Historia #184: Después de la cena ("Nos sigue un cazarrecompensas #6")



Cuando cayó la noche, la abuela nos instó a quedarnos a dormir en su casa con la sabida hospitalidad de las abuelas. Hay camas de sobra, nos dijo; nos miramos los unos a los otros, corroborando que todos queríamos lo mismo, y le respondimos que bueno, que nos quedaríamos por esa noche.
            La abuela preparó las camas mientras sus dos acompañantes se arreglaban con la cena, siempre en peculiar silencio. Nosotros, por no ser menos, nos dedicamos a arreglar la puerta que se había cargado papá al llegar al mediodía y comenzamos a bañarnos por turnos procurando estar listos antes que lo estuviera la cena.
            Una vez la abuela hubo golpeado sus manos anunciando que la comida estaba servida, nos percatamos que nos esperaba también una nueva ronda de humo mágico. Papá intentó oponerse tosiendo antes de tiempo, como si quisiera demostrar que sufría problemas respiratorios considerables, pero la abuela no le creyó y ella misma prendió la hierba del aparato de cristal con su mechero.
            Durante la cena no hicimos otra cosa que contar anécdotas y momentos decadentes de papá, como cuando se había quedado dormido en misa para luego despertar gritando y llorando creyendo que aún era un bebé y había perdido a su madre, o como cuando descubrimos, tras no hallar ningún calzoncillo suyo en la cesta de la ropa sucia, que había estado usando la misma ropa interior durante una semana entera; por eso siempre nos llegaba olor a desagüe cuando se encontraba cerca nuestro, añadió mamá haciendo que todos nos desparramáramos de la risa…, todos excepto papá, obviamente.
            Luego vino lavar los platos, las ollas, los vasos, los cubiertos y todas esas cosas que se lavan luego de cocinar y comer, acción que por fortuna realizamos todos juntos como familia. Por lo mismo nos demoramos apenas unos diez minutos, tarea que para uno solo de los nuestros hubiera significado probablemente el doble de tiempo.
            El asunto es que como nos desocupamos antes que fuera hora de dormir, la abuela mandó a sus dos acompañantes musculosos a que activaran el equipo de música conectado a su televisor para así comenzar a jugar al karaoke entre nosotros. La primera en participar fue ella, por supuesto, cantando Welcome to the jungle de los Guns N’ Roses en un registro muy parecido al de Axl Roses; todos quedamos con la boca desencajada por la sorpresa. Luego vino papá con la versión de Take a chance on me de Erasure, mamá con Fly me to the moon de Frank Sinatra, hermana con I’m not okey de My Chemical Romance y yo, cómo no, con Poker face de Lady Gaga, todo esto mientras los acompañantes de la abuela no dejaban de bailar al ritmo de las canciones.
            Así estuvimos por alrededor de una hora más o menos, hasta que la abuela dijo que quizá ya fuera tiempo de dormir y nos mandó a todos a lavarnos los dientes y hacer nuestras necesidades antes de despedirse y encerrarse en su cuarto junto a sus dos amigos musculosos.
            Papá y mamá compartieron un cuarto, naturalmente, al igual que hermana y yo, lo cual era un fastidio. Hermana roncaba un montón.
            −Si roncas, tendré que taparte la boca con uno de mis calcetines −le advertí a la vez que me ponía uno de los piyamas de la abuela; me quedaba holgadísimo.
            −Lo mismo le advierto a ti y a tu culo si eructa mucho esta noche −me dijo ella por su lado. Se veía graciosísima con el piyama rosa de anciana que le había prestado la abuela.
            Nos quedamos entonces un buen rato mirando al techo con la luz apagada, cansados pero sin poder dormir todavía. Hermana dejó escapar un gas, le echó la culpa a un gato que intentó hacerme creer se había asomado por la ventana, y se removió un poco, inquieta.
            −¿Qué te pasa? −le pregunté−. ¿Te pican los gusanos del culo?
            −No sé −me dijo sin ningún dejo de ironía−. Tengo un mal presentimiento. Aunque probablemente sean sólo ganas de orinar. 
            −Mejor ve ahora antes que mojes la cama… otra vez.
            Hermana me dio un golpe con el dorso de su mano antes de levantarse y dirigirse al baño con movimientos soñolientos. La sentí caminar por el pasillo, abrir la puerta del fondo y sentarse en el retrete para hacer sus necesidades. Después tiró la cadena, volvió a salir al pasillo y dio un grito corto pero fuerte. Entonces escuché a otra persona en el pasillo, a alguien sigiloso, y a papá y mamá levantarse de la cama en el cuarto contiguo. Les imité por pura curiosidad, estando a punto de caer de bruces al pisar una de las piernas del piyama que me había tocado usar.
            Alcancé a ver una sombra escabulléndose por la ventana del vestíbulo al tiempo que papá y mamá se asomaban en el pasillo.   
            −¡Se llevan a nuestra hija! −gritó mamá, apuntando con su dedo acusón a la oscuridad reinante del otro lado de la casa−. ¡Debe ser ese maldito cazarrecompensas!
            Cómo podíamos habernos olvidado, pensé, cómo podíamos habernos olvidado del maldito cazarecompensas que quería dar con nosotros.
            También pensé en un mundo sin hermana, donde la mesada íntegra me correspondiera solamente a mí, al igual que los cereales, los chocolates y las golosinas que compraban papá y mamá al ir al supermercado, pero tras abrirse la puerta del cuarto de la abuela y salir ésta armada con una escopeta de aspecto mortífero junto con sus dos acompañantes en zunga con sendas metralletas entre sus brazos, recordé que la familia es la familia y que hay que luchar por ella siempre.
            −¿Quién se ha llevado a hermana, mierda? −exclamó la abuela, apuntando a la oscuridad.
            Entonces papá le explicó toda la historia de Samuel Maluenda mientras preparábamos el auto de la abuela, para salir pitando de ahí por hermana lo más rápido posible.