Historia #188: Samuel Maluenda (o Cómo terminó todo esa noche) ("Nos sigue un cazarrecompensas #10")



Escuché la puerta de un local cercano abrirse y me sorprendí un montón al ver a hermana saliendo tranquilamente de la tienda de videojuegos con un aparato de cristal como el de la abuela entre sus manos. Nos miró con los ojos como platos, asustada, antes de esconder el artefacto que sostenía tras su espalda. Acto seguido empezó a vaciar lentamente todo el humo de sus pulmones con un gesto culpable.
            −Hola −dijo ella agitando una mano−. ¿Qué hacen aquí?
            −¡Cómo que qué estamos haciendo aquí! −exclamó papá al llegar a su lado−. ¡Venimos a salvarte! ¡El cazarrecompensas te raptó y…!
            −¿Raptarme?
            Hermana nos miró extrañada antes de continuar.
            −No, se equivocan: él sólo quería compartir un poco de su…, emmm, ya saben…, su hierba mágica que él mismo cosechó, conmigo.
            −¿Qué estás diciendo, hermana? −le pregunté sin entender muy bien el malentendido−. ¿El cazarrecompensas sólo quería fumarse un porro contigo?
            −Bueno, no sólo un porro, sino que, ya sabes…, muchos porros.
            Papá y mamá tenían la cara descompuesta. Tampoco entendían un carajo.
            −A todo esto −dijo hermana−, ¿dónde está el cazarrecompensas?
            −Mira −dijo la abuela−. En estos casos es mejor decir siempre la verdad.
            La abuela se aclaró la voz con delicadeza. 
            −El cazarrecompensas dijo que tenía que atender a un llamado inesperado de su madre −explicó ésta−. Por eso se tuvo que ir sin poder despedirse de nadie y esas cosas. Dijo que lo sentía mucho. 
            Hermana entonces miró a su alrededor como si acabara de percatarse de lo destruido que se encontraban ciertos puntos de la galería.
            −Vaya, esta hierba que está buena −comentó antes de entrar al local de Samuel Maluenda sin tomar en cuenta que su escaparate estaba hecho añicos.
            −¡Hey, hermana, no vayas! −le grité tratando de alcanzarla con la mano, mas fue imposible.  
            Papá y mamá gritaron a su vez, corriendo en pos de ella.
            Volvimos a entrar en el local de los videojuegos (donde aún persistía un poco el humo de la bomba que había arrojado el cazarecompensas) justo para ver cómo hermana desaparecía tras una puerta secreta ubicada detrás el mostrador, oculta entre varios posters.
            Del otro lado, cómo no, se encontraba la oficina del famoso Samuel Maluenda, un tipo de unos sesenta y tantos años, pelo ralo con una pronunciada calva al medio de su cabeza, hombros caídos y aspecto de estar muy, muy triste. En ese momento jugaba Zelda: A Link to the past sentado frente a un desvencijado televisor de moda hacía ya unos veinte años. Todos los libros, cartuchos de videojuegos y cintas de videos que llenaban los estantes ubicados a ambos lados de la oficina (con agujeros de las balas que habían conseguido colarse a través de la pared) le daban a ésta un aire acogedor que en primera instancia me apretó el pecho y la respiración. Era como retroceder muchos años atrás, cuando era pequeño, iba en el colegio y solía ver dibujos animados después de salir de clases muy temprano por las tardes. Me sentí muy raro en ese momento.
            −Veo que el cazarrecompensas que contraté ha hecho bien su trabajo −dijo el hombre sin dejar de mirar la pantalla que tenía al frente−. Necesitaba hablar contigo, papá.
            Era extraño, pero Samuel Maluenda había adoptado la misma manera de llamar a papá que nosotros.
            −¿Hablar conmigo? −dijo papá con aire socarrón−. ¡Eso lo dices ahora que llegamos aquí y te percatas que somos muchos más de los que te imaginabas!
            −La familia es grande, y siempre es mejor llevarla consigo para todas partes que en el corazón −dijo Samuel con tranquilidad−. Aunque a veces no se puede y no queda otra alternativa más que…, bueno, ya saben, recordar los buenos momentos y pensar que todo, al final de cuentas, sigue estando bien. 
            Parece un tipo al borde del suicidio, pensé.
            −Por lo mismo quería que vinieras hasta aquí −continuó el hombre, haciendo una clara alusión a papá sin despegar la vista del televisor−. Quería decirte que a pesar de haber borrado el alma de mi nieto del cartucho de mi Donkey Kong Country, no guardo mayores rencores para contigo. Lo hecho hecho está, y ya no hay más vuelta que darle. La vida sigue, siempre. 
            Samuel Maluenda se pasó una mano por la cabeza (como si aún tuviera pelo que peinar) con nerviosismo.
            −No sé si te fijaste bien −dijo éste amargamente−, pero afuera ya no están las máquinas de baile en las que solíamos bailar hasta tarde, ¿lo recuerdas?
            Papá asintió embobado, casi al borde de las lágrimas.
            −Como las consolas de videojuegos se han vuelto más accesibles para la gente, y ya no se necesita de una verdadera Super Nintendo para jugar sus clásicos, el intentar vivir de lo que llevo haciendo gran parte de mi vida se hace cada vez más difícil. Por lo mismo tuve que venderlas a precio de ganga para poder seguir con este negocio. Triste, ¿no?
            Todo aquello me rompía el corazón, lo juro.
