−¡Abuela, este no puede ser
tu auto! −exclamé (o grité) al ver un descapotable oscuro con una enormes
metralletas apostadas a los lados−. ¡Esto es…! −pero no conseguí acabar con la
frase. La abuela tintineó las llaves frente a mi cara, dejando en claro que
hablaba en serio, y se subió al asiento del piloto depositando su escopeta
entre los asientos delanteros.
−¡Adelante, es tamaño familiar! −dijo ella, señalando la
parte trasera del vehículo; ¡estaba acondicionada para más personas!
−¡Güau, un auto caro con espacio! −dije asombrado.
−¡No lo puedo creer! −dijo papá−. ¡Después de tanto
tiempo por fin veo un auto caro y espacioso! ¡Es como, es como… no sé…!
−Es como… −balbuceó mamá, con aire perdido−. Es como…,
ver el auto de Dios.
−¡Ya, ya, no sean idiotas y súbanse al auto luego! ¡Se
están llevando a hermana!
Entonces nos percatamos que perdíamos nuestro tiempo. Nos
dimos unas breves bofetadas entre nosotros y nos subimos al descapotable de la
abuela: papá se instaló como copiloto a la vez que nosotros lo hicimos en la
parte trasera, junto con los dos hurones/musculosos en zunga.
−Pónganse los cinturones −dijo la abuela antes de apretar
el acelerador y salir en pos del cazarrecompensas rápidamente. Por la
carretera, en lontananza, vimos las luces de una moto avanzar velozmente hacia
la ciudad.
−¡Allá va! −gritó papá.
Mamá: −Sí, sí, ya lo sabemos, ya lo sabemos.
Yo: −Papá, ni qué fuéramos ciegos.
Llegamos a la carretera dentro de un rato y viramos en la
dirección que iba la moto del cazarrecompensas. No pasaron ni unos cuantos
segundos cuando dos autos aparecidos de la nada se pusieron a nuestros costados
para comenzar a chocarnos de manera furiosa.
−¡Hijos de su madre! −gritó la abuela, respondiéndoles a
sus golpes con más golpes. Sus acompañantes se aprestaron a manipular las
metralletas del vehículo. Empezaron con los disparos en el acto.
−¡Agáchense! −dijo la abuela antes que una ráfaga de
balas resquebrajara el parabrisas y unas cuantas restantes rebotaran a los
costados. Juré sentir un par silbar sobre mi pelo.
La abuela tomó la escopeta con una mano y se acomodó con
un movimiento rápido en su ventana para dispararle al motociclista armado que
había abierto fuego sobre nosotros; nunca supe en qué momento apareció delante
de nosotros, mas el asunto es que salió despedido de su moto con un trozo de
cabeza menos, chillando un incomprensible insulto.
Llegaban más balas por las puertas, repiqueteando como
una lluvia de piedras mortíferas; los acompañantes de la abuela se protegieron
parapetándose por unos segundos y luego salieron los dos a la vez, soltando un
puñado de balas sobre los conductores y las ruedas de los autos enemigos. Los
vehículos perdieron el control (se podía escuchar a la gente gritar desesperada
adentro mientras chirriaban las ruedas sobre el pavimento), se estrellaron
contra árboles por el lado de sus respectivos carriles y ardieron en llamas
producto de un fallo en sus motores o algo así; no lo sé, nunca he sido muy
ducho con la mecánica ni nada de eso.
−Ese cazarrecompensas −dijo papá apretando el puño−. ¡Él debe
haber contratado a esos malditos rufianes para…!
Yo: −¡Sí, papá, ya todos lo sabemos, deja de decir lo
obvio!
Mamá: −Papá, creo estás al borde de partir a un asilo de
ancianos. Demencia senil dirán.
Papá: −¡Ya, ya, déjense de bromas, los muy malditos!
La abuela y el cazarrecompensas manejaban rapidísimo, como
unos locos; fue una suerte que a esa hora la carretera rural por la que
conducían estuviera vacía.
Entonces la abuela volvió a acomodarse en su ventana,
pidiéndole a papá que le cargara la escopeta, y disparó esta vez contra la moto
en la que iba el tipo al que seguíamos.
−¡Hey, no le dispares, va hermana! −espetó papá sin poder
creerlo.
−Ups –se disculpó la abuela, dejando su arma de lado−. Se
me había olvidado.
El cazarrecompensas, azuzado por el ataque, aumentó su
velocidad considerablemente y se perdió al llegar a las primeras calles de la
ciudad.
−Adónde habrá ido −preguntó la abuela, más como un
comentario que como una pregunta como tal. Detuvo el auto a un lado de la
carretera y rebuscó entre los cajones diminutos del salpicadero hasta dar con
la mitad de lo que parecía un…
−¡Demonios, un cigarro de marihuana! −exclamó papá
aterrado. De todas maneras a la abuela le dio lo mismo, porque en vez de
retractarse, lo encendió con un mechero que le extendió uno de sus acompañantes,
fumándolo a caladas lentas y relajadas.
Acto seguido sacó la cabeza por su ventana, con los ojos
cerrados, y comenzó a olisquear el aire. Lo hacía de manera lenta, como si
tratara de percibir todas las partículas de oxígeno que transitaban cerca suyo.
−Ya sé dónde están −dijo al cabo de un rato. Tomó el
manubrio del auto con fuerza y aceleró nuevamente en dirección a la ciudad,
esta vez con un punto fijo y claro: la guarida del cazarrecompensas y la
batalla inminente que se aproximaba; debíamos darle su merecido en el culo a
ese maldito idiota y así salvar a hermana. Porque eso era lo que hacía la
familia, ¿cierto?
Por otro lado, me preguntaba si con ese súper olfato la
abuela había sentido que durante la ráfaga de balas del motorista aparecido de
la nada, por culpa del miedo a morir y todo eso, me había cagado en su piyama
prestado sin poder evitarlo. Una mirada seria pero fugaz por su retrovisor (que
aún seguía cumpliendo su labor, milagro de milagros) me hizo pensar que sí, que
efectivamente se había dado cuenta.