Como Ignacio Praderas y
todos sus colegas eran pagados el mismo día que finiquitaban sus contratos, o
sea el día de Nochebuena, decidieron ir a un pub para celebrar el término del
trabajo y aprovechar así lo que les quedaba de tarde antes de dirigirse a sus
respectivas cenas familiares.
La primera ronda fue de cinco cervezas, una por cada dos de ellos, y todos chocaron sus vasos antes de disfrutar el primer sorbo de su
refrescante contenido. Sabía como la hidromiel, dijo uno, relamiéndose los
labios.
−Ya me tenía chato la pega culiá’ –comentó otro con
rabia, secundado por todos los demás.
−Ese narigón culiao’ del Gaspar se creía la gran cagá’
–dijo Ignacio, aprovechando la oportunidad para descargarse−. Pero en realidad
es un pa’o culia'o que no salva a nadie.
−Mi hermana fue su compañera en el colegio –dijo otro−.
Cuando le conté que este güeón era nuestro encargado, dijo: “bah, no lo
pesquís: es un pa’o culia'o”. Me dijo también que se cagaba en los pantalones
cuando chico y que una vez lo pillaron pajeándose con la foto de una compañera
en el baño.
−Hubiéramo’ sabido antes esa güeá –se lamentó otro de los
compañeros, golpeando la mesa con un puño−. Lo hubieramo’ güebia'o güeno.
Varios de los presentes se lamentaron también al
respecto.
−Ya, pico –dijo Ignacio, haciendo un ademán de
indiferencia−. Aún podemo’ cagarlo por Facebook.
Entonces comenzaron a planear distintas maneras para
arruinarle la vida a Gaspar, ese narigón culia'o de mierda, por todas aquellas
veces en que había abusado de su poder como encargado de su grupo de trabajo.
Primero pensaron en hacer viral sus secretos de niño, repartirlos por ahí
etiquetándolo en todas las publicaciones que realizaran con el fin de acabarlo,
y dejar constancia de aquello con fotos en cada una de las etapas que viviera
su venganza; onda, para nunca dejar de recordárselas, puntualizó otro de ellos,
con una sonrisa de oreja a oreja.
A todos les pareció una excelente idea.
Así fue que se presentó ante ellos la segunda ronda de
cervezas, cuando ya todos sufrían un claro efecto de las primeras encima.
−Porque nos vamo’ a cagar al narigón culia'o: ¡salú’!
–brindó uno de ellos.
−¡Salú’! –le siguieron los demás, algunos terminando el
contenido de su vaso de un solo trago.
−¡Está güena esta güeá! –celebró uno, sirviéndose más
cerveza.
Alguien preguntó si lo acompañaban al patio del local
para fumar un cigarro. Varios, casi la mayoría, replicaron afirmativamente.
−¿Y qué pasa con uno de los cigarros ilegales? –dijo
otro, sacando de su cartuchera un pito de marihuana tan grueso como la falange
del dedo corazón. Como el local se encontraba prácticamente vacío, y ellos eran
los únicos en la zona de fumadores, no dudaron en encenderlo y empezar a
correrlo entre los demás.
−Total, no creo que nos digan alguna güeá –dijo Ignacio,
dándole una fuerte calada al pito con aire despreocupado−. E’ Navida’, po’.
Cuando acabaron con sus cigarros –tanto los legales como
el ilegal−, uno de los compañeros, con los ojos rojos como el carmín, sacó del
bolsillo de su chaqueta otro más de estos últimos.
−Qué güeá –dijo como por todo comentario antes de
encenderlo−. E’ Navida’.
Al volver a la mesa con los compañeros restantes, Ignacio
se sentía tambaleante y con la mente en cualquier sitio menos en esa mesa con
sus compañeros restantes.
−Más cerveza, por favor –pidió otro de ellos, haciéndole
un gesto al tipo que atendía el local.
−Éstas son las últimas –anunció él cuando llegó con la
tercera ronda de éstas−. Vamos a cerrar en media hora más.
−Hijo de puta… −le susurró Ignacio al verlo girar sobre
sus talones y marcharse hacia la barra.
−Está vivo que de acá no no’ vamo’ ni cagando –dijo otro,
notoriamente borracho y drogado, mientras echaba cerveza sobre los vasos
vacíos.
Uno de ellos recibió una llamada que no contestó dejando
su celular sobre la superficie de la mesa.
−Es mi mamá –dijo, y todos le entendieron.
Luego, tras recibir los demás llamadas por parte de sus
familiares, optaron por apagar todos sus aparatos telefónicos con la finalidad
de no arruinar la velada.
−Puta que me tenía chato la pega –comentó uno sin que sus
palabras vinieran al caso, pero los demás le apoyaron apurando el contenido de
sus vasos.
La segunda vez que salieron al patio para fumar, el mismo
que confidenció que su hermana había sido compañera del narigón culia'o del
Gaspar en el colegio, sacó una bolsa pequeña transparente de su billetera y la
abrió para empezar a rociar el polvo blanco de su interior en la punta de su
pase universitario.
−Blanca, blanca Navidad –canturreó antes de echárselo
todo a la nariz y aspirarlo con dificultad. Acto seguido, tomó todos los
cigarros que iban a fumar para untarles del mismo en sus puntas. Luego se los
devolvió a sus dueños−. Blanca, blanca Navidad.
Los demás le imitaron utilizando el mismo pase
universitario, creando un breve coro de fosas nasales obstruidas. Entonces los
ánimos volvieron a levantarse.
−Les digo que no puedo venderles más cerveza –dijo el
mesero una vez le preguntaron si podía traer una cuarta ronda a la mesa−. Tengo
que cerrar la caja y el local.
−No estoy ni ahí –le respondió el mismo que había
compartido de sus polvos mágicos, notoriamente molesto−. Mejor trae más copete
si no querí’ que te saquemo’ la chucha.
−Güeón, qué chucha –dijo el mesero, extrañado mas no
preocupado−. Es Navidad.
−Ya po’, con mayor razón.
El mesero llegó con la cuarta ronda de cervezas
anunciando que ésta definitivamente era la última.
−Si no, llamo a lo’ paco –sentenció.
−Me paso por la raja a tu' paco' –le respondió Ignacio.
−¿Por qué no vamo’ a mi casa mejor? –invitó otro de
ellos, antes de soltar un fuerte eructo en la cara de los demás.
En menos de media hora ya se encontraban comprando unas
cuantas latas de cerveza, un par de botellones de vino y tres piscos con sus
respectivas gaseosas.
Ignacio reparó en que cuando su amigo había anunciado que
los invitaba a su casa, se trataba claramente de un eufemismo, pues su casa en
realidad era una verdadera pocilga, llena de posters de mujeres desnudas y
tetonas, ropa repartida por todos lados y un fuerte, penetrante y nauseabundo
hedor que lo llenaba todo, como si la basura ahí dentro estuviera acumulándose
en un punto de la residencia.
Pero claro, eso era lo de menos.
Sirvieron entonces sus tragos en unos vasos que parecían
no haber sido lavados por meses y continuaron maquinando alguna venganza para
con el narigón culia'o del Gaspar.
−Hay que pillarlo un día afuera de su casa y sacarle la
conchetumare –dijo el dueño de casa, sonriendo con malicia−. Ni ahí con funarlo
por interne’. Hay que sacarle la conchetumare.
Así empezaron a dilucidar cómo y qué armas y herramientas
podrían utilizar para su cometido. Quebrarle las piernas pareció la más
magnificas de las ideas manoseadas.
−Con esa nariz culiá’ fea que tiene –comentó Ignacio−, no
hay por qué pegarle en la cara.
Todos rieron y continuaron apurando sus vasos y latas
hasta vaciarlas con una rapidez alarmante.
Para cuando las botellas quedaron sin nada en su interior,
la mayoría de ellos con suerte podía mantenerse de pie.
−Está violento el aire parece –bromeó uno, antes de
perder el equilibrio, caer al suelo (entre un montón de guías universitarias manchadas con
vino y ropa sucia desperdigada), y vomitar una pasta burdeo que terminó por
ensuciar aún más el lugar−. Ups –dijo al mirar lo que había hecho.
El dueño de casa se alzó de hombros y sacó una botella de
whiskey que tenía guardada en su cuarto.
−Ya que estamo’ en ésta…
Para eso de las diez con quince minutos de la noche,
menos de la mitad de los presentes se hallaban conscientes. Entre esos estaba
Ignacio Praderas.
−¿Un último sorbo de blanca Navidad? –le preguntó su
compañero de la bolsa transparente.
−Estai’ vivo.
Afuera estaba oscuro, frío y silencioso; se podían ver
las siluetas de personas compartiendo en los vestíbulos de las casas cercanas.
−Creo que llegaremos tarde a nuestras cenas –comentó uno
de ellos, trastabillando, pero a nadie parecía preocuparle mucho el asunto.
Llegaron hasta el paradero de los colectivos que los
llevarían a casa, esperaron veinte minutos a que pasara uno vacío, y se
subieron llenando el vehículo con el asqueroso hedor a alcohol fermentado de
sus cuerpos.
Ignacio no supo en qué momento del viaje se quedó dormido
hasta que el colectivero, que no dejaba de pegarle codazos en uno de sus
costados, lo despertó para anunciarle que ya habían llegado a su destino. Sin
embargo, y por lo que Ignacio comprobó inmediatamente tras apearse del
colectivo, el chófer se había equivocado de dirección. Para cuando el joven
intentó detener al hombre con gritos y ademanes, ésta ya se hallaba doblando en
la siguiente esquina.
Por lo mismo, Ignacio se vio en la obligación de caminar
durante otros quince minutos a su casa, teniendo que detenerse en un par de
ocasiones para dejar que un montón de vino, pisco y cerveza mezclado saliera de
su boca con una agresividad perturbadora. Cuando llegó a su casa e intentó
abrir la puerta de entrada, su ropa estaba llena de costras de vómito.
−Hola, familia –anunció con trabajoso modular al verlos a
todos sentados a la mesa, finalizando con el pavo asado y la ensalada de sus
platos−. Feli’ Navida’ –Y así, sin poder evitarlo, trastabilló hasta caer sobre
el árbol de Navidad y todos los regalos bajo él ubicados en un rincón del
vestíbulo.
Su mamá ahogó un grito y se apresuró para socorrerlo.
−¡Ignacio! –dijo ella−. ¡Qué te pasa! ¿Estai’ bien?
−Toma, mamá –dijo su hijo, sacando de su bolsillo cuatro
billetes de mil pesos que eran lo que restaba de su sueldo recién cobrado−. Que
tengai’ una Feli’ Navida’.
Y dicho esto, cerró sus ojos y comenzó a roncar frente a
la mirada preocupada y furibunda de los demás. Al otro día diría que la jornada
había estado terrible y agotadora, que lo sentía mucho por quedarse dormido
antes de probar un poco de la cena siquiera, y que no sabía cómo había podido
llegar a defecarse en los pantalones. Fueron los porotos del almuerzo, dijo,
siendo que el día anterior ni siquiera había almorzado. Pero bueno, era
Navidad, ¿no?, y en Navidad todo está permitido.