            Papá dejó su pistola de lado y abrazó a Samuel Maluenda por la espalda; éste continuó jugando como si nada sucediera, pero pude notar cómo sus ojos temblaban a la luz del reflejo del televisor.
            −Lo siento, amigo −dijo papá soltando un fuerte y estruendoso gas−. También lo siento por ese gas, Samuel.
            Samuel fue soltando lentamente el control de la consola hasta apretar PAUSA y dejarlo en el suelo. Luego cerró los ojos y se levantó para devolverle el abrazo a su antiguo amigo de jugarretas y terminar por romper en llanto, provocando que papá le imitara al cabo de unos segundos.
            −Te quiero, amigo −le dijo Samuel a papá.
            −Yo igual te quiero −le dijo papá a Samuel antes de volver a abrazarse.
            −Ay, qué tierno −susurró la abuela, enternecida. 
            Samuel levantó la mirada para saber quién acababa de hablar y fue como si todo si hubiera detenido en ese mismo momento: sus ojos refulgieron y los latidos de su corazón aumentaron tanto, que podía escucharlos incluso desde donde me encontraba posicionado. Y no sólo eso: ocurrió algo similar con la abuela, que en su caso soltó sin querer la escopeta que tenía entre sus manos al tiempo que su boca se desencajaba de manera involuntaria.
            −Ho… hola… −tartamudeó Samuel al saludarla.
            −Ho…, hola, Samuel −le respondió la abuela−. Qué gusto.
            −Sí, qué gusto. Tú debes ser la… abuela, ¿cierto?
            −La misma que come y habla.  
            −Eres… −balbuceó él.
            −Tú eres… −farfulló ella.
            −¿Por qué no…?
            −¿Te gustaría cantar karaokes conmigo en mi casa esta madrugada?
            −Claro que me gustaría −dijo Samuel, soltándose del abrazo de papá. La abuela parecía ser su nueva fascinación.
            −Entonces vámonos −dijo la abuela tomándolo del brazo para conducirlo hacia la salida de su oficina−. Pidamos un taxi y larguémonos de aquí cuanto antes.
            −Está bien, está bien.
            El aspecto de Samuel había cambiado de un rato para otro: ahora se notaba iluminado, motivado, incluso como si tuviera renovadas ganas de vivir la miserable vida que llevaba a diario. Era increíble el efecto que podía llegar a provocar una persona en otra.
            −Esperen −dijo éste, deteniéndose de repente−. ¿Y el cazarrecompensas? ¿Dónde está; alguien sabe? Debo pagarle por haber cumplido con su misión.
            La abuela abrió la boca un par de veces sin decir nada hasta que soltó:
            −El cazarrecompensas nos dijo que todo corría por cuenta de la casa, que reunir personas era su especialidad y lo que más anhelaba en el mundo.
            −Vaya buen tipo ese cazarrecompensas −dijo Samuel antes de salir de su oficina con la abuela tomada del brazo. Los dos acompañantes musculosos les siguieron en silencio.
            Nos miramos con papá, mamá y hermana, que seguía muy drogada, sin saber qué decir.
            −Yo pensaba que ese tal Samuel quería acabar contigo −dijo mamá−, no hacer las paces y borrón y cuenta nueva.
            −Sí, papá −dije yo−. Me decepciona un montón que todo esto haya sucedido por… nada.
            −¿Están diciendo que no les gustan los finales felices? −preguntó papá con la cara algo descompuesta−. ¿Están diciendo que no les gustó que me haya reconciliado con mi viejo amigo?
            −No es eso −dijo mamá, tratando de encontrar las palabras adecuadas para lo que tenía en mente−. Sólo que…, no sé…, pensé que todo terminaría distinto, con una pelea súper épica entre la abuela y Samuel, o algo de ese calibre, no así, con ella yéndose con él del brazo a su propia casa.
            −Bueno, las cosas no siempre deben terminar como lo terminan comúnmente todas las demás cosas −dijo papá, tratando de sonar grandilocuente−. Mejor vamos a casa a descansar, que ya es muy tarde. 
            −Ni que lo digas −dijo mamá antes de tomar a hermana y conducirla hasta la salida de la oficina. Iba a seguirles cuando pensé que debía hacer algo antes de marcharme de aquel lugar. En vez de eso me dirigí al televisor para apagarlo al igual que la consola ubicada debajo. Luego desenchufé ambos aparatos y me largué de ahí haciendo lo mismo con la luz del techo.
                Podría haber sido ése el final feliz que todos necesitábamos antes de acabar con aquel ajetreado día, pero después que todo el dolor y el cansancio se disiparan de nuestros cuerpos tras las escasas horas que dormimos esa madrugada, todos tuvimos un montón de malas noticias al otro día: en primer lugar, mamá fue despedida por haberse marchado del trabajo sin haberle dado explicaciones claras a nadie, al igual hermana y yo por haber faltado a medio día de clases en el colegio y el instituto, respectivamente. Luego vino lo de la depresión de mamá producto de todo lo ocurrido, seguido de un par de intentos de suicidios que nos dejaron bastante cansados física y emocionalmente. Mamá, de manera progresiva y notoria, se estaba volviendo loca por la falta de actividad en su vida. Ahora no podemos dormir en paz por culpa de escucharla siempre llorando o gritando nuestros nombres durante la noche, sosteniendo los cuchillos para cortar la carne sobre su cabeza sacando y entrando la lengua repetidas veces. Sí, podría haber sido un final feliz para todos, pero luego de la persecución de ese maldito cazarrecompensas, nada volvió a ser lo mismo para nosotros.