez en un horario de alcance
para un montón de niños acostumbrados a un tipo de programa muy distinto del
presentado: en estas películas te mostraban un personaje con un objetivo
positivo en la vida, con virtudes y dones capaces de ayudar al prójimo, hacer
que te encariñaras con él y luego ¡PAF!, lo muelen a azotes, le dan duro como
al peor de los rufianes y luego terminan por clavarlo en una cruz frente a tus propios
ojos y tú quedas: no, no puede ser que Jesús haya sufrido tanto, ¡y todo por nosotros!;
lógico sentirse culpable después de ver la película sin tener plena conciencia
de su mensaje, ¿no?
Ahora no es que me guste mencionar esto cada vez que
pueda (de hecho, a mi hermano le molesta un montón, porque alega que cuando lo
hizo no tenía conciencia plena de sus actos), pero lo hago porque es bueno
recordar, aunque sea de vez en cuando, que uno fue alguna vez niño y por sobre
todo, muy, muy inocente; tan inocente así, como para haber llegado a creer
alguna vez en tantas historias fantásticas como si fueran plenamente
ciertas.