Escuché la puerta de un
local cercano abrirse y me sorprendí un montón al ver a hermana saliendo
tranquilamente de la tienda de videojuegos con un aparato de cristal como el de
la abuela entre sus manos. Nos miró con los ojos como platos, asustada, antes
de esconder el artefacto que sostenía tras su espalda. Acto seguido empezó a
vaciar lentamente todo el humo de sus pulmones con un gesto culpable.
−Hola −dijo ella agitando una mano−. ¿Qué hacen aquí?
−¡Cómo que qué estamos haciendo aquí! −exclamó papá al
llegar a su lado−. ¡Venimos a salvarte! ¡El cazarrecompensas te raptó y…!
−¿Raptarme?
Hermana nos miró extrañada antes de continuar.
−No, se equivocan: él sólo quería compartir un poco de
su…, emmm, ya saben…, su hierba mágica que él mismo cosechó, conmigo.
−¿Qué estás diciendo, hermana? −le pregunté sin entender
muy bien el malentendido−. ¿El cazarrecompensas sólo quería fumarse un porro
contigo?
−Bueno, no sólo un porro, sino que, ya sabes…, muchos porros.
Papá y mamá tenían la cara descompuesta. Tampoco
entendían un carajo.
−A todo esto −dijo hermana−, ¿dónde está el cazarrecompensas?
−Mira −dijo la abuela−. En estos casos es mejor decir
siempre la verdad.
La abuela se aclaró la voz con delicadeza.
−El cazarrecompensas dijo que tenía que atender a un
llamado inesperado de su madre −explicó ésta−. Por eso se tuvo que ir sin poder
despedirse de nadie y esas cosas. Dijo que lo sentía mucho.
Hermana entonces miró a su alrededor como si acabara de
percatarse de lo destruido que se encontraban ciertos puntos de la galería.
−Vaya, esta hierba sí
que está buena −comentó antes de entrar al local de Samuel Maluenda sin tomar
en cuenta que su escaparate estaba hecho añicos.
−¡Hey, hermana, no vayas! −le grité tratando de
alcanzarla con la mano, mas fue imposible.
Papá y mamá gritaron a su vez, corriendo en pos de ella.
Volvimos a entrar en el local de los videojuegos (donde
aún persistía un poco el humo de la bomba que había arrojado el
cazarecompensas) justo para ver cómo hermana desaparecía tras una puerta
secreta ubicada detrás el mostrador, oculta entre varios posters.
Del otro lado, cómo no, se encontraba la oficina del
famoso Samuel Maluenda, un tipo de unos sesenta y tantos años, pelo ralo con
una pronunciada calva al medio de su cabeza, hombros caídos y aspecto de estar
muy, muy triste. En ese momento jugaba Zelda:
A Link to the past sentado frente a un desvencijado televisor de moda hacía
ya unos veinte años. Todos los libros, cartuchos de videojuegos y cintas de
videos que llenaban los estantes ubicados a ambos lados de la oficina (con
agujeros de las balas que habían conseguido colarse a través de la pared) le
daban a ésta un aire acogedor que en primera instancia me apretó el pecho y la
respiración. Era como retroceder muchos años atrás, cuando era pequeño, iba en
el colegio y solía ver dibujos animados después de salir de clases muy temprano
por las tardes. Me sentí muy raro en ese momento.
−Veo que el cazarrecompensas que contraté ha hecho bien
su trabajo −dijo el hombre sin dejar de mirar la pantalla que tenía al frente−.
Necesitaba hablar contigo, papá.
Era extraño, pero Samuel Maluenda había adoptado la misma
manera de llamar a papá que nosotros.
−¿Hablar conmigo? −dijo papá con aire socarrón−. ¡Eso lo
dices ahora que llegamos aquí y te percatas que somos muchos más de los que te
imaginabas!
−La familia es grande, y siempre es mejor llevarla
consigo para todas partes que en el corazón −dijo Samuel con tranquilidad−.
Aunque a veces no se puede y no queda otra alternativa más que…, bueno, ya
saben, recordar los buenos momentos y pensar que todo, al final de cuentas,
sigue estando bien.
Parece un tipo al borde del suicidio, pensé.
−Por lo mismo quería que vinieras hasta aquí −continuó el
hombre, haciendo una clara alusión a papá sin despegar la vista del televisor−.
Quería decirte que a pesar de haber borrado el alma de mi nieto del cartucho de
mi Donkey Kong Country, no guardo
mayores rencores para contigo. Lo hecho hecho está, y ya no hay más vuelta que
darle. La vida sigue, siempre.
Samuel Maluenda se pasó una mano por la cabeza (como si
aún tuviera pelo que peinar) con nerviosismo.
−No sé si te fijaste bien −dijo éste amargamente−, pero
afuera ya no están las máquinas de baile en las que solíamos bailar hasta
tarde, ¿lo recuerdas?
Papá asintió embobado, casi al borde de las lágrimas.
−Como las consolas de videojuegos se han vuelto más
accesibles para la gente, y ya no se necesita de una verdadera Super Nintendo
para jugar sus clásicos, el intentar vivir de lo que llevo haciendo gran parte
de mi vida se hace cada vez más difícil. Por lo mismo tuve que venderlas a
precio de ganga para poder seguir con este negocio. Triste, ¿no?
Todo aquello me rompía el corazón, lo juro.
Papá dejó su pistola de lado y abrazó a Samuel Maluenda
por la espalda; éste continuó jugando como si nada sucediera, pero pude notar
cómo sus ojos temblaban a la luz del reflejo del televisor.
−Lo siento, amigo −dijo papá soltando un fuerte y
estruendoso gas−. También lo siento por ese gas, Samuel.
Samuel fue soltando lentamente el control de la consola
hasta apretar PAUSA y dejarlo en el suelo. Luego cerró los ojos y se levantó para
devolverle el abrazo a su antiguo amigo de jugarretas y terminar por romper en
llanto, provocando que papá le imitara al cabo de unos segundos.
−Te quiero, amigo −le dijo Samuel a papá.
−Yo igual te quiero −le dijo papá a Samuel antes de
volver a abrazarse.
−Ay, qué tierno −susurró la abuela, enternecida.
Samuel levantó la mirada para saber quién acababa de
hablar y fue como si todo si hubiera detenido en ese mismo momento: sus ojos
refulgieron y los latidos de su corazón aumentaron tanto, que podía escucharlos
incluso desde donde me encontraba posicionado. Y no sólo eso: ocurrió algo
similar con la abuela, que en su caso soltó sin querer la escopeta que tenía
entre sus manos al tiempo que su boca se desencajaba de manera involuntaria.
−Ho… hola… −tartamudeó Samuel al saludarla.
−Ho…, hola, Samuel −le respondió la abuela−. Qué gusto.
−Sí, qué gusto. Tú debes ser la… abuela, ¿cierto?
−La misma que come y habla.
−Eres… −balbuceó él.
−Tú eres… −farfulló ella.
−¿Por qué no…?
−¿Te gustaría cantar karaokes conmigo en mi casa esta
madrugada?
−Claro que me gustaría −dijo Samuel, soltándose del
abrazo de papá. La abuela parecía ser su nueva fascinación.
−Entonces vámonos −dijo la abuela tomándolo del brazo
para conducirlo hacia la salida de su oficina−. Pidamos un taxi y larguémonos
de aquí cuanto antes.
−Está bien, está bien.
El aspecto de Samuel había cambiado de un rato para otro:
ahora se notaba iluminado, motivado, incluso como si tuviera renovadas ganas de
vivir la miserable vida que llevaba a diario. Era increíble el efecto que podía
llegar a provocar una persona en otra.
−Esperen −dijo éste, deteniéndose de repente−. ¿Y el
cazarrecompensas? ¿Dónde está; alguien sabe? Debo pagarle por haber cumplido con
su misión.
La abuela abrió la boca un par de veces sin decir nada
hasta que soltó:
−El cazarrecompensas nos dijo que todo corría por cuenta
de la casa, que reunir personas era su especialidad y lo que más anhelaba en el
mundo.
−Vaya buen tipo ese cazarrecompensas −dijo Samuel antes
de salir de su oficina con la abuela tomada del brazo. Los dos acompañantes
musculosos les siguieron en silencio.
Nos miramos con papá, mamá y hermana, que seguía muy
drogada, sin saber qué decir.
−Yo pensaba que ese tal Samuel quería acabar contigo −dijo
mamá−, no hacer las paces y borrón y cuenta nueva.
−Sí, papá −dije yo−. Me decepciona un montón que todo
esto haya sucedido por… nada.
−¿Están diciendo que no les gustan los finales felices? −preguntó
papá con la cara algo descompuesta−. ¿Están diciendo que no les gustó que me
haya reconciliado con mi viejo amigo?
−No es eso −dijo mamá, tratando de encontrar las palabras
adecuadas para lo que tenía en mente−. Sólo que…, no sé…, pensé que todo
terminaría distinto, con una pelea súper épica entre la abuela y Samuel, o algo
de ese calibre, no así, con ella yéndose con él del brazo a su propia casa.
−Bueno, las cosas no siempre deben terminar como lo
terminan comúnmente todas las demás cosas −dijo papá, tratando de sonar
grandilocuente−. Mejor vamos a casa a descansar, que ya es muy tarde.
−Ni que lo digas −dijo mamá antes de tomar a hermana y
conducirla hasta la salida de la oficina. Iba a seguirles cuando pensé que
debía hacer algo antes de marcharme de aquel lugar. En vez de eso me dirigí al
televisor para apagarlo al igual que la consola ubicada debajo. Luego
desenchufé ambos aparatos y me largué de ahí haciendo lo mismo con la luz del
techo.
Podría haber sido ése el final feliz que todos
necesitábamos antes de acabar con aquel ajetreado día, pero después que todo el
dolor y el cansancio se disiparan de nuestros cuerpos tras las escasas horas
que dormimos esa madrugada, todos tuvimos un montón de malas noticias al otro
día: en primer lugar, mamá fue despedida por haberse marchado del trabajo sin
haberle dado explicaciones claras a nadie, al igual hermana y yo por haber
faltado a medio día de clases en el colegio y el instituto, respectivamente.
Luego vino lo de la depresión de mamá producto de todo lo ocurrido, seguido de
un par de intentos de suicidios que nos dejaron bastante cansados física y
emocionalmente. Mamá, de manera progresiva y notoria, se estaba volviendo loca
por la falta de actividad en su vida. Ahora no podemos dormir en paz por culpa
de escucharla siempre llorando o gritando nuestros nombres durante la noche,
sosteniendo los cuchillos para cortar la carne sobre su cabeza sacando y
entrando la lengua repetidas veces. Sí, podría haber sido un final feliz para
todos, pero luego de la persecución de ese maldito cazarrecompensas, nada
volvió a ser lo mismo para nosotros.