Cuando cayó la noche, la
abuela nos instó a quedarnos a dormir en su casa con la sabida hospitalidad de
las abuelas. Hay camas de sobra, nos dijo; nos miramos los unos a los otros,
corroborando que todos queríamos lo mismo, y le respondimos que bueno, que nos
quedaríamos por esa noche.
La abuela preparó las camas mientras sus dos acompañantes
se arreglaban con la cena, siempre en peculiar silencio. Nosotros, por no ser
menos, nos dedicamos a arreglar la puerta que se había cargado papá al llegar
al mediodía y comenzamos a bañarnos por turnos procurando estar listos antes
que lo estuviera la cena.
Una vez la abuela hubo golpeado sus manos anunciando que
la comida estaba servida, nos percatamos que nos esperaba también una nueva
ronda de humo mágico. Papá intentó oponerse tosiendo antes de tiempo, como si
quisiera demostrar que sufría problemas respiratorios considerables, pero la
abuela no le creyó y ella misma prendió la hierba del aparato de cristal con su
mechero.
Durante la cena no hicimos otra cosa que contar anécdotas
y momentos decadentes de papá, como cuando se había quedado dormido en misa
para luego despertar gritando y llorando creyendo que aún era un bebé y había
perdido a su madre, o como cuando descubrimos, tras no hallar ningún
calzoncillo suyo en la cesta de la ropa sucia, que había estado usando la misma
ropa interior durante una semana entera; por eso siempre nos llegaba olor a
desagüe cuando se encontraba cerca nuestro, añadió mamá haciendo que todos nos
desparramáramos de la risa…, todos excepto papá, obviamente.
Luego vino lavar los platos, las ollas, los vasos, los
cubiertos y todas esas cosas que se lavan luego de cocinar y comer, acción que
por fortuna realizamos todos juntos como familia. Por lo mismo nos demoramos
apenas unos diez minutos, tarea que para uno solo de los nuestros hubiera
significado probablemente el doble de tiempo.
El asunto es que como nos desocupamos antes que fuera
hora de dormir, la abuela mandó a sus dos acompañantes musculosos a que
activaran el equipo de música conectado a su televisor para así comenzar a
jugar al karaoke entre nosotros. La primera en participar fue ella, por
supuesto, cantando Welcome to the jungle
de los Guns N’ Roses en un registro muy parecido al de Axl Roses; todos
quedamos con la boca desencajada por la sorpresa. Luego vino papá con la
versión de Take a chance on me de
Erasure, mamá con Fly me to the moon
de Frank Sinatra, hermana con I’m not
okey de My Chemical Romance y yo, cómo no, con Poker face de Lady Gaga, todo esto mientras los acompañantes de la
abuela no dejaban de bailar al ritmo de las canciones.
Así estuvimos por alrededor de una hora más o menos,
hasta que la abuela dijo que quizá ya fuera tiempo de dormir y nos mandó a
todos a lavarnos los dientes y hacer nuestras necesidades antes de despedirse y
encerrarse en su cuarto junto a sus dos amigos musculosos.
Papá y mamá compartieron un cuarto, naturalmente, al
igual que hermana y yo, lo cual era un fastidio. Hermana roncaba un montón.
−Si roncas, tendré que taparte la boca con uno de mis
calcetines −le advertí a la vez que me ponía uno de los piyamas de la abuela;
me quedaba holgadísimo.
−Lo mismo le advierto a ti y a tu culo si eructa mucho
esta noche −me dijo ella por su lado. Se veía graciosísima con el piyama rosa
de anciana que le había prestado la abuela.
Nos quedamos entonces un buen rato mirando al techo con
la luz apagada, cansados pero sin poder dormir todavía. Hermana dejó escapar un
gas, le echó la culpa a un gato que intentó hacerme creer se había asomado por
la ventana, y se removió un poco, inquieta.
−¿Qué te pasa? −le pregunté−. ¿Te pican los gusanos del
culo?
−No sé −me dijo sin ningún dejo de ironía−. Tengo un mal
presentimiento. Aunque probablemente sean sólo ganas de orinar.
−Mejor ve ahora antes que mojes la cama… otra vez.
Hermana me dio un golpe con el dorso de su mano antes de
levantarse y dirigirse al baño con movimientos soñolientos. La sentí caminar
por el pasillo, abrir la puerta del fondo y sentarse en el retrete para hacer
sus necesidades. Después tiró la cadena, volvió a salir al pasillo y dio un
grito corto pero fuerte. Entonces escuché a otra persona en el pasillo, a
alguien sigiloso, y a papá y mamá levantarse de la cama en el cuarto contiguo.
Les imité por pura curiosidad, estando a punto de caer de bruces al pisar una
de las piernas del piyama que me había tocado usar.
Alcancé a ver una sombra escabulléndose por la ventana
del vestíbulo al tiempo que papá y mamá se asomaban en el pasillo.
−¡Se llevan a nuestra hija! −gritó mamá, apuntando con su
dedo acusón a la oscuridad reinante del otro lado de la casa−. ¡Debe ser ese
maldito cazarrecompensas!
Cómo podíamos habernos olvidado, pensé, cómo podíamos
habernos olvidado del maldito cazarecompensas que quería dar con nosotros.
También pensé en un mundo sin hermana, donde la mesada
íntegra me correspondiera solamente a mí, al igual que los cereales, los
chocolates y las golosinas que compraban papá y mamá al ir al supermercado,
pero tras abrirse la puerta del cuarto de la abuela y salir ésta armada con una
escopeta de aspecto mortífero junto con sus dos acompañantes en zunga con
sendas metralletas entre sus brazos, recordé que la familia es la familia y que
hay que luchar por ella siempre.
−¿Quién se ha llevado a hermana, mierda? −exclamó la
abuela, apuntando a la oscuridad.
Entonces
papá le explicó toda la historia de Samuel Maluenda mientras preparábamos el
auto de la abuela, para salir pitando de ahí por hermana lo más rápido posible.