Historia #185: En la carretera ("Nos sigue un cazarrecompensas #7")




−¡Abuela, este no puede ser tu auto! −exclamé (o grité) al ver un descapotable oscuro con una enormes metralletas apostadas a los lados−. ¡Esto es…! −pero no conseguí acabar con la frase. La abuela tintineó las llaves frente a mi cara, dejando en claro que hablaba en serio, y se subió al asiento del piloto depositando su escopeta entre los asientos delanteros.
            −¡Adelante, es tamaño familiar! −dijo ella, señalando la parte trasera del vehículo; ¡estaba acondicionada para más personas! 
            −¡Güau, un auto caro con espacio! −dije asombrado.
            −¡No lo puedo creer! −dijo papá−. ¡Después de tanto tiempo por fin veo un auto caro y espacioso! ¡Es como, es como… no sé…! 
            −Es como… −balbuceó mamá, con aire perdido−. Es como…, ver el auto de Dios.
            −¡Ya, ya, no sean idiotas y súbanse al auto luego! ¡Se están llevando a hermana!
            Entonces nos percatamos que perdíamos nuestro tiempo. Nos dimos unas breves bofetadas entre nosotros y nos subimos al descapotable de la abuela: papá se instaló como copiloto a la vez que nosotros lo hicimos en la parte trasera, junto con los dos hurones/musculosos en zunga. 
            −Pónganse los cinturones −dijo la abuela antes de apretar el acelerador y salir en pos del cazarrecompensas rápidamente. Por la carretera, en lontananza, vimos las luces de una moto avanzar velozmente hacia la ciudad.
            −¡Allá va! −gritó papá.
            Mamá: −Sí, sí, ya lo sabemos, ya lo sabemos.
            Yo: −Papá, ni qué fuéramos ciegos.
            Llegamos a la carretera dentro de un rato y viramos en la dirección que iba la moto del cazarrecompensas. No pasaron ni unos cuantos segundos cuando dos autos aparecidos de la nada se pusieron a nuestros costados para comenzar a chocarnos de manera furiosa.
            −¡Hijos de su madre! −gritó la abuela, respondiéndoles a sus golpes con más golpes. Sus acompañantes se aprestaron a manipular las metralletas del vehículo. Empezaron con los disparos en el acto. 
            −¡Agáchense! −dijo la abuela antes que una ráfaga de balas resquebrajara el parabrisas y unas cuantas restantes rebotaran a los costados. Juré sentir un par silbar sobre mi pelo.
            La abuela tomó la escopeta con una mano y se acomodó con un movimiento rápido en su ventana para dispararle al motociclista armado que había abierto fuego sobre nosotros; nunca supe en qué momento apareció delante de nosotros, mas el asunto es que salió despedido de su moto con un trozo de cabeza menos, chillando un incomprensible insulto.
            Llegaban más balas por las puertas, repiqueteando como una lluvia de piedras mortíferas; los acompañantes de la abuela se protegieron parapetándose por unos segundos y luego salieron los dos a la vez, soltando un puñado de balas sobre los conductores y las ruedas de los autos enemigos. Los vehículos perdieron el control (se podía escuchar a la gente gritar desesperada adentro mientras chirriaban las ruedas sobre el pavimento), se estrellaron contra árboles por el lado de sus respectivos carriles y ardieron en llamas producto de un fallo en sus motores o algo así; no lo sé, nunca he sido muy ducho con la mecánica ni nada de eso.
            −Ese cazarrecompensas −dijo papá apretando el puño−. ¡Él debe haber contratado a esos malditos rufianes para…! 
            Yo: −¡Sí, papá, ya todos lo sabemos, deja de decir lo obvio!
            Mamá: −Papá, creo estás al borde de partir a un asilo de ancianos. Demencia senil dirán. 
            Papá: −¡Ya, ya, déjense de bromas, los muy malditos!
            La abuela y el cazarrecompensas manejaban rapidísimo, como unos locos; fue una suerte que a esa hora la carretera rural por la que conducían estuviera vacía.
            Entonces la abuela volvió a acomodarse en su ventana, pidiéndole a papá que le cargara la escopeta, y disparó esta vez contra la moto en la que iba el tipo al que seguíamos.
            −¡Hey, no le dispares, va hermana! −espetó papá sin poder creerlo.
            −Ups –se disculpó la abuela, dejando su arma de lado−. Se me había olvidado.
            El cazarrecompensas, azuzado por el ataque, aumentó su velocidad considerablemente y se perdió al llegar a las primeras calles de la ciudad.
            −Adónde habrá ido −preguntó la abuela, más como un comentario que como una pregunta como tal. Detuvo el auto a un lado de la carretera y rebuscó entre los cajones diminutos del salpicadero hasta dar con la mitad de lo que parecía un…
            −¡Demonios, un cigarro de marihuana! −exclamó papá aterrado. De todas maneras a la abuela le dio lo mismo, porque en vez de retractarse, lo encendió con un mechero que le extendió uno de sus acompañantes, fumándolo a caladas lentas y relajadas.
            Acto seguido sacó la cabeza por su ventana, con los ojos cerrados, y comenzó a olisquear el aire. Lo hacía de manera lenta, como si tratara de percibir todas las partículas de oxígeno que transitaban cerca suyo.
            −Ya sé dónde están −dijo al cabo de un rato. Tomó el manubrio del auto con fuerza y aceleró nuevamente en dirección a la ciudad, esta vez con un punto fijo y claro: la guarida del cazarrecompensas y la batalla inminente que se aproximaba; debíamos darle su merecido en el culo a ese maldito idiota y así salvar a hermana. Porque eso era lo que hacía la familia, ¿cierto?
            Por otro lado, me preguntaba si con ese súper olfato la abuela había sentido que durante la ráfaga de balas del motorista aparecido de la nada, por culpa del miedo a morir y todo eso, me había cagado en su piyama prestado sin poder evitarlo. Una mirada seria pero fugaz por su retrovisor (que aún seguía cumpliendo su labor, milagro de milagros) me hizo pensar que sí, que efectivamente se había dado cuenta.