Especial #17: Navidad ("Pánico y locura en la farmacia")



Se puede apreciar, dentro de una farmacia, cómo un hombre de piel oscura y aspecto extranjero actúa de manera sospechosa mientras examina distintos condones en la sección de condones. Mira rápidamente de un lado a otro tratando de pasar desapercibido y se echa unos cuantos condones XL al bolsillo de su pantalón. Acto seguido sonríe triunfante y prosigue con sus compras.
     Sin embargo la guardia de la farmacia, una hermosa joven que de seguro fue una de las más codiciadas de su promoción escolar, lo detiene al doblar éste hacia el siguiente corredor de productos, poniéndole una delicada mano enfrente.
     Le dice:
     −¡Hey, qué llevas ahí!
     El hombre se nota asustado y responde que no, que no lleva nada. Pero la guardia insiste, esta vez levantando aún más la voz, provocando que las demás farmaceutas, también mujeres que con toda seguridad rompieron un montón de corazones en el colegio, se acercaran a él para acribillarlo con injurias.
     −De seguro lo tiene en los bolsillos –dice una de las farmaceutas, observando el pantalón del tipo por sobre el grueso marco de sus anteojos−. Desde aquí puedo ver un bulto en ellos.
     La guardia toma nota de lo reparado por la mujer y comienza a palpar las piernas del hombre. Grita de manera triunfal al dar con ellos y sacarlos de ahí en dos fuertes manotazos.
     −Estaba en lo cierto: ¡eres un ladrón!
     Las demás mujeres comienzan a insultarlo hasta que una de ellas se percata que sigue habiendo un bulto en sus pantalones.
     −Ahí debe tener más cosas robadas.
     Pero al tocar aquel punto, las mujeres se dan cuenta que no son artículos robados; es más, al desabrocharle los pantalones, no cae otra cosa más que el pene del hombre, largo y grueso como un oscuro gusano mutante.
     Las mujeres lo miran sorprendidas, boquiabiertas, sin saber qué hacer a continuación; hasta que la guardia da un paso adelante y declara que debe hacerle pagar al ladrón por lo que ha hecho.
     Entonces se agacha frente a él y se echa el pene del hombre dentro de su boca para comenzar a succionarlo violentamente. Al cabo de un rato, éste se encuentra erecto de manera muy notoria, luciendo duras y marcadas venas cerca de su base.
     El ladrón no sabe cómo reaccionar al respecto: parece feliz y aquejado, pero no hace nada por impedir semejante ultraje; sabe que contradecir a su captora lo llevará inmediatamente ante la policía y, por consecuencia, a la cárcel. Por lo tanto se ve forzado a cerrar los ojos y apretar las mandíbulas para no sentir ningún tipo de placer con lo que le hacía la mujer arrodillada al frente suyo.
     Luego de unos cuantos minutos, la guardia parece darse por satisfecha de tanto utilizar su boca y su lengua, por lo que decide quitarse los pantalones y su camisa oscura, dejando al descubierto su entrepiernas y un par de generosos pechos, respectivamente.
     –¡Chúpalas, maldito hijo de puta! –le dice ésta al tipo, acercándolas a su rostro–. ¡Chúpalas, si no quieres ir a la cárcel!
      El hombre, muerto de miedo, no puede hacer otra cosa que pasar su lengua por los claros pezones de la guardia, para terminar chupándoselos como si fuera un bebé sediento de leche materna. Por su lado, la mujer le ofrece sus pechos alternándolos de uno a otro con cierta violencia, como si disfrutara humillarlo de esa forma; se ríe y ronronea mientras lo hace.
     Una vez satisfecha, la guardia insta a que el hombre se siente en una silla cercana –desde la cual ella hace guardia la mayoría del tiempo– para, acto seguido, hacer lo mismo ella sobre él, introduciendo su pene en su cavidad vaginal con una experticia propia de quien ha ejecutado aquella acción un montón de veces.
     Gemidos, gritos y chapoteos. La escena se llena de esos sonidos, azuzados por las expectantes farmaceutas que lo engullen todo con la mirada. Una de ellas incluso, la más osada, mete una de sus manos bajo su falda y empieza a complacerse con rápidos movimientos sobre su clítoris, abriendo su boca suavemente para dejar escapar breves y cálidos resuellos.
     Una de sus colegas le mira con cierta avidez, y tras dudarlo por un corto instante, decide agacharse frente a ella para guiar su lengua por sobre su ropa interior, deteniéndose en el marcado monte de ésta para morderlo cariñosamente; durante ningún momento dejan de mirarse a los ojos.
     Por otro lado, el acto sexual entre la guardia y el hombre apresado se ha tornado más violento, casi bestial: el hombre ha ganado notoriamente confianza en sí mismo, consciente que un buen desempeñado para con la mujer que tiene encima, con toda seguridad se traducirá en su libertad y vuelta a las calles.
     El hombre toma a la mujer por la cintura con sus manos grandes y oscuras, apretándola con fuerza, empujándola contra sí con los dientes apretadísimos; se puede advertir que el hombre está dando lo mejor de sí en cada embestida contra la guardia, como si en ello también fluyera su rabia para contra la justicia y el Estado.
     La mujer concluye que ya fue mucho en esa posición, por lo que se levanta de un salto del hombre, lo toma por el pene y lo iza bruscamente, arrancándole un gemido a su dueño. Acto seguido, lo ubica a uno de los costados del mesón de atención, el mismo en el que se encarama ella para recostarse boca arriba; se abre de piernas y le dice al hombre que siga, si no quiere ser llevado ante la policía. Naturalmente, el tipo accede y vuelve a penetrarla, introduciendo su pene hasta su base en ella.
     Las farmaceutas están ahora todas reunidas, frotándose y tocándose unas con otras, besándose como si quisieran compartir comida de boca a boca a la usanza los pingüinos. Una le desabrocha el delantal a una de sus compañeras, y otra le saca los pechos de su para atacarlos con voraz ahínco.
     El hombre continúa demostrando su gran potencial contra la guardia, produciendo ruidosos golpes al estrellarse ambos. Él ruge, ella gime y grita y chapotea. La guardia comienza a pasar frenéticamente uno de sus dedos contra su clítoris, mientras el pene del hombre no deja de entrar y salir de ella con una velocidad sorprendente.
     Las farmaceutas se revuelven en el piso, todas suavemente enlazadas; la otra pareja, por el contrario, aumenta el ritmo de los embistes hasta el grado de provocar una eyaculación por parte de la guardia, chorreando fluidos por todo el pecho del tipo; mas a él parece no preocuparle nada de eso; de hecho, se puede deducir que le excita aún más de lo que se encuentra: sonríe, en una mueca victoriosa, sin dejar de respirar entre dientes.
     La guardia le pide que se vaya sobre su cara; el tipo, en un principio confuso, no entiende a qué se refiere ella. Luego, cuando ella abre la boca como un hipopótamo-basurero esperando por algo de basura, el hombre comprende cuál es el siguiente paso dentro del procedimiento: terminar ese escabroso momento de una vez por todas.
     El tipo le aprieta el cuello a la guardia con delicadeza, lo suficiente como para no producirle otra cosa más que placer, y concentra su mirada en los pechos de la mujer bajo él, recordando lo mucho que le gustaba aquel movimiento en los de su esposa, ahora tan lejos de su alcance. Aprieta los ojos en último instante para poder finalizar con su faena, y siente cómo el mismísimo universo se crea desde la punta de su pene; se ayuda con su mano para soltar hasta la última gota suya sobre el trabajado abdomen de la guardia y emite un trémulo bufido que bien puede interpretarse como mitad satisfacción, mitad arrepentimiento por lo que acaba de hacer.
     La mujer recoge un poco de los fluidos del hombre con los dedos y se los echa a la boca sin pensarlo dos veces, haciendo una mueca placentera una vez ingerida; así es como se la lleva un buen rato de manera despreocupada, con los ojos cerrados y saboreando como si lo hiciera con el más gustoso néctar, dándole al hombre una oportunidad que éste no desaprovecha ni por un instante, subiéndose los pantalones para largarse de ahí antes que las farmaceutas, todas boca pechos vaginas, se percataran de su huida. En un momento, antes de cerrar la puerta y dejarlo todo atrás, se detiene y piensa que quizá todo haya sido un sueño; pero sabe que no es cierto: le basta con ver a la guardia revolcándose en el mesón de atención de la farmacia, a las farmaceutas introduciéndose dedos unas con otras como las mejores amigas del mundo. No, sabe que no fue un sueño; está seguro todo sucedió de verdad.
     El tipo da un ligero respingo y cierra la puerta tras él, prometiéndose nunca más entrar a comprar en aquél lugar